miércoles, 11 de noviembre de 2015

Buddha el amigo del Hombre


PRIMERA PARTE 

BUDDHA EL AMIGO DEL HOMBRE 

No existe carácter más sublime, entre todos los servidores del género humano, que el del Señor Sakyamuni quien, con justicia, ha merecido el titulo de “La Luz de Asia". Justo sería que todas las naciones y razas fuesen educadas en el respeto hacia aquellos seres inegoístas y compasivos que renunciaron a la vida que apreciaban y salieron a defender la causa del prójimo ante la Divinidad. 

El mundo cristiano, fraccionado por tantas barreras religiosas y raciales, desdeña a menudo las doctrinas filosóficas del lejano Oriente. No advierte que las grandes mentes no son patrimonio exclusivo de un país en particular sino de toda la humanidad. En el inescrutable y desconocido Oriente resplandece una luz que ha disipado las tinieblas espirituales de centenares de millones de seres vivientes. No podemos permitirnos el ignorar esta gloriosa luz. 

La enseñanza buddhista es la más amplia que el mundo ha conocido, y al mismo tiempo se afirma que sus adherentes alcanzan a la mitad de la humanidad viviente. Será conveniente pues, en esta culta época, que dispongamos de toda la información posible concerniente a la más difícil de todas las ciencias: la ciencia del vivir. El Buddha Gautama fue un maestro en el arte de vivir, y su penetrante, lógico y razonable punto de vista acerca de la vida y sus responsabilidades habrán de ser muy útiles para rectificar las actuales costumbres, que encadenan la mente de los hombres. 

Dios actúa de modos diversos, mediante muchos recursos y en múltiples lugares, pero si alguna vez ha existido alguien a través de quien el Todopoderoso trabajó por la causa de la comprensión humana, ése fue el compasivo Señor del Loto. La enseñanza del Buddha, plena de verdades sencillas y sanas deducciones, de ningún modo se opone a los principios del cristianismo; al contrario, ayuda al mundo Occidental en su gran tarea de estudiar sus propias escrituras.

 Estudiando la condición del gran príncipe Siddhartha, sobre quien descendieron - o mejor dicho, dentro de quien se desarrollaron - los áureos poderes del buddhado, descubrimos que estamos encarando un doble misterio. En primer término, tenemos el individuo histórico; lo hallamos luchando contra la intolerancia religiosa de su época, convertido en adalid de la causa del hombre común, y ofreciendo por igual, a los humildes y a los poderosos, la misma esperanza de inmortalidad. En segundo lugar, y paralelamente a esto, tenemos el mito cósmico relacionado con una grandiosa cadena de celestiales Buddhas y Boddhisattvas, de los cuales el humilde peregrino de dorado atuendo era el vigésimo noveno. Si bien poca duda cabe acerca de que realmente vivió, el verdadero misterio del Señor Gautama y su peregrinación en busca de la sabiduría yace en la interpretación espiritual de la alegoría histórica. El maravilloso iniciado, que ganara el dorado manto de la inmortalidad con su sinceridad y su devoción, demostró las infinitas posibilidades latentes en la evolucionante conciencia de cada ser. 

A menudo se hace referencia a Jesús como el León de la Tribu de Judá, y es interesante observar que al Buddha también se le adjudica el título complementario de Sakyashina, que significa "león".

 La vida del Buddha es un notable relato de altruismo, servicio y grandiosos ideales. Fue hijo de un Rey, rodeado de lujo, a todo lo cual renunció para así poder salir como peregrino mendicante en busca de respuesta a los problemas del destino humano. Se cuenta que en su juventud, viendo tanta miseria a su alrededor, decidió dedicar su vida a conseguir respuesta a los tres grandes interrogantes: ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿A dónde vamos? Esta decisión fue resultado de cuatro sucesos notables,  que algunos aceptan como hechos literalmente acaecidos y que otros califican de visiones que se le hicieron percibir a fin de que no pudiese olvidar el magno ministerio para el cual vino al mundo. 

El primero de estos misteriosos acontecimientos le obligó a poner su atención sobre el problema de la vejez, la enfermedad y la muerte. "¿Por qué envejecemos?" preguntó; pero nadie pudo responderle. ¿Cuál es el origen de la enfermedad, que súbitamente y sin razón aparente, marchita la vida y priva al hombre aún de una temporal felicidad? ¿Qué es esa forma silenciosa y fría yacente en el lecho de muerte? ¿Muere allí la conciencia? ¿Es la muerte el fin de todo, o es una liberación, un portal que se abre hacia otra mansión más allá?". El joven príncipe meditó hondamente sobre esos problemas, mas no pudo hallar respuesta. Entonces sobrevino la cuarta visión, siéndole revelada la imagen de un santo, de apacible y calma faz, con la certeza de la inmortalidad en el alma. Así le fue mostrado al príncipe, con el ejemplo del humilde mendicante, que la paz y la comprensión eran la verdadera felicidad. 

Impulsado por las grandes necesidades de los hombres, el Príncipe de la India abandonó silenciosamente su palacio y dejando atrás todo terrenal apego, marchó pobre y solo entre montes y valles del Hindostán, interrogando a todos cuantos se ponían en contacto con él si podían arrojar alguna luz sobre el misterio de la vida humana. Nunca obtuvo respuesta. Los sabios argumentaron y filosofaron sobre muchas cosas, pero ninguno pudo desatar el nudo del destino humano. Mortificó su carne, y por sus ascéticas austeridades cobró gran fama de santo. Oró, ayunó y marchó rodeado de discípulos que lo adoraban por su incansable celo y su notable valor. Finalmente, debilitado por la desnudez, atormentado por el severo ascetismo y desnutrido, su cuerpo se abatió y, de pronto, el joven peregrino fue consciente de que todo su ardor y automortificación no lo habían llevado a ninguna parte, que estaba tan lejos de la solución como cuando vivía ocioso en el palacio de su padre.

 De resultas de tan franco diálogo consigo mismo, Gautama pidió alimentos y los comió con deleite. Inmediatamente lo abandonaron sus discípulos, y el ídolo de la India se desplomó de su sitial. El gran santo había comido como lo hacían los pecadores. Abandonado y acosado por la incertidumbre, siguió andando, tentado por los demonios de los mundos inferiores y debilitado por el reconocimiento de su propio fracaso. 

Finalmente, débil y abandonado, Gautama se cobijó bajo el amplio ramaje del Bo, donde tomó la firme decisión de permanecer hasta solucionar definitivamente por si mismo los problemas que lo atormentaban. Lentamente, a medida que las horas pasaban, una gran paz iba descendiendo sobre él. Su mente, ya no más atrapada por la angustia y la duda, se iluminó. Gradualmente se fue elevando sobre los mundos del espacio y pudo abarcar así claramente todo el drama de la existencia humana; vio tanto las causas de las cosas como su remedio. Los demonios que le habían acuciado hasta entonces, se doblegaron ante él en reverente adoración. La Naturaleza toda se regocijó. Los dioses dispensaron sus bendiciones y el Instructor del Mundo quedó ya ordenado para su ministerio. Fue entonces que el Príncipe Gautama se convirtió en el Señor Buddha. Perfecto en sabiduría y en comprensión, libre del velo de la ilusión, se levantó de su asiento bajo el ramaje del Bo y partió a predicar el evangelio de la liberación. Atravesando la antigua Benarés, se detuvo en la aldea de Sarnath, donde se encontró con cinco de los discípulos que le había abandonado, les persuadió que le escucharan y allí, sobre un montecillo, rodeado por aquellos cinco, el Señor Buddha predicó su primer sermón e hizo los primeros cinco conversos de lo que posteriormente habría de ser la religión más difundida del mundo. Durante un lapso de más de cuarenta y cinco anos, predicó el evangelio de la iluminación, que él llamaba la  filosofía del Sendero del Medio. Él condenó todos los extremos; abolió la mortificación de la carne e instruyó a sus discípulos en una grandiosa filosofía moral, que tiene tanta validez hoy como el día en que se predicó por vez primera. Impulsó el giro de la rueda de la ley y es hoy reconocido como uno de los grandes benefactores del mundo. Finalmente, después de más de ochenta años de servicio para la humanidad, dejó este mundo, rodeado de sus discípulos , siendo las siguientes sus últimas palabras: 

"Parto ahora al Nirvana; mis preceptos os dejo. Los elementos del Omnisapiente se disgregarán, pero las Tres Gemas perdurarán. Monjes, os digo que, habiéndose de disolver las partes y los poderes del hombre, trabajéis con diligencia por vuestra salvación".

 (Las tres Gemas son: la vida del Buddha, la enseñanza del Buddha y la Orden del Buddha). 

Así se cerró el ciclo de la existencia terrenal de una de las más maravillosas almas que hayan jamás luchado para emancipar al género humano de las limitaciones de la ignorancia, que vivió y confió su alma a la filosofía en la que había adoctrinado a los demás. El Buddha vivió para ver a la religión fundada sobre su doctrina alcanzar una posición de influencia y poder. Se cuenta que Él mismo quemó su propio cuerpo en la pira funeraria después de fracasar todas las tentativas por encenderla; sus cenizas, divididas en ochenta mil partes por el emperador Asoka fueron llevadas a todos los ámbitos del mundo conocido, y para contenerlas, erigieron magníficos monumentos, dagobas y torres aquéllos que amaron sus enseñanzas. 

Baste lo dicho en lo que concierne al hombre, y consideremos ahora el espíritu del Buddhismo, mucho más antiguo e intrincado que el humilde ser que lo manifestara entre los hombres. 

Buddha, el Compasivo, quien después de haber dominado los deseos inferiores de vivir abrió en si mismo el Ojo Buddhico, tal como lo relata la leyenda del árbol Bo, estableció, finalmente, que dos grandes leyes eran la verdadera clave del, misterio del ser, y han llegado hasta nosotros con el nombre de Ley de Reencarnación y Ley de Karma. Se dice del mismo Buddha que Él recordaba más de quinientas de sus vidas terrenas anteriores. Sobre los muros de uno de sus templos en Java hay una serie de relieves esculpidos en la roca que se supone representan todas sus apariciones sobre la tierra desde la época en que Él era una tortuga marina. Sus discípulos gustaban tanto en señalar su grande y sincera devoción por el prójimo que aún lo reputaban como amigo del hombre en su encarnación como tortuga, al describirlo guiando hacia tierra a un grupo de marineros náufragos. Pocos son los que han merecido el titulo de "Amigo de la Humanidad", pero en Oriente nadie discute el derecho del Señor Buddha a ser llamado el gran humanitario, el gran reformador religioso y servidor de la humanidad. 

Los buddhistas enseñan que la vida de un gran liberador tipifica un conjunto de ciertos procesos espirituales que se verifican en el cuerpo humano y ciertos aspectos de nuestra siempre evolucionante conciencia. Se ha supuesto que todos los semidioses y criaturas celestes del mundo antiguo no solamente personificaban grandes fuerzas de la Naturaleza, sino que también ciertos principios fijos en la constitución del alma humana. El Buddha simboliza el esfuerzo y el peregrinaje de todo buscador de la verdad, y también la interna conciencia espiritual en la búsqueda de su perdido trono y desde el cual, algún día, regirá la naturaleza del hombre.

 El espíritu humano es como un humilde y errabundo mendicante, buscando sabiduría en la superficie de los mundos inferiores, ascendiendo con la vista fija en las altas cumbres nevadas, sosteniendo su platillo limosnero o lota, no para recoger monedas sino aquellas aguas de vida que son imprescindibles para el crecimiento del alma. 

Se nos cuenta, que cuando el Buddha marchaba errante, desposeído y solo,  necesitando vestimenta, entró en un cementerio, tomó la andrajosa mortaja de un cadáver, hecha con tela amarilla. En Oriente está muy difundido el manto amarillo, que ha pasado a ser universalmente aceptado como la vestimenta del monje buddhista. Una vasta organización ha adoptado como símbolo la mortaja que el Maestro tomó del muerto, y así surgió la Hermandad del Manto Amarillo, en honor del amado Maestro, y cuyos miembros se sienten enaltecidos e inspirados por el privilegio de usar una vestidura copiada de la que el Señor Buddha había tomado del cementerio. Más de un místico oriental aspira a hacerse merecedor de usar tal vestimenta. Mientras tanto, se prepara para tan magno día, y peregrinando por tierras desconocidas también lo encontramos con su trenza que usa para ceñir su vestimenta o que, rodeando su cuello, desciende hasta su corazón. Como él es un místico, alguna vez trepa por esa cuerda mística mucho más fuerte que cualquiera de sus trenzas y que está compuesta por su espíritu, su mente y su cuerpo, entrelazados en una sola cuerda lo suficientemente recia como para soportar a su conciencia en tanto asciende, dejando atrás el ruinoso templo del hombre inferior.

 El manto amarillo representa las energías vitales transformadas que, irradiando a través del cuerpo vital, forma en torno suyo un halo de dorada luz. Nunca habrá un cristiano demasiado bueno como para usar una dorada vestimenta como aquélla a la que el Buddha ganó el derecho de llevar, pues el manto amarillo simboliza el aura luminosa que los cristianos pintan en torno a la cabeza y el cuerpo de sus santos, el traje nupcial del que San Pablo hablara. Somos todos príncipes de la India, sin consideraciones de nacionalidad o credo, y cada uno de nosotros algún día abandonará el reino de la tierra, tal como lo hizo el Señor Buddha, para ir en busca de aquella eterna luz que es la vida del hombre. 

Más allá de la naturaleza inferior del hombre, de aquella parte de su constitución que siempre quiere comodidades, gratificación de sus deseos y que corre tras la felicidad momentánea, existe un reino por el cual todos habremos de renunciar al predominio de aquella inferior naturaleza. No habremos de abandonar nuestra mundanalidad por obligación, sino porque descubriremos que existe algo más importante, algo más permanente y más deseable. Alguna vez, como el joven príncipe, percibiremos el desdichado y triste destino de aquéllos que viven atrapados en los mundos inferiores y sentiremos la necesidad de desechar esas cosas y de buscar tesoros eternos. Entonces también nosotros abandonaremos la regia vestimenta del materialismo e iniciaremos nuestro peregrinaje hacia las altas cumbres que llevan a las mansiones de los Adeptos, entre los despeñaderos de los Himalayas. También nosotros leeremos el mensaje del loto y habiendo visto la gloria de sus flores abiertas, reconoceremos que no somos más que pimpollos esperando el tiempo en que habrán de florecer con la gloria de la despertada conciencia. Así, el Buddha, aún no bautizado por el grandioso poder de la verdadera iluminación espiritual busca, bajo todos los climas y a través de todas las regiones, la respuesta al problema de la conciencia humana. Errando por las grutas de la India septentrional, fue de uno a otro adepto, pero su búsqueda fue vana, hasta que, finalmente, y dentro de si mismo, encontró la respuesta al eterno interrogante. Su propio cuerpo, purificado por la oración y la meditación. que en esta esfera de conciencia es servicio y cotidiano dominio de los problemas, habíase eterizado tanto que irradiaba la dorada luz interior del espíritu y aparecía como ataviado por vestimenta que ningún rey podía comprar. El gran ojo - duplicado esotérico de los órganos físicos - se abrió y le fue dado ver la respuesta de todo humano problema; respuestas que evidenciaban la divina omnipotencia y la omniabarcante guía de un Dios justo y misericordioso.

 Lo mismo ocurrirá con todo individuo cuando él - o mejor dicho, su foco de conciencia - reposando bajo el árbol Bo de su columna vertebral, domine las etéreas y tentadoras formas que acuden a quebrar su silencio. Entonces, liberada su conciencia de los cuerpos inferiores y abierto el ojo del espíritu luego de su peregrinaje, verá el gran plan dentro del cual tiene su ser. Hace millones de años, cuando la inicial oleada de vida se agitó por vez primera sobre nuestro planeta, contemplamos la manifestación de un eterno peregrinaje que, millones de años después continuaba a través de formas que no podríamos reconocer; y millones de años en el futuro estaremos aún justificando al eterno peregrino, en busca de mayor y más plena comprensión, y en la apertura de cada nuevo ojo nos trae la certeza de otros aún dormidos y el desarrollo de cada nueva facultad nos muestra más claramente aún el gran número de facultades todavía latentes.

Se dice que el Buddha era llamado el león. El león es el rey de los animales, y durante muchos siglos todos los miembros de la familia de los gatos, de la cual es miembro el león, han sido considerados como sagrados. Hay dos razones para ello. La primera es que cuando el gato yace arrollado sobre si mismo, generalmente con la cabeza tocándose la cola, y teniendo en cuenta las corrientes magnéticas especiales que circulan a través del cuerpo de un gato, se lo imaginó como un símbolo del universo y las corrientes espirituales que se desplazan en torno y a través de él. De ahí que la familia de los felinos era considerada como sagrada por los sacerdotes egipcios de Bubastis, especialmente los gatos tricolores. La segunda razón para su veneración es la facultad que se atribuye a todos los gatos de ver en la obscuridad, simbolizando entonces la visión espiritual, capaz de ver en las tinieblas de los mundos inferiores. Hay una tercera razón por la cual, tanto el Buddha como el Cristo, eran llamados leones; el león es el símbolo del valor, y aquéllos que carecen de valor bien pronto abandonan la gran lucha por la iluminación espiritual.

 Las estatuillas e imágenes del Buddha que pueden verse en la actualidad en las vidrieras muestran usualmente al Señor del Loto con una pequeña bolilla dorada en la frente, entre los ojos; esto simboliza al centro de la conciencia espiritual en actividad, o chispa divina en el hombre que es ubicado en el seno frontal, entre los ojos físicos, justamente encima de la raíz de la nariz. También en muchas imágenes encontraremos símbolos que vale la pena estudiar; por ejemplo, los hermosos pimpollos y flores que aparecen bordados en sus vestiduras y que representan, sin duda, los centros espirituales, activados y rotando dentro de su aura. En muchas estatuas vemos que una de las manos del Buddha señala hacia arriba y la otra hacia abajo. Uno de los cuadros más famosos que representan a Platón y Aristóteles muestra a uno de los filósofos señalando al cielo y diciendo: "Hemos nacido del cielo" y el otro, señalando hacia abajo, respondiendo: "Hemos nacido de la tierra". En el Buddha, el equilibrio entre ambas actitudes y el Sendero del Medio está simbolizado por sus manos, una de las cuales pide arriba y la otra ayuda abajo. En otras imágenes lo vemos con sus manos formando un amplio círculo sobre su regazo, y sus pies cruzados debajo de ellas. Esto simboliza el completamiento de los dos grandes circuitos de energía actuantes dentro del cuerpo humano, ambos forman la figura del número ocho, o la extraña figura trazada por la naturaleza en la cabeza de la cobra. 

Si bien hace siglos que Gautama dejó esta tierra, poca duda cabe de que los adherentes de su religión sobrepasan en número a los de cualquiera otra. En los últimos años, numerosos cristianos han abrazado la fe budista, como resultado de una más auténtica comprensión, pues el hombre promedio no advierte que el Cristianismo, como doctrina, incluye a todas las demás religiones. Mucho de la amplitud del Cristianismo se ha perdido por la estrechez de algunos que se llaman a si mismo cristianos, pero tiempo vendrá en que cada estudiante de la verdad se regocijará de encontrarla en todas partes y  comprenderá que el conocimiento que un cristiano puede obtener de las religiones que precedieron a la propia, si se utiliza adecuadamente, le ayudará a ser mejor cristiano. 

En las enseñanzas de todos los Iluminados se encontrarán muchas conexiones que han sido omitidas, o mejor dicho, ocultadas por individuos de estrecha mentalidad y sin las cuales el Cristianismo resulta algo demasiado complicado para el hombre común. El Buddha fue uno de los hijos de la Gran Luz; fue enviado por la Gran Fraternidad Blanca para actuar entre los hombres. Desempeñó fielmente su tarea de mensajero de los poderes de la luz y, sin distinción de credo o doctrina, todo el mundo debe rendir homenaje a esos altruistas seres que han trabajado por su mejoramiento. Pocos son los que han renunciado a tanto en nombre de la Verdad como el Príncipe Siddhartha, y en sus enseñanzas expuso, sin retaceos y sin temores, las verdades en que creía. Así como Jesús desgarró el velo del Templo de Jerusalén y dio a toda la humanidad los misterios de la creación, así también el gran Buddha, la Luz de Asia, desgarró el velo del templo de Brahman y llevó a los pobres y a los humildes, a los sudras y a los esclavos, aquellas verdades que ahora se han difundido sobre más de los tres cuartos del mundo conocido. Oriente lo ama por todo el bien que hizo, abriendo los portales de la inmortalidad a los pobres y a los humildes, transformando el ciclo de la esclavitud en ciclo del progreso. En épocas pasadas, los sacerdotes buddhistas, fueron hacia Birmania, Corea, Japón, China, Java, Siam y muchos otros países, difundiendo la doctrina de compasión y de fraternidad entre millones de almas dolientes. En vez de convertir con la espada, el Buddhismo se expandió convirtiendo mediante el amor y probó que las cosas pueden crecer en la paz y prosperar mediante la cooperación, y su fe se integra con una serie de doctrinas educativas que ayudan a los hombres a desarrollar sus propias facultades aún latentes. 

Cada cual debería sentir qué cosa maravillosa es ser capaz de auxiliar a los que sufren. Hoy todavía somos los peregrinos, los mendicantes, que luchan en la vida buscando la verdad; estamos donde estuvo Gautama en la época de su gran renunciación; ante nosotros, se extienden los dos senderos, el del egoísmo y el de la mortificación, y en medio de ellos se yergue el Señor Buddha, el radiante instructor del Sendero del Medio, quien sabiamente se ubicó entre ambos perjudiciales extremos, practicando el desapego y la moderación. ¿Cuál será entonces nuestra elección? 

La Gran Fraternidad Blanca, la Escuela de los Grandes Maestros, actúa sobre el hombre mediante sus semejantes, no por medio de ángeles del cielo y al dedicar nuestra vida al servicio del prójimo es cuando nos convertimos en posibles canales para la transmisión del bien, permitiendo que el poder de la luz haga uso de nosotros.

Cuanto más nos mejoremos a nosotros mismos y más desarrollemos nuestras latentes posibilidades, con aquella divisa y aquel propósito de servicio como pensamiento guía, tanto más próximo habrá de estar el día en que el espíritu del Cristo o del Buddha descienda sobre nosotros y, de canales inconscientes, nos convirtamos en vehículos conscientes para la difusión de la verdad entre los hambrientos de ella que hay en el mundo. Deberemos realizar esta diseminación de la sabiduría mediante el empleo de las facultades que habremos desarrollado a lo largo de nuestro peregrinaje. 

Cuando pensemos en ese Maestro de Adeptos, veámonos en Él a nosotros mismos con las ropas del mendicante y esfonzándonos por cambiar las vestimentas de nuestros cuerpos inferiores por el dorado manto del Buddhado, que habremos comenzado a entretejer desde el momento en que nos libremos del poder mortal de la ilusión. Comprendamos que, tal como el Príncipe de la India, debemos llevar nuestro pequeño cuenco de mendicante, pidiendo limosnas eternamente, clamando por guía, fuerza y verdad, y rogando para que podamos recoger en la pequeña copa de nuestra alma, y preservarlas en ella para gloria de Dios, las energías y fuerzas vitales que ahora derrochamos insensatamente en medio de la incertidumbre. 

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Manly Hall – Las Enseñanzas del Glorioso Buddha 

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