lunes, 30 de noviembre de 2015

La cura de la enfermedad




LA CURA DE LA ENFERMEDAD

 Si con el avance de los años usted se descubre víctima de aquellos achaques que agotan el vigor natural, y le parece que a la vida le falta su sentido de bienestar, tenga cuidado con la mente y busque en ella la posible raíz del desequilibrio. Si los paliativos aplicados por la materia médica no logran extirpar el mal, entonces hay doble motivo para pensar que la causa del mismo se refiere a un pensamiento o una acción erróneos y perniciosamente orientados. 

En primer lugar, a través de un análisis de su carácter, establezca, en lo posible su enfoque del mundo en general y las características de su medio ambiente inmediato. ¿Son edificantes sus reflexiones sobre los incidentes cotidianos? ¿Le parece que la vida es buena, digna de ser vivida, o acaso sus riesgos lo abruman de pesares y lamentos hasta el extremo de que, como dice David, el alma acaba por disolverse en un exceso de languidez? ¿Se considera usted víctima de los demás o, rechazados sus esfuerzos por hacer el bien, ha endurecido su corazón, explotando a sus semejantes y traficando con su credulidad? ¿Capta usted los subyacentes lazos de unión entre todos los órdenes de la existencia, o el odio y el miedo lo han aislado, bloqueando sus sentimientos de compasión, ternura y afectos bien elegidos? En casi todos los casos, el paciente descubrirá alguna falla constitucional, alguna irritación crónica, que, al invadirlo lentamente en los años de juventud, se ha fortificado a causa de los inevitables sufrimientos de la vida, hasta obsesionar, finalmente, el intelecto, formando una catarata sobre el ojo del alma. 

Si bien no todas las enfermedades pueden adjudicarse a estos reflejos mentales, también es invariablemente cierto que dichas predisposiciones mentales producen ciertos fenómenos físicos perniciosos. El cuerpo o la mente, inevitablemente se quiebran bajo la presión de dicha morbosidad. Sólo hay una cura: reestructurar el entendimiento sobre nuevas bases, desarraigando de la naturaleza todos los prejuicios anteriores y estableciendo una normal circulación del pensamiento. Así como el agua estancada se pudre rápidamente y se convierte en medio fértil para la enfermedad, de la misma manera, cuando se impide la circulación natural de los pensamientos por efecto del anquilosamiento del raciocinio, dichos pensamientos engendran bacterias intelectuales que no sólo infectan al individuo, sino que además contagian a todo el que ingresa a su esfera de influencia. 

Cuando alguien enferma de un mal contagioso, lo ponemos en cuarentena, y tomamos toda serie de precauciones para evitar nuestro contagio. Se hace gran despliegue de desinfección, cambios de ropas, y en algunos casos hasta se emplean máscaras, en salvaguarda contra los gérmenes virulentos. Y, sin embargo, cuánto más perniciosas son aquellas enfermedades mentales contra las cuales resultan inoperantes los habituales métodos de desinfección. 

Insistimos: qué raro resulta el hecho de que no se aísle a los individuos afectados por ciertas morbosidades del entendimiento, permitiéndoles contagiar a otros con su enfermedad, con absoluta autorización estatal. Se encarcela a los insanos violentos, si manifiestan tendencias homicidas, cleptomanía o paranoia. Pero hay enfermedades mentales mucho más peligrosas que la llamada insania. Surgen en intelectos mórbidamente brillantes, cruelmente sanos, tan dañinamente incólumes, que ni la razón ni el derecho pueden contrarrestar su influencia. Analicemos brevemente la llamada escuela realista de la filosofía. Sus partidarios no son técnicamente insanos, pero cuando se la toma al pie de la letra, su posición es, indudablemente, una enfermedad intelectual. La ponzoña del realismo se manifiesta como un irresistible impulso de inyectar en los  demás una actitud pesimista hacia todo aspecto de la existencia. Dicha morbosidad se reproduce, hasta que esas personas llegan a convencerse de que lo peor es legítimo; que el mal, como instinto natural del hombre, debiera ser endiosado y aceptado como el origen de todo impulso. Ya es suficientemente perjudicial el que las personas sustenten ideas tan equivocadas, pero todavía son peores las fatales consecuencias. Nadie está conforme hasta no comunicar sus convicciones a todos los que están bajo su círculo de influencia. Peor aún, nos sentimos positivamente desgraciados hasta el momento en que nuestros semejantes comienzan a parecérsenos. Una vez que hubimos contagiado una cantidad suficiente de seres humanos, nos consideramos profetas.

 Hubiera llenado de júbilo el alma de un moderno legislador la siguiente costumbre de los antiguos egipcios. Abrieron un campo ilimitado, puesto que reglamentaban los sentimientos humanos aunque éstos no hubieran provocado crímenes reales. Por ejemplo, la autocompasión era un pecado capital que podía perjudicar el alma; la pena excesiva era ilegal, porque quien sufría inmoderadamente podía esparcir miasmas perjudiciales para el espíritu del pueblo. Por lo tanto, los egipcios pudientes eran despedidos en sus tumbas por los alaridos de lloronas alquiladas, que se golpeaban el pecho, se tiraban de los pelos, llevaban ropas alquiladas y derramaban ríos de lágrimas fingidas: como retribución por el pago.

 Es posible que hoy haya muchos individuos con mentalidad igual a la de aquellos antiguos aristócratas, para quienes los excesos emocionales les eran tan ajenos que necesitaban alquilar quienes pudieran expresar esas emociones en el lugar de ellos.

 Los norteamericanos son gente morbosamente sentimental. Ajeno a la auténtica profundidad de los sentimientos, el norteamericano término medio sustituye la intensidad afectiva verdadera con falsas emociones derivadas de trivialidades, y magnificadas, más allá de cualquier medida, por la imaginación y la autocompasión. Por ejemplo, un asesinato, convenientemente detallado en el periódico, puede mantener el interés de un ciudadano mientras coma su desayuno de tocino con huevos. Un rapto bien comentado aliviará la monotonía de un lavado de platos; y un buen suicidio proporciona material de conversación sobre las tazas de té durante una reunión de bridge. ¿Diremos que el norteamericano está demasiado hastiado, o simplemente aburrido por su constante reflexión sobre la estupenda importancia de si mismo? ¿No es acaso lógico reconocer que nosotros mismos podemos volvernos anormales por la contemplación de tales expresiones de crimen como estímulos emocionales?

 No puede darse la profundidad de sentimiento independientemente de la hondura del conocimiento. Sólo los auténticamente sabios son capaces de sondear los abismos del sentimiento, o de alcanzar la cima de la expresión. A medida que va madurando el conocimiento, descubrimos que, mientras se conserva la sensibilidad necesaria para la profundidad afectiva, las reacciones concomitantes pierden violencia y ganan en moderación, siendo transmutadas por el sabio en elementos de belleza. Recordemos cuando Diógenes, al ser insultado en cierta ocasión, discutió consigo mismo respecto de la conveniencia de enojarse. Habiendo decidido que era el momento indicado para hacerlo, se quedó perplejo al descubrir que había olvidado cómo enojarse. 

La autocompasión, tan común en esta época, al parecer surge de condiciones ambientales defectuosas. Estamos obsesionados con la convicción de que la felicidad se da como resultado de la posición acomodada, y que mucho dinero confiere el máximo de comodidades. Solamente el hombre pudiente puede conocer plenamente la falsedad de esta premisa, circunstancia que movió al satírico Bernard Shaw, a escribir su conmovedora defensa del capitalismo, con la cual buscaba atraer la simpatía hacia el incomprendido y maltratado hombre de dinero. Tener no es siempre sinónimo de poseer. La autocompasión se basa en juicios relativos, y un hombre que tiene menos que su vecino puede llegar a morir prematuramente lamentándose de la crueldad de su destino. Tengo menos que mi vecino; por tanto, soy por fuerza miserable. 

En esta época en que las industries de productos esenciales han sido explotadas al máximo, gran parte de la población está, en consecuencia, comprometida en la producción de productos superfluos que la propaganda internacional impone como indispensables. Como resultado de ver continuamente avisos y carteles sobre nuevas "maravillas", un individuo que aparentemente estaba bien a lo largo de muchos años, de pronto cae víctima del trabajo psicológico de la propaganda y se da cuenta de que durante todo ese largo período de su vida ha sido un pobre hombre, porque cuando niño, no tuvo un cochecito de cojinete de bolas. A quienes son incapaces de reconocer la felicidad como una actitud mental y no un asunto de acumulación, les recomendamos que mediten acerca del relato tan bien contado por Lawrence Tibbett del hombre feliz al que le ofrecen diez mil dólares por su camisa, pero que desgraciadamente no poseía ninguna.

 Algunas personas nacen con un indestructible sentido del humor; no hay peso de las circunstancias capaz de deprimirlos al punto de hacerles perder de vista la innata bondad de las cosas. Dichas personas no sólo conquistan popularidad en su juventud sino que además, a lo largo de toda su vida son queridos y respetados por todos. Si pudiera ser llevado por Mercurio a un lugar muy alto, ¿Podría usted mirar hacia abajo y "contemplar, como los antiguos sabios, las ciudades como si fueran innumerables colmenas de abejas, cada abeja con su aguijón y ocupadas sólo en clavárselo mutuamente, con algunos moscardones ejerciendo el dominio sobre las demás, más grandes que el resto, algunos como avispas ladronas, otros actuando como zánganos? ¿O debe usted ser muy personal y por tanto muy pobre?

 Todas estas digresiones aparentes, guardan sin embargo relación con nuestro tema. La insatisfacción es una enfermedad; la pesadumbre es un cáncer mental; el odio, una fiebre de la razón, y cada exageración del pensamiento es una causa potencial de enfermedades físicas. La tuberculosis es afín a la melancolía, pues en ambos casos el individuo se consume. La ira provoca infecciones; el miedo inhibe las actividades funcionales, el rumiar amores no correspondidos y el alimentar sentimientos de animadversión afectan el corazón de diversas maneras; si una pena o una preocupación pueden encanecer la cabeza en una sola noche, ¿cómo no va a producir la infelicidad, parálisis, apoplejía, cáncer, desórdenes y dolores ocultos? La egolatría afecta el bazo; el malhumor ataca el hígado; el orgullo carga con ácidos la sangre; la desesperación afecta los riñones; la hosquedad arruina la digestión; los agravios profundamente ocultos trazan arrugas en el rostro, y la codicia menoscaba la vista. 

Actualmente, las glándulas son consideradas, en cierta medida, como determinantes de la manera de ser, de modo que el hombre pensará de acuerdo con sus glándulas endocrinas y tendrá tanta ecuanimidad cuanta secreción adrenalínica. ¿Qué son, sin embargo, estas glándulas si no focos de las cualidades suprafísicas? Tan cierto como que los optimistas engordan y los pesimistas enflaquecen, y así sus modalidades temperamentales se notan a la distancia, así también la voz, los ademanes, la mirada, el arrastrar los pies, la inclinación de la cabeza: todos estos detalles revelan las cualidades ocultas que impulsan la vida.

 Se dice que el alma de un hombre se refleja en el apretón de manos, pues éste difiere tanto como los rostros. Contémplese usted el rostro, preste atención a su propia voz, examine el conjunto de su aspecto físico, y descubrirá muchas cosas. Todas las cosas están determinadas por simpatías y antipatías. Los hombres grandes son generalmente tolerantes, así como los bajos son intolerantes, pues lo que les falta en tamaño lo compensan con agresividad. A través de un análisis de su físico, usted puede, de  acuerdo con la fórmula pragmática, determinar su naturaleza íntima por las circunstancias que de ella derivan. Una vez que se conoce esta verdad, sólo hay un paso para acertar el remedio. Pero, como decía Hamlet, "Ah, he ahí lo difícil". 

Las mismas tendencias que han producido la enfermedad y desviado la naturaleza total de la normalidad, al mismo tiempo, han torcido hasta tal punto la índole racional, que ni percibirá el error mismo ni seguirá los consejos de otros. Un infalible síntoma de irracionalidad consiste en rechazar instintivamente lo que difiere de nosotros. Sólo el verdadero filósofo puede juzgar con justicia aquello que condena para si. 

Demasiado a menudo nuestras opiniones se convierten en el criterio para juzgar lo bueno y lo malo; nos adherimos a lo que sustentan nuestras ideas y rechazamos todo lo demás, como no valido, ni digno de tenerse en cuenta. Por consiguiente, el melancólico está ciego respecto de su enfermedad, y declara que le gustaría mucho ser alegre si pudiera descubrir razones para mejorar su humor. No se da cuenta de que su propia melancolía lo ha cegado al espectáculo del eterno bien que sólo pueden negar quienes prefieren no verlo, a favor de pasiones inferiores. El que adolece de autocompasión dirá: "¿Por qué me dicen que me aparte de mis sufrimientos? ¿Por qué me señalan el ejemplo de los felices'? Saben muy bien que si éstos hubieran sufrido como yo, estarían en el mismo estado". Sin embargo, esta misma persona no quisiera cambiar su lugar por el que ocupa el que está feliz; pues no es la desgracia la fuente de la autocompasión, sino la manera cómo se enfrenta la desgracia. Todos sufrimos más o menos lo mismo, unos de una manera, otros de otra. Algunos, elevándose victoriosamente por encima del sufrimiento, alcanzan la tranquilidad de espíritu, mientras que otros corroen su manera de ser en medio de un infierno desgraciado, donde permanecen blasfemando contra su suerte y envidiando la sonrisa de otros rostros. Desde el punto de vista psicológico, es mucho más fácil sonreír que enfurruñarse, pues para esto último se emplean muchos más músculos. Sin embargo, el descontento es nuestro impulso obsesivo, y nuestros músculos de la sonrisa simplemente se atrofian por falta de uso.

 Todos somos víctimas de las circunstancias, pero algunos de nosotros permitimos que las circunstancias nos sacrifiquen. Es la vieja historia de las dos manzanas que crecían juntas: una de ellas maduró hasta alcanzar un aspecto rosado tierno y apetitoso; la otra se marchitó y agrió, hasta que finalmente se desprendió del Árbol y se pudrió. La experiencia es un impulso otoñal por el cual se cosechan los frutos de la vida. Algunos maduran en el proceso mientras que otros se echan a perder. Hay, sin embargo, una sola excepción en esta analogía entre hombres y manzanas; las manzanas se agusanan por necesidad, los hombres, por opción. 

Existen, pues, los castigados por la adversidad que, aparentemente, han nacido bajo el signo de un total eclipse de la esperanza, y que han tolerado la existencia sólo porque les ha faltado el coraje para ponerle fin. Están los que se llaman a si mismos hijastros del destino, considerándose las predestinadas víctimas de toda posible forma de injusticia. Si por casualidad (y la casualidad es más imparcial de lo que generalmente pensamos), llega a ellos la buena suerte, también la consideran como otro motivo de aflicción, como precursora de otra nueva calamidad. Dichas personas jamás pueden gozar de buena salud, puesto que en su constante anticipación de desastres, crean un vórtice de miseria y eventualmente, aquello que temen se precipita sobre ellos. 

Todos nosotros vivimos en un remolino de problemas imaginarios, y construimos o destruimos nuestras vidas según nuestras reacciones frente a aquellas fantasías que nos acusan. No podemos hacer nada mejor que recordar estas famosas palabras del Bhagavad-Gita: "Sólo quien es equilibrado en el dolor y en el placer, esta preparado para la inmortalidad". Recordemos esto: La resignación patética a infinitos achaques es el fracaso más incurable. ¿Hay algo más desdichado que ser mártir de errores? 

Reforzado por abundantes suspiros, adecuados sermones sobre la abnegación, y la elevación del yo como suplente de Job; todo este morboso enfoque contaminará la sangre, perturbará las funciones físicas, y eventualmente, conducirá a la víctima hasta la puerta de un hospital. 

Pero quién se reconocerá como tal persona; probablemente sólo algún individuo, de vez en cuando, super sincero, a quien no cuadran del todo las acusaciones correspondientes. Resulta peligroso escribir libros o predicar sermones para los escrupulosos: siempre se adjudican lo que no les corresponde. Se parecen a aquel enfermo que, no sabiendo la cantidad de medicina que debía ingerir, la tomó toda de golpe y murió con la cura. Conviene seguir la siguiente regla: Si usted piensa que algo le cuadra es probable que no sea así; si está seguro de que no le es aplicable, probablemente si le cuadre.

De modo que, habiendo establecido, en primer lugar, y con toda la honestidad posible, el rumbo y virulencia de las tendencias naturales, cada uno debe asumir por si mismo la tarea de poner su propia casa en orden: de extraer acuerdo del desacuerdo; de restaurar lo antinatural al plano de lo natural. ¿Cuál es, entonces, el estado natural del individuo? Después de nombrar tantas anormalidades, ¿cómo definiremos la normalidad? Aristóteles afirmaba que la naturalidad era el medio propicio a todas las cualidades: no demasiada cantidad de una, sino lo suficiente de cada cualidad. Todos los vicios antes mencionados surgen de algún extremo, y cuando se desvanecen las exageraciones, la mayoría de las perturbaciones desaparecen con ellas. Las normas sociales, políticas y religiosas que rigen nuestras vidas son, en su mayor parte, desesperadamente perniciosas, y quienes se ajustan a ellas pueden estar seguros de acumular indescriptibles males. El mayor acercamiento al estado normal es el del niño, con esta sola modificación: que, al determinar el ideal, la filosofía debería sustituir la espontaneidad y optimismo de la infancia con la sola virtud de la integridad. Un hombre puede ser sabio y al mismo tiempo, humilde, sincero, espontáneo, comprensivo, generoso, cariñoso, amable, sano, natural, franco y sencillo. No necesita hacer ostentación de su proeza ni tratar de impresionar con el ruidoso trueno de su erudición. Su mente no necesita retumbar como un carro tirado por bueyes. Puede ser directo en sus relaciones, libre de todos los subterfugios y equivocaciones de los sofisticados. Puede encontrar placer en las cosas inocentes e insignificante, y, como el niño, levantar sus castillos de humo e insuflarles el hálito de la realidad.

 Cometemos el triste error de crecer; creemos que la madurez debe estar abrumada por un sentido de dignidad y un exceso de charla intrascendente. Nos convertimos en esclavos de la moda y del capricho, terminando por aceptar nuestros malestares como si fueran inevitables. Perdemos la virtud más inapreciable - la suprema naturalidad - porque hemos sido educados según gustos y aversiones, entrenados en antagonismos, instruidos de acuerdo con ideas perniciosas, y lanzados a la vida bajo un código de disconformidades. Vivimos acordes con lo que nos han enseñado, creyendo en la fatalidad del sufrimiento y la muerte, convencidos, demasiado frecuentemente, de que nuestro sufrimiento durará indefinidamente. No nos contentamos con poblar solamente la tierra con los males, sino que extendemos su dominio al reino espacial. En caso de que el enemigo escape casualmente a su venganza, con una oportuna muerte, el individuo maligno se consolará con la piadosa reflexión de que el universo sustenta legiones de demonios de cola bifurcada que descargarán sobre su antiguo enemigo, todo el furor de su antipatía.

 Para no ser considerados excesivamente exagerados al declarar que las afecciones del cuerpo tienen su origen en la naturaleza suprafísica, no podemos hacer nada mejor que apoyar nuestras ideas en Platón, el inmortal iniciado, quien en su Carmides dice. "todos  los males del cuerpo proceden del alma". Demócrito y Plutarco declaran asimismo, que podría fácilmente culparse al alma de molestar y, en muchos sentidos, agraviar al cuerpo, que es su instrumento. Burton escribía, para volver a mencionar a este autor, "la mente actúa realmente sobre el cuerpo, produciendo, con sus pasiones y perturbaciones, alteraciones sorprendentes, como melancolía, desesperación, una despiadada enfermedad y, a veces, la muerte misma... Todos los filósofos atribuyen los males del cuerpo al alma, que debería orientarlo mejor por medio de la razón y no perjudicarlo". Filostrato escribe: "El cuerpo es sólo corrompido por el alma". Las predisposiciones del alma y el estudio de sus fenómenos constituyen el campo propio de la psicología. Como una de las principales disciplinas derivadas de la filosofía, la psicología es definida como la rama del saber que se ocupa particularmente de los hechos y cualidades adjudicables a un origen mental. En la actualidad, sin embargo, el alma ha perdido su identidad, confundiéndosela, irremediablemente, con las sustancias intelectuales. 

Habiendo prácticamente agotado las posibilidades del mundo de las formas, la ciencia se inclina ahora al ámbito de la mente, en su afán por extender los límites del conocimiento. Puesto que lo superior controla lo inferior, la mente (o alma) es superior al cuerpo, y los impulsos del intelecto supeditan a la naturaleza física, la cual no advierte cuán perniciosas pueden ser aquellas incitaciones. Curar una enfermedad sin corregir sus causas suprafísicas inevitablemente termina en el desastre; puesto que, aunque la enfermedad desaparezca de un lugar, es seguro que reaparecerá en algún otro sitio, y continuará apareciendo hasta que se extirpe la fuente interna de sus causas, o se oriente dicha fuente hacia otros propósitos.

Así como el dolor es síntoma de enfermedad, así también la enfermedad es síntoma de irracionalidad. La enfermedad es la rebelión de la Naturaleza contra un mal intolerable. Es una entidad parasitaria mantenida a expensas de aquella otra a la cual se adhiere. Durante siglos fue objeto de discusión en los círculos filosóficos, la constitución y origen de los gérmenes, y un número considerable de ilustres metafísicos ha afirmado que las bacterias representan la concreta precipitación en la materia de los malos impulsos que continuamente engendra la mente humana. Siendo vástagos del pensamiento irracional, prosperan en un ambiente análogo, como los mosquitos en un tanque de agua de lluvia. Quitad el medio insano en el cual se reproducen, y desaparecerán por falta de sustento. Aunque el individuo afirme que su enfermedad tiene un origen puramente físico, debido a una u otra circunstancia, lo mismo resulta pertinente la verdad filosófica involucrada. Supongamos que alguien cae por las escaleras. Difícilmente podremos relacionar esta circunstancia con celos o alguna otra actitud mental abstracta. En realidad, desde el punto de vista de un materialismo, las pruebas predominantes van contra nosotros, ya que su sentido de la justicia no penetra el ámbito de la Providencia. Con todo, debe considerarse que tiene valor el enfoque filosófico, pues la actitud mental afectará profundamente la rapidez o lentitud de la recuperación del enfermo.

Es bien conocido el hecho de que la gente muere de enfermedades comparativamente insignificantes, simplemente porque no tienen deseos de vivir, mientras que otros, por un esfuerzo hercúleo de la voluntad, sobreviven a las más mortales plagas. El optimismo es un poderoso factor en la soldadura de huesos, la cicatrización de heridas, y la purificación de la corriente sanguínea; la alegría acelera todos los procesos curativos, reduce el sufrimiento, y resucita a los hombres desde sus tumbas. El pesimismo puede hacer que una simple magulladura produzca una infección que derive en una enfermedad larga y dolorosa. La universidad de Harvard está actualmente realizando exitosos experimentos en este sentido, en su llamada Escuela de Medicina social. 

 Los estoicos predicaban la insensatez de los excesos emocionales. Es patente que, una vez que se establece un ritmo perjudicial, se convierte en un círculo vicioso en el cual toda consecuencia se transforma en una nueva causa y cada causa, en un nuevo resultado o consecuencia. La mente desequilibrada o irracional, forzosamente afecta al cuerpo; el cuerpo afectado expresa sus resistencias en forma de dolores y achaques. Estos a su vez, torturan la mente, ya que aquella necesaria tranquilidad para poder confraternizar con las Musas, resulta imposible mientras la naturaleza física es torturada por el dolor. "Obstruido por los excesos pasados, el cuerpo arrastra también a la mente". (Horacio). Mente y cuerpo, arrastrándose mutuamente en su descenso, finalmente se entremezclan en la ruina común. Este círculo vicioso actúa, en diferentes grados, en todos los individuos, ya que nadie es perfecto.

Los profetas antiguos decían que no había mortal que no cobijara alguna exageración u exceso, ya que la moderación era natural solamente en los dioses. Los hombres se aproximan a las divinidades, por lo tanto, al aumentar su temperancia, pues estamos más cerca de aquello a lo que más nos parecemos. Lo igual siempre atrae a lo igual. Por consiguiente, quienes poseen tendencias animales se inclinan hacia las bestias, mientras que quienes ostentan cualidades divinas, son elevados, en virtud de dichas cualidades, hasta muy cerca de los dioses. 

Recordemos que Diógenes decía que los dioses lo eran porque no necesitaban nada, mientras que los hombres son hombres porque siempre les hace falta algo. Los dioses se auto-abastecen; los hombres tienen que sustentarse mutuamente y ser sostenidos por los dioses. Dando un ejemplo practico de su teoría, Diógenes sostenía que cuantas menos fueran las necesidades de los hombres, y cuanto menos dependieran entre si, más se parecerían a los inmortales. Por esta razón rechazó una casa y vivió en un tonel con las ratas como compañeras de lecho y los perros como invitados a su mesa. Cierto día, mientras bebía, se puso a reflexionar sobre su recipiente de agua. Súbitamente cayó en la cuenta de que los dioses no necesitaban de dichos recipientes, y de que ese cubilete era un obstáculo entre é1 y el estado celestial. Inmediatamente rompió en pedazos el vaso, declarando que las manos de cualquier hombre le servirían como cuenco para beber, y que cualquier cosa demás era un lujo sórdido que inclinaba la mente hacia la vanidad y lo mundano.

 Durante años la ciencia ha afirmado que la duración término medio de la vida debería ser de quinientos años. En realidad, resulta económicamente erróneo el hecho de que le costara tanto al hombre equiparse para la vida, si el período de actividad profesional va a ser tan corto. En el Preciso momento en que alcanza el punto en que comienza a comprender parte del misterio de la vida, se lo aleja de ese punto para enfrentarlo al insondable misterio de la muerte. 

Comparativamente, son pocos los hombres que alcanzan el hito de los setenta años, ya que responden al mandato de la muerte antes de que hayan comenzado los dorados años de la razón. ¿Por qué es la vida tan difícil y la muerte tan fácil? ¿por qué debemos luchar con tantas oposiciones para existir, y ser abatidos si descuidamos por un momento la vigilancia? Parecería como si tanto la respuesta como el remedio debieran pertenecer al futuro. Vivimos en un medio ambiente de excesos, se nos tienta continuamente a salirnos de nuestro estado de moderación y somos incitados a la avaricia, la pasión, o la desesperación ante las circunstancias cotidianas.

En el entusiasmo de la juventud, nos proponemos forjarnos un noble destino, corregir una legión de errores, y protegernos de los evidentes absurdos de nuestro sistema cultural. Sin embargo, es casi imposible que alguien pueda contrarrestar el poder de las ideas concentradas de una civilización. Ni una sola persona entre mil puede resistir la insidiosa corrosión del ejemplo y la oportunidad. Cada uno de nosotros, a su turno, cae  en el mismo camino trillado, y acepta con paciente resignación, lo que parece inevitable. Hemos creado la costumbre de morir jóvenes, y este concepto esta demasiado profundamente arraigado a la esencia del pensamiento inconsciente. Continuamos en el antiguo sendero familiar, y no haciendo caso de la moderación, por cuyo sólo efecto tendríamos asegurada la supervivencia, nos enredamos en los excesos que tienen un único fin inevitable. Deseamos morir y por lo tanto, morimos. 

El precepto bíblico que fija el límite de la vida humana en setenta años ha destruido incuestionablemente a millones de seres humanos que, o bien cumplen su derrotero o comprometen la exactitud de las Sagradas Escrituras. No queremos decir que la gente se mate deliberadamente, pero si, que han sido minados por la infección del fatalismo. Han puesto límites a sus vidas, y estas limitaciones los han arruinado. Esta es una de las acusaciones lanzadas contra la práctica de la profecía, pues sin duda el individuo término medio se convierte en agente activo en la consumación del suceso predicho. Se cuenta que un famoso astrólogo medieval había predicho el momento de su muerte. Cuando llegó la hora fatal y el hombre se encontró gozando de buena salud, se suicidó para evitar que fuera cuestionada la exactitud de su ciencia. Si el dietista puede probar la verdad de su afirmación de que los hombres cavan sus tumbas con sus dientes, el psicólogo podría también añadir que los seres humanos llenan sus tumbas con sus pensamientos. El hilo de la vida es frágil, y la mente puede romperlo, a menudo con un esfuerzo comparativamente pequeño. Poner limitaciones a la propia vida, o impedir, de un modo cualquiera, el libre curso del destino, es un grave error. 

Particularmente en Norteamérica, hemos frustrado los fines de una larga vida, intensificando hasta tal punto las costumbres y ritmos vitales, que el alma, no pudiendo soportarlos por mucho tiempo, se ve forzada a retirarse a un ámbito más armonioso y menos incómodo. Los griegos se figuraban que el alma descendía a la materia para investigar la experiencia de la vida física. Sin embargo, el medio ambiente en el cual nace el individuo común es tan frustrante desde la perspectiva de la experiencia anímica, que la naturaleza íntima del hombre encuentra pocos motivos de satisfacción en su morada física.

Lo diremos con las palabras de un antiguo maestro que había tenido la desgracia de vivir durante un período de guerras civiles, y que decía a ano de sus discípulos: "He soportado este espantoso estado de interrupción durante casi suficiente tiempo". Para quien ha racionalizado su naturaleza total y se ha comprometido con un trabajo físico provechoso, la muerte se le presenta como una evidente interrupción, tal como también la consideraba Arquímedes. Sin embargo, para la mayoría de los hombres es la única escapatoria para los excesos que hemos engendrado en nombre de la civilización.

Así como el cuerpo es, hasta cierto punto, la objetivación de la mente, también el estado político es la cristalización de una forma de pensamiento: una solidificación de los impulsos, actitudes y (con demasiada frecuencia), irritaciones nacionales. Tal cómo sucede con el cuerpo, que sufre a causa de las enfermedades mentales, de igual modo el país se consume por efecto de las enfermedades de los excesos, la guerra, la tiranía, y la legislación injusta. Lo mismo que el individuo, el estado igualmente puede enfermar; en realidad, el mundo entero puede sufrir las consecuencias de un desajuste en su imagen intelectual. La civilización misma esta enferma de muerte. Todas sus estructuras están afectadas por la intemperancia y el intelectualismo. El hombre que en ella nace es como aquél obligado a vivir en una casa apestada; es casi seguro que se contagiará si permanece en dicha casa el tiempo suficiente. El reformador, el educador, incluso el gran filósofo, son otros tantos padre Damián, que muy posiblemente, terminarán por morir a causa de la misma enfermedad que se proponían curar. Sin embargo, antes de sucumbir, cada uno de ellos habrá logrado algo a favor del bien común, y por  consiguiente, a su tiempo, ya sea a través de la creciente integridad del hombre, o por grandes convulsiones naturales; los males por los cuales sufrimos serán vencidos, y entraremos en la Era Dorada que soñaron los sabios. Mientras tanto, si queremos sobrevivir, en vista de la constante tendencia hacia los excesos debemos darnos cuenta de que nos es necesario conservar una moderación racional, sin inclinarnos a favor del odio, por un lado, ni hacia las ataduras frustrantes, por el otro. Viviendo moderadamente, pensando moderadamente, sintiendo moderadamente, reducimos al mínimo la fricción de nuestra naturaleza íntima que sustenta el cuerpo, y que finalmente lo reduce a un estado senil. 

Podemos sintetizar así la filosofía de la enfermedad: ni siquiera exceptuando los llamados "accidentes" de la Naturaleza, los efectos de los desórdenes físicos son iguales a sus antecedentes causales. Estas causas pueden estribar en la ignorancia y la inmoderación, pues un individuo que conozca todos sus componentes puede gozar del don de la salud perfecta. La sabiduría es el estado más perfecto, y quienes desean adquirirla deberán sacrificar todo lo demás; sobre todo deben sacrificar la indulgencia. El logro de la sabiduría resulta imposible en un cuerpo educado para los desórdenes que son nuestro destino común. La sabiduría es la normalidad de la razón. El equilibrio de la mente y su liberación de las irritaciones y pugnas de los desórdenes físicos, le permiten contemplar, con ininterrumpida tranquilidad, la luminosa esencia del universo real que, para la mayoría de nosotros, no es otra cosa que un sueño. 

La filosofía afirma que el individuo puede estar sano si aspira a la salud con fuerza suficiente. Si tiene la voluntad de sacrificar las inmoderaciones, puede gozar la felicidad del espíritu. Si en el acto de comer, se pone a servicio de sus órganos físicos, y no al de sus apetitos, puede disfrutar de una buena digestión. Y, si en su parte sentimental y racional, protege los altos intereses de los planos mental y emocional, éstos, a su vez, se convertirán en sus servidores incondicionales. No tenemos mejor lema que éste: "Si usted se pone al servicio de las partes de su ser, la totalidad de su ser se pondrá a su Servicio. Si se sacrifica la insignificante gratificación que se obtiene de la envidia y el odio, o el consuelo que deriva de la autocompasión, es posible llegar a gozar de una constante paz mental, de la placidez de las emociones, y del saludable funcionamiento del cuerpo. Quien vive en un hospicio durante un largo período, se volverá él mismo loco, y el alma que debe habitar en un cuerpo torturado por achaques y dolores, y convulsionado por los desmanes, necesariamente perderá su aspecto de ponderación y parecerá tan demente como la estructura en la cual vive.

Puede el farmacéutico preparar una infinita variedad de combinaciones que logren contrarrestar o temporariamente neutralizar los impulsos que provocan la enfermedad. Usted puede comprar un brebaje que neutralice, por un rato, los efectos de la ira. Estos paliativos son iguales a las pastillas dispépsicas que satisfacen al glotón, permitiéndole ser indulgente con su gula sin sufrir inmediatamente las consecuencias de su indulgencia. Todos estos llamados remedios no logran acercarse al foco del desorden. No hay píldora alguna para el alma, ni pócima que desinflame la mente, ni puede repartirse a tanto por grano, el estado de raciocinio. Es el individuo quien, en última instancia, debe comprender que a la salud, como a la felicidad, hay que ganarlas o merecerlas; pues la felicidad es la armonía del alma, así como la salud es la armonía del cuerpo físico. 

Sólo podemos estar verdaderamente satisfechos, cuando vivimos en perfecto equilibrio con las leyes que nos han creado y que nos sostienen. Cualquier desvío de tales leyes provocan nuestra destrucción. El absoluto acuerdo con los fines de la Naturaleza es el secreto de la felicidad y la longevidad. La enfermedad es una desviación de la Naturaleza; la salud es el retorno a ella. Comprender esto, es llegar a  poseer el secreto de la vida, aplicar esta comprensión es vivir. La Naturaleza es justa, y el injusto debe perecer por su intemperancia; la Naturaleza es impersonal, y todo lo que es personal debe morir. La Naturaleza no envidia nada, no tiene celos de nada, y es ajena a la ambición. Quienes están movidos por impulsos menos universales que los de la vida misma, serán destruidos por la inadecuación de sus propios ideales. Quienes son limitados perecen por falta de aire; quienes son superficiales mueren por falta de profundidad. Sólo sobreviven quienes son moderados en todas las cosas, coherentes en todo, naturales en todo, y continuarán viviendo porque participan de las cualidades de la continuación. Compartiendo las cualidades de los dioses, (que no tienen ni principio ni fin), el hombre despliega una por una, todas las potencialidades divinas, hasta que su destino divino alcanza por fin su absoluta plenitud. La enfermedad, la decadencia y la muerte, son absorbidas por el esplendor del alma iluminada; y el hombre, apartándose de las limitaciones de la carne, se inclina hacia la inmortalidad, para unirse finalmente al immutable e infinito Bien. 


del libro: Manly Hall – El Recto Pensamiento

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jueves, 26 de noviembre de 2015

René Guénon




René Guénon 
por A.K. Coomaraswamy

Publicado originalmente como "Sabedoria Oriental e Conhecimento Ocidental", vindo 
posteriormente a fazer parte da compilação "Am I My Brother's Keeper?", The John Day Company, Nova York. Reimpressão: Arno Press, Nova York, 1947
                      Oriente y Occidente, La Crisis del Mundo Moderno, Introduccion General al Estudio de las Doctrinas Hindues, y El Hombre y Su Devenir Segundo el Vedanta son los primeros títulos de una serie en la que la mayoría de las obras de René Guénon, ya publicadas en francés, aparecerán en inglés. Con anterioridad, ya había aparecido otra versión de El Hombre y Su Devenir Segun el Vedanta.
                     
                       René Guénon no es un «orientalista», sino lo que los hindúes llamarían un «maestro»; previamente residente en París, desde hace varios años reside en Egipto, donde sus filiaciones son islámicas. Su Introduction generale a l'etude des doctrines hindoues apareció en 1921 . Como una introducción a sus exposiciones posteriores de la filosofía tradicional, llamada a veces la Philosophia Perennis (y aquí debe comprenderse Philosophia Universalis, pues esta «filosofía» ha sido la herencia común de todos los hombres sin excepción). René Guénon limpió el terreno de todos los errores posibles en dos volúmenes extensos y más bien tediosos, pero en modo alguno innecesarios, a saber, L'Erreur spirite (es decir, «El Error del Espiritismo», una obra para la que podría haber servido como lema la siguiente cita de la Bhagavad Gita,  XVII.4, «Los hombres de las tinieblas son los que hacen un culto de los difuntos y de los espíritus») , y Le Theosophisme, histoire d'une pseudo-religion  . A éstos les siguieron L'Homme et son devenir selon le Vedanta y L'Esoterisme de Dante  , Le roi du monde  , St. Bernard  , Orient et Occident y Autoritad spirituelle et pouvoir temporel Le symbolisme de la croix  , Les Etats multiples de l'Etre y La metaphysique orientale. Más recientemente, René Guénon ha publicado en ediciones mimeografiadas, y subsecuentemente en imprenta Le regne de la quantite et les signes des temps   y Les principes du calcul infinitesimal.

               Mientras tanto, importantes artículos de la pluma de René Guénon aparecieron mensualmente en Le Voile d'Isis, más tarde Etudes Traditionnelles, una revista cuya aparición se interrumpió por la guerra, pero que tuvo su continuación desde el número de septiembre-octubre de 1945. La vocación confesa de Etudes Traditionnelles es dedicarse a «La Tradicion Perpetua y Unanime, revelada tanto por los dogmas y los ritos de las religiones ortodoxas como por la lengua universal de los simbolos iniciaticos». De los artículos que han aparecido en otras partes, merece llamarse la atención sobre «L'Esoterisme Islamique» en Cahiers du Sud. Fragmentos de los escritos de Guénon, con algún comentario, han aparecido en Triveni (1935) y en el Vivabharat´ Quarterly (1935, 1938). Una obra de L. de Gaigneron, titulada Vers la connaissance interdite, se relaciona estrechamente con la obra de Guénon; la obra se presenta en la forma de una discusión en la que toman parte el îtman (a saber, el Spiritus), la Mentalidad (la «Razón», en el sentido corriente, no en el sentido platónico) y un abad romano; el «conocimiento prohibido» es el de la gnosis, conocimiento que la iglesia moderna y los racionalistas rechazan por igual, aunque por razones muy diferentes —la iglesia moderna porque no puede tolerar un punto de vista que considera al cristianismo sólo como una religión más entre otras religiones ortodoxas, y los racionalistas porque, como ha observado un gran orientalista (el profesor A. B. Keith), postulan que «un conocimiento que no es empírico carece de significado para nosotros, y no debe describirse como conocimiento» — lo que constituye una confesión clásica de las limitaciones de la posición «científica». 

               El francés de René Guénon es a la vez preciso y límpido, e inevitablemente pierde con la traducción; su tema es de un interés absorbente, al menos para quien se interesa por lo que Platón llama las cosas realmente serias. Sin embargo, a menudo se ha considerado indigerible; en parte por la razones que ya se han dado, pero también por algunas razones que, paradójicamente, ha expuesto un reseñador de la obra de Blakney, Meister Eckhart en el Harvard Divinity School Bulletin, que dice que «Para una época que cree en la personalidad y en el personalismo, la impersonalidad del misticismo es enormemente frustadora; y para una época que quiere potenciar su conocimiento de la historia, la indiferencia de los místicos hacia los acontecimientos temporales es desconcertante». En cuanto a la historia, las siguientes palabras de Guénon, a saber, «el que no puede escapar del punto de vista de la sucesión temporal, y ver todas las cosas en simultaneidad, es incapaz de la menor concepción del orden metafísico» , complementan adecuadamente las palabras de Jacob Boehme de que la «historia que pasó una vez» es «meramente la forma (exterior) del cristianismo» . Para el hindú, los acontecimientos del veda son ahora y sin fecha, y la Krishna «no es un acontecimiento histórico»; de hecho, la confianza del cristianismo en «hechos» supuestamente históricos, parece ser su mayor vulnerabilidad. El valor de la historia literaria para la doxografía es muy escaso, y por esta razón muchos hindúes ortodoxos han considerado que la erudición occidental es un «crimen»: el interés de estos hindúes no está en absoluto en «lo que han creído los hombres», sino en la verdad. El lenguaje inflexible de Guénon, presenta además una dificultad extra; «la civilización occidental es una anomalía, por no decir una monstruosidad». Precisamente sobre esta expresión, un comentarista  ha observado que «observaciones tan devastadoras como ésta no pueden compartirlas ni siquiera los críticos de los avances occidentales». Sin embargo, ahora que su desenlace está ante nuestros ojos, yo habría pensado que la verdad de esta afirmación podría haber sido reconocida por cualquier europeo libre de prejuicio; sea como fuere, en 1915, sir George Birwood describió a la civilización occidental moderna como «secular, sin alegría, vana, y autodestructiva», y el profesor La Piana ha dicho que «lo que nosotros llamamos nuestra civilización no es otra cosa que una máquina mortífera sin conciencia ni ideales» ; y al calificativo de mortífera podría haberle agregado el de suicida. Sería muy fácil citar innumerables críticas del mismo tipo; por ejemplo, sir S. Radhakrishnan sostiene que «la civilización no merece salvarse si continúa en su rumbo presente» , y esto sería muy difícil de negar; el profesor A. N. Whitehead ha hablado con tremenda contundencia —«Queda la apariencia de la civilización, pero sin ninguna de sus realidades» . 

                 En cualquier caso, si hemos de leer realmente a René Guénon, debemos haber rebasado el punto de vista, temporalmente provinciano, que durante tanto tiempo y tan complacientemente ha considerado un progreso continuo de la humanidad, progreso que habría culminado en el siglo XX; y debemos estar dispuestos a preguntarnos, al menos a nosotros mismos, si no habrá habido más bien un declive continuo, «desde la edad de piedra hasta ahora», como me señaló una vez uno de los hombres más instruidos de América. Ciertamente, no será la «ciencia» la que nos salve: «la posesión de las ciencias como un todo, si no incluye la mejor, en algún caso ayudará al poseedor, pero mucho más a menudo le perjudicará» . «Estamos obligados a admitir que nuestra cultura europea es una cultura de la mente y de los sentidos sólo» ; «La prostitución de la ciencia puede llevar al mundo a la catástrofe» ; «Nuestra dignidad y nuestro interés requiere que nosotros seamos los directores y no las víctimas de los adelantos técnicos y científicos» ; «Pocos negarán que el siglo XX nos ha traído un amargo desengaño» ; «Nosotros nos enfrentamos ahora a la perspectiva de una quiebra completa en todos los campos de la vida» . Eric Gill habla de la «inhumanidad monstruosa» del industrialismo, y del modo de vida moderno, como «ni humano ni normal ni cristiano… Es nuestra manera de pensar misma lo que es extravagante e innatural» . Este sentido de frustración es quizás el signo más alentador de los tiempos. Hemos hecho hincapié en estas cosas, porque René Guénon se dirige sólo a aquellos que sienten esta frustración, y no a aquellos que todavía creen en el progreso; a todos aquellos que están satisfechos, lo que René Guénon tiene que decir les parecerá completamente descabellado. 

                     Las reacciones de los católicos romanos a los escritos de René Guénon son muy iluminadoras. Uno ha señalado que es «un metafísico serio», es decir, convencido de la verdad que expone y deseoso de mostrar la unanimidad de las tradiciones oriental y escolástica, y observa que «en tales materias la creencia y la comprensión van juntas» . Ciertamente crede ut intelligas es un modelo de consejo que los eruditos modernos harían bien en considerar; se debe, quizás, a que nosotros no hemos creído por lo que todavía no hemos comprendido al oriente. El mismo autor escribe sobre Oriente y Occidente, «René Guénon es uno de los pocos escritores de nuestro tiempo cuya obra es realmente de importancia… representa la primacía de la metafísica pura sobre todas las demás formas de conocimiento, y se representa a sí mismo como el expositor de una tradición de pensamiento mayor, predominantemente oriental, pero compartida en la Edad Media por los escolásticos occidentales… claramente, la posición de Guénon no es la de la ortodoxia cristiana, pero muchas de sus tesis, por no decir la mayoría, están mucho más de acuerdo con la auténtica doctrina tomista que la multitud de las opiniones de los cristianos devotos, aunque malinstruidos» . Aquí debemos recordar que incluso Santo Tomás de Aquino no desdeñaba hacer uso de las «pruebas intrínsecas y probables» derivadas de los filósofos «paganos». 

                     Por otra parte, Gerald Vann, comete el error que anuncia el título de su reseña, «El Orientalismo de René Guénon» ; pues en René Guénon no se trata de ningún «ismo», ni de ninguna otra antítesis geográfica, sino de empirismo moderno y de teoría tradicional. Vann se levanta en defensa del verdadero cristianismo, en el que, por otra parte, René Guénon mismo ve casi la única posibilidad de salvación para el occidente; la única posibilidad, no porque no haya otro cuerpo de verdad, sino porque la mentalidad occidental está adaptada a una religión de este tipo y necesita una religión de este tipo. Pero si el cristianismo fracasa, se debe a que sus aspectos intelectuales se han sumergido, y porque ha devenido un código de ética más bien que una doctrina de la que pueden derivarse, y deben derivarse, otras aplicaciones; difícilmente serían inteligibles dos sentencias consecutivas de alguno de los sermones del Maestro Eckhart para una congregación media moderna, congregación que no espera ninguna doctrina, y que sólo quiere que se le diga cómo comportarse. Si René Guénon quiere que el occidente se vuelva hacia la metafísica oriental, no es porque sea oriental, sino porque es metafísica. Si la metafísica «oriental» difiere de una metafísica «occidental» —de la misma manera que la verdadera filosofía difiere de lo que a menudo se llama así en nuestras universidades modernas— una u otra de ambas no es metafísica. Es de la verdadera metafísica de lo que el occidente se ha apartado en su desesperado afán de vivir sólo de pan, un afán, de cuyo Mar Muerto, todos sus frutos están ante nuestros ojos. René Guénon nos pide que nos volvamos hacia el oriente, sólo porque esta metafísica sobrevive todavía como un poder vivo en las sociedades orientales, y eso en la medida en que no han sido corrompidas, por el contacto asfixiante del occidente, o más bien, de la civilización moderna (pues el contraste no es entre el oriente y el occidente como tales, sino entre «esas vías que el resto de la humanidad sigue como algo por supuesto» y esas otras vías posrenacentistas que nos han llevado a nuestro presente atolladero), y no para orientalizar el occidente, sino para que el occidente vuelva a una consciencia de las raíces de su propia vida y de los valores que se han transvaluado en el sentido más siniestro. La intención de René Guénon —y en esto es completamente claro— no es que los europeos devengan hindúes o budistas, sino mas bien que, puesto que no van a ninguna parte con el estudio de la «la Biblia como literatura», o el de Dante «como un poeta», redescubran el cristianismo, o lo que equivale a la misma cosa, a Platón («ese sumo sacerdote», como le llama el Maestro Eckhart). A menudo me sorprendo de la inmunidad de los hombres ante la Apologia y el Fedon o el capítulo VII de la Repulica; supongo que se debe a que no oyen, «aunque uno resucitara de entre los muertos». 

                       La cuestión de «Oriente y Occidente» no es meramente un problema teórico (y debemos recordar al lector moderno que desde el punto de vista de la filosofía tradicional, «teórico» es cualquier cosa excepto un término de descalificación) sino también un problema práctico urgente. Pearl Buck pregunta, 
«¿Por qué los prejuicios deben ser tan fuertes en este momento? La respuesta me parece simple. El transporte físico y otras circunstancias, han forjado el hecho de que partes del mundo, una vez remotas unas de otras, hayan entrado en una intimidad de hecho para la que los pueblos no estan preparados mental ni espiritualmente.  No es necesario creer que esta etapa inicial deba continuar. Si aquellos que están preparados para actuar como intérpretes hacen su trabajo adecuadamente, podemos encontrar que dentro de una generación o dos, o incluso antes, el disgusto y el prejuicio pueden haber desaparecido. Eso sólo es posible si promovemos o fortalecemos las medidas que han de tomar los pueblos para seguirle el paso mentalmente a la creciente proximidad a la que la guerra nos está empujando» . Pero si esto ha de acontecer, el occidente tendrá que abandonar lo que René Guénon llama su «furia proselitista», una expresión que no debe tomarse sólo en su referencia a las actividades de los misioneros cristianos, por deplorables que éstas sean a menudo, sino en su referencia a las de los distribuidores de la «civilización» moderna, y a las de prácticamente todos esos «educadores», que sienten que tienen que enseñar más que aprender, de lo que a menudo se llama los pueblos «atrasados» o «carentes de progreso»; «educadores» a quienes no se les ocurre que uno no quiera o no necesite «progresar», si ha alcanzado un estado de equilibrio que ya provee por la realización de lo que uno considera como el propósito más grande de la vida. Sería una expresión de buena voluntad y de las mejores intenciones el hecho de que esta furia proselitista retuviera sus aspectos más peligrosos. 

              Para muchos, esta «furia» sólo puede sugerir la fábula del zorro que perdió su cola, y persuadió a otros zorros para que se cortaran la suya. Quizás sea inevitable una industrialización del oriente, pero no vamos a llamar una bendición al hecho de que un pueblo sea reducido al nivel de un proletariado, ni vamos a asumir tampoco que los niveles de vida más altos, sólo materialmente, representan necesariamente una felicidad más grande. Para su gran sorpresa, el occidente está descubriendo que «los alicientes materiales, es decir, el dinero o las cosas que puede comprar el dinero» no son en modo alguno una fuerza tan convincente como se había supuesto; «Más allá del nivel de la subsistencia, la teoría de que este incentivo es decisivo es en gran medida una ilusión» . En lo que concierne al oriente, como dice Guénon, «La única impresión, por ejemplo, que producen las invenciones mecánicas en la mayoría de los orientales, es de una profunda repulsa; ciertamente, a ellos todo esto les parece más perjudicial que beneficioso, y si se encuentran obligados a aceptar algunas cosas que la época presente ha hecho necesarias, lo hacen con la esperanza de deshacerse de ellas tan pronto como puedan… lo que las gentes del occidente llaman “progreso”, sería llamado por algunos “declive”; eso es lo que piensan los verdaderos orientales» . Por el hecho de que muchos pueblos orientales nos han imitado en la autodefensa, no debe suponerse que han aceptado nuestros valores; antes al contrario, el hecho mismo de que el oriente conservador desafía todavía a todas las presuposiciones sobre las que se apoya nuestra ilusión del progreso, merece nuestra más seria consideración. 

                    En los tratados económicos no hay nada que por sí mismo vaya a reducir el prejuicio o a promover la comprensión mutua automáticamente. Incluso cuando los europeos viven entre los orientales, «el contacto econ—mico entre los grupos orientales y occidentales es prácticamente el único contacto que hay. Hay muy poco intercambio social o religioso entre ambos. Cada grupo vive en un mundo casi enteramente cerrado para el otro —y por “cerrado” no sólo entendemos “desconocido” sino mucho más: incomprensible e inalcanzable» . Ciertamente, esta es una relación inhumana, por la que se degradan ambas partes. 

                Tampoco debe asumirse que el oriente piensa que es importante que las masas aprendan a leer y escribir. La alfabetización es una necesidad práctica en una sociedad industrial, donde llevar las cuentas es importantísimo. Pero en la India, y en la medida en que los métodos de educación occidentales no se han impuesto desde afuera, toda la educación más elevada se imparte oralmente, y haber escuchado es muchísimo más importante que haber le’do. Al mismo tiempo, el campesino, a quien su analfabetismo y pobreza le impiden devorar los periódicos y las revistas que forman la lectura diaria y casi exclusiva de la vasta mayoría de los occidentales «alfabetizados» (como los campesinos beocios de Hesiodo, y aún más como los highlanders gaélicos anteriores a la era de las escuelas) está enteramente familiarizado con una literatura épica de una profunda significación espiritual y con un cuerpo de poesía y de música de incalculable valor; y uno sólo puede lamentar la expansión de una «educación» que implica la destrucción de todas estas cosas, o que sólo las conserva como curiosidades dentro de las cubiertas de los libros. Para los propósitos culturales no es importante que las masas estén alfabetizadas; no es necesario que nadie esté alfabetizado; sólo es necesario que entre las gentes haya filósofos (en el sentido tradicional de la palabra, no en su sentido moderno), y que, por parte de los legos se haya conservado un profundo respeto hacia la verdadera enseñanza, respeto que es la antítesis de la actitud americana hacia cualquier «profesor». 

                 En estos respectos, la totalidad del oriente está todavía muy por delante del occidente, y de aquí que la enseñanza de las elites ejerza una influencia mucho más profunda, sobre la sociedad como un todo, de la que podría esperar trasmitir nunca el «pensador» especialista occidental. Sin embargo, lo que interesa a René Guénon principalmente, no es la protección del oriente contra las incursiones subversivas de la «cultura» occidental, sino más bien la pregunta, ¿qué posibilidad de regeneración puede considerarse para el occidente, si puede considerarse alguna? La posibilidad existe sólo en el hecho de un retorno a los principios primeros y a los modos de vida normales que proceden de la aplicación de los principios primeros a las circunstancias contingentes; y estas cosas están vivas todavía únicamente en el oriente, de manera que es hacia el oriente hacia donde debe volverse el occidente. «Es el occidente el que debe tomar la iniciativa, pero debe prepararse realmente para ir hacia el oriente, y no buscar meramente atraer al oriente hacia sí mismo, como ha intentado hasta ahora. No hay ninguna razón por la que el oriente deba tomar esta iniciativa, y seguiría sin haberla, aunque el mundo occidental no estuviera en un estado tal como para hacer inútil cualquier esfuerzo en esta dirección… Nos queda mostrar ahora cómo podría intentar el occidente acercarse al oriente» . 

                   René Guénon procede a mostrar que este trabajo ha de hacerse en los dos campos de la metafísica y de la religión, y que sólo puede llevarse a cabo en los niveles intelectuales más altos, que es donde puede alcanzarse el acuerdo sobre los principios con una completa independencia de cualquier propaganda en beneficio de la «civilización occidental». 

                Así pues, el trabajo debe emprenderlo una «elite». Y como es aquí, más que en ninguna otra parte, donde la comprensión de René Guénon va a interpretarse mal, probablemente adrede, debemos comprender claramente lo que Guénon entiende por una tal elite. Puesto que la divergencia entre el occidente y el oriente es solo «accidental», «la unión de estas dos porciones de la humanidad, y la vuelta del occidente a una civilización normal, son realmente una y la misma cosa». Una elite trabajará necesariamente en primer lugar «para sí misma, puesto que sus miembros cosecharán de su propio desarrollo un beneficio inmediato y enteramente infalible». Un resultado indirecto —«indirecto», porque en este nivel intelectual no se piensa en «hacer el bien» a otros, ni tampoco en términos de «servicio», sino que se busca la verdad porque se necesita para uno mismo— llevaría a cabo, o podría llevar a cabo, bajo las condiciones favorables, «un retorno del occidente a una civilización tradicional», es decir, a una civilización en la que «todo se ve como la aplicación y la extensión de una doctrina cuya esencia es puramente intelectual y metafísica» . 

                 Una y otra vez se recalca que una tal elite no quiere decir un cuerpo de especialistas o de eruditos que absorberían e impondrían en el occidente las formas de una cultura extranjera, y ni siquiera que persuadirían al occidente para volver a una civilización tradicional tal como la que existió en la Edad Media. Las culturas tradicionales se desarrollan por la aplicación de los principios a las condiciones; ciertamente, los principios son inmutables y universales, pero de la misma manera que no puede conocerse nada excepto en el modo del conocedor, así tampoco puede llevarse a cabo nada válido socialmente si no se tiene en cuenta el carácter de los interesados y las circunstancias particulares del periodo en el que viven. Lo que ha de esperarse no es ninguna «fusión» de culturas; lo que una elite tendría en vista no sería nada semejante a un «eclecticismo» o a un «sincretismo». Una tal elite tampoco estaría organizada de manera de ejercer una influencia directa, como la que querrían ejercer, por ejemplo, los tecnócratas para el bien de la humanidad. Si una tal elite llegara a constituirse efectivamente, la vasta mayoría de los hombres occidentales nunca tendría conocimiento de ella; operaría sólo como una suerte de influencia, y, ciertamente, a favor más bien que en contra de todo lo que sobrevive de esencia tradicional, por ejemplo, en los dominios ortodoxo griego y romano católico. 

                   Ciertamente, es un hecho curioso que algunos de los defensores más poderosos del dogma cristiano se encuentren entre orientales que no son cristianos, pero que reconocen en la tradición cristiana una incorporación de la verdad universal, a la que Dios nunca ni en ninguna parte ha dejado sin un testigo. 
Mientras tanto, René Guénon pregunta, «¿Es esto realmente “el comienzo de un fin” para la civilización moderna?… Al menos hay muchos signos que deben alimentar la reflexión de aquellos que todavía son capaces de reflexionar; ¿será capaz el occidente de recuperar el control de sí mismo a tiempo?». Pocos negarán que nos enfrentamos con la posibilidad de una desintegración total de la cultura. Nosotros estamos en guerra con nosotros mismos, y por consiguiente en guerra unos contra otros. El hombre occidental está completamente desequilibrado, y la pregunta, ¿puede recuperarse a sí mismo? es una pregunta muy real. Nadie a quien se presente la pregunta, puede alegar la ignorancia de los escritos del principal expositor vivo de una sabiduría tradicional que no es más esencialmente oriental que occidental, aunque quizás sólo en las partes más remotas de la tierra es donde todavía se recuerda y donde debe ser buscada.


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Autodefensa Psíquica

Autodefensa Psíquica

Continuando con los estudios sobre el desarrollo personal; anexo se comparte exposición sobre Autodefensa Psíquica, de Dion Fortune O Violet Mary Firth, quien resumidamente nos señala la relevancia del conocimiento de sí, para:
Psíquico06B
 

1.- Comprender que un ataque psíquico; que afecta básicamente a los cuerpos (Mental concreto, de deseos, emocional o astral y físico vital o etérico), principalmente proviene de elementales, entidades, fallecidos o personas vivas que actúan en los planos y subplanos mental concreto, de deseos, emocional o astral y físico vital o etérico. Y cuando alguien encara unproblema; por sus condicionamientos sociales, generalmente tiende a deprimirse y a debilitarsepsicológica (Mental y emocional) y físicamente. Y es precisamente ese debilitamiento mental; producto de mantener enfocada la atención en la incapacidad de superar el problema y de constantemente revivir el problema una y otra vez lo que genera el sufrimiento, los dolores emotivos y físicos y también, facilita:

1.1.- Que un elemental, una entidad, un desencarnado o mago negro vivo perciba el decaimiento mental de dicha persona y la facilidad de manejarla y poseerla psicológicamente, para satisfacer sus más bajos instintos u obtener provechos personales.

1.2.- Que algunos condicionamientos sociales; como vivir en el presente recordando continuamente acontecimientos del pasado, pueden incentivar una constante y fuerte atención mental en el problema que ya pasó, lo que podría inducir a la auto-generación deenfermedades psicológicas y físicas.

1.3.- Aprender los distintos sistemas o métodos de Autodefensa Psíquica (Del I hasta el IV); los que primordialmente se fundamentan en mantener enfocada la atención mental en la luz interior del Espíritu, para que sea el Alma (Lo más denso del Espíritu) quien actúe en la aplicación de los métodos de auto-defensa, descritos por Dion Fortune, en su obra Autodefensa Psíquica, que  aquí se comparte..

Cordiales saludos:

Jorge E. Morales H.

PD: Todas las palabras subrayadas tienen su vínculo aclaratorio en Web. Si buscas espacio seguro y amplio en la NUBE; para guardar, manejar, ver y utilizar en cualquier parte fotos, videos y archivos personales, se recomienda encontrarlo en los siguientes sitios: 123 y 4.

31 de enero de 1938
452. Después de que el señor G. Duff se marchó, hubo algunas referencias a su visita al Asramam. Sri Bhagavan observó: —Alguna Sakti atrae a gentes de todas partes del mundo a este centro.
Un devoto dijo acertadamente: —Esa Sakti no es diferente de Sri Bhagavan.
Sri Bhagavan observó inmediatamente: — ¿Qué Sakti me atrajo a mí aquí original-mente? La misma Sakti atrae a todos los demás también.
Felizmente, Sri Bhagavan estaba de humor para contar las siguientes historias:
Mente, Cerebro Y Dios.jpg
I. Hubo un rey con una devota reina. Ella era devota y anhelaba que su marido fuera similarmente un devoto. Una noche encontró que el rey murmuraba algo en su sueño. Puso sus oídos cerca de sus labios y oyó la palabra «Rama» repetida continuamente como en japa. Quedó encantada y; al día siguiente, ordenó al ministro que celebrara una fiesta. Tras participar en la fiesta, el rey pidió a su esposa una explicación. Ella contó todo lo ocurrido y dijo que la fiesta era en agradecimiento a Dios, por el cumplimiento de su deseo tan largamente querido. Sin embargo, el rey estaba molesto de que su devoción hubiera sido descubierta. Algunos dicen que; habiendo traicionado así a Dios, se consideraba a sí mismo indigno de Dios, y que, por consiguiente, cometió suicidio. Esto significa que uno no debe exhibir abiertamente la propia piedad de uno. Pero también podemos considerar que el rey dijo a la reina que no exagerara sobre su piedad. y que entonces vivieron felizmente juntos.

II. Thondaradipodi (Bhaktanghrirenu) Alwar: El que se deleita en el polvo de los pies de los devotos. Un devoto (De este nombre) tenía un terreno en el que cultivaba tulasi, la albahaca sagrada, con la que armaba guirnaldas, y surtía de éstas al Dios del templo. Estaba soltero y era respetado por su vida y su conducta. Un día; dos hermanas, que vivían de la prostitución, se acercaron al jardín y se sentaron bajo un árbol. Una de ellas dijo: « ¡Cuán disgustante es mi vida en la que mancho mi cuerpo y mi mente todos los días! ¡La vida de este hombre es más deseable!» La otra contestó: « ¿Cómo conoces su mente? Tal vez no sea tan bueno como parece ser. Las funciones corporales pueden ser controladas por la fuerza; y la mente, puede complacerse en pensamientos disolutos. Uno no puede controlar sus propios vasanas tan fácilmente como el cuerpo físico».
La primera dijo: «Las acciones son sólo indicios de la mente. Su vida muestra que su mente es pura».
La otra dijo: «No necesariamente. Su mente no ha sido probada todavía».
La primera la desafió a que probara su mente. Ella aceptó. La segunda deseó quedarse sola, con apenas unos harapos para cubrirse. La primera volvió a su casa, dejando sola a la otra con sus andrajos. Como esta última permanecía constantemente bajo el árbol, tomó una apariencia penitente y humilde. El santo reparó en ella y se acercó después de un tiempo. Preguntó qué le había acontecido para parecer tan humilde. Ella le dijo que hacía penitencia por su vida pasada, que deseaba llevar una vida más pura y más noble, y acabó rogándole que aceptase sus humildes servicios en el jardín o que le asistiese. El hombre le aconsejó que volviera a su hogar y llevase una vida normal. Pero ella protestó. Así pues, él la retuvo para que regara las plantas de tulasi. Ella aceptó en-cantada la función y comenzó a trabajar en el jardín.
Hindu06
Una noche lluviosa, la mujer se encontraba de pie bajo el alero de la choza de paja en la que vivía el santo. Sus ropas estaban empapadas, y tiritaba de frío. El maestro le preguntó sobre la causa de tan lastimoso estado. Ella contestó que su sitio estaba expuesto a las lluvias por lo que trataba de protegerse bajo el alero y que se retiraría tan pronto cesara la lluvia. Él le pidió que entrara en la choza, y después le dijo que mudara sus ropas mojadas. Ella dijo que no tenía ropa seca para ponerse. Así pues, él le ofreció uno de sus propios vestidos. Ella se lo puso, y un rato después le pidió permiso para masajearle los pies. Él consintió. Finalmente, se abrazaron.

Al día siguiente, ella volvió a su casa, comió bien y se puso ropas finas. Sin embargo, continuó trabajando en el jardín.
A veces solía quedarse largo tiempo en su casa. Entonces, el hombre comenzó a visitarla hasta que; finalmente, vivió con ella. No obstante, ella no descuidaba el jardín ni las guirnaldas diarias para el Dios. El cambio de vida operado en él era un escándalo público. Entonces, el Dios resolvió restablecerlo en sus viejos hábitos y asumió la figura del santo devoto mismo. Se apareció a la dasi (Cortesana) y secretamente le dio un rico presente: Una ajorca del Dios.
Ella quedó encantadísima con el regalo y lo escondió debajo de su almohada. Entonces, Él desapareció. Todo esto fue observado secretamente por una doncella de la casa.
Se descubrió que faltaba el ornamento en el templo. Se denunció la pérdida a las autoridades correspondientes. Ellos ofrecieron una tentadora recompensa a quien diera la clave para recuperar la propiedad perdida. La doncella proporcionó la clave y reclamó la recompensa. La policía recuperó el ornamento y arrestó a la dasi, que dijo que se la había dado el devoto. Entonces, él fue tratado rudamente. Una voz sobrenatural dijo: «Yo lo hice. Déjenle en paz».
El rey y todos los demás quedaron sorprendidos. Se postraron a los pies del hombre y lo dejaron libre. Entonces él llevó una vida mejor y más noble.
III. Kaduveli Sidhar era afamado como un ermitaño muy austero. Vivía de las hojas secas que caían de los árboles. El rey del país oyó hablar de él, le vio y ofreció una recompensa al que comprobara la valía de este hombre. Una rica dasi (Cortesana) estuvo de acuerdo en hacerlo. Comenzó a vivir cerca del recluso y fingió asistirle. Dejaba gentilmente trozos de pappadam junto con las hojas secas recogidas por él. Cuando él los hubo comido, comenzó a dejarle otros tipos de alimentos sabrosos junto con las hojas secas. Finalmente, él comía los buenos platos de alimento sabroso suministrados por ella. Devinieron íntimos y les nació un niño. Ella contó el asunto al rey.
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El rey quiso saber si ella podría probar su relación mutua al público en general. Ella aceptó y sugirió un plan de acción. Por consiguiente, el rey anunció una sesión pública de danza por aquella dasi e invitó a ella a las gentes. Las gentes se congregaron allí; y ella también se presentó, pero antes había dado al niño una medicina, y le había dejado en casa a cargo del santo.

Mientras el baile estaba en su apogeo, el niño lloraba en su casa por la madre. El padre tomó al niño en sus brazos y fue a la representación de la danza. Ella estaba danzando alegremente. Él no podía acercarse a ella con el niño. Ella notó al hombre y al niño. Ella se las ingenió para sacudirse los tobillos en la danza, a fin de soltar una de sus ajorcas al aproximarse al sitio donde estaba el santo. Ella alzó suavemente su pie y él le ató la ajorca. El público gritaba y reía. Pero él permaneció inafectado. Sin embargo, para probar su valía, cantó una canción tamil que significaba:
« ¡Por la victoria, que pase mi cólera! Yo libero mi mente cuando se desboca. ¡Si es verdadero que duermo día y noche completamente consciente de mi Sí mismo, que esta piedra se parta en dos y devenga la vasta expansión!»
Inmediatamente, aquella piedra (El ídolo) estalló con un ruido sordo. Las gentes se quedaron pasmadas.
Sri Bhagavan continuó: —De esta manera, él demostró ser un firme jnani. Uno no debe ser engañado por las apariencias externas de un jnani. Al respecto, ver el Vedanta-chudamani, V-181.
Su significado es el siguiente:
Aunque, debido a su prarabdha, un jivanmukta asociado con el cuerpo pueda parecer caer en la ignorancia o en la sabiduría, sin embargo él sólo es puro como el éter (akasa) que es siempre claro, ya sea que esté cubierto por nubes densas o limpio de nubes por las corrientes de aire. Él se deleita siempre sólo en el Sí mismo, como una amante esposa que goza sólo con su marido, aunque le asista con cosas obtenidas de otros (por medio de la fortuna, según lo determine su prarabdha). Aunque él permanece silente como alguien vacío de instrucción, sin embargo, su dejadez se debe a la dualidad implícita de las vaikhari vak (palabras 
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habladas) de los Vedas; su silencio es la expresión más alta de la no-dualidad realizada que, después de todo, es el verdadero contenido de los Vedas. Aunque él instruye a sus discípulos, sin embargo, no adopta la pose de un maestro, pues está plenamente convencido de que el maestro y el discípulo son meras convenciones nacidas de la ilusión (maya), y así continúa pronunciando palabras (como akasvani); por otra parte, si pronuncia palabras incoherentemente como un lunático, ello se debe a que su experiencia es inexpresable como las palabras de los amantes en el abrazo. Si sus palabras son muchas y fluidas como las de un orador, representan el re-cuerdo de su experiencia, puesto que él es el Uno inmóvil y no-dual, sin ningún deseo alguno que espere cumplimiento. Aunque parezca afligido como cualquier otro hombre en la aflicción, sin embargo sólo manifiesta el debido amor y la piedad por los sentidos que ya ha controlado antes de comprender que ellos solo son meros instrumentos y manifestaciones del Ser Supremo. Cuando parece intensamente interesado en las maravillas, sólo está ridiculizando la ignorancia nacida de la sobreimposición. Si parece complacerse en los placeres sexuales, debe entenderse que se solaza en la siempre inherente Felicidad del Sí mismo, que, dividido Él Mismo en el Sí mismo Individual y el Sí mismo Universal, se deleita en su re-unión para recobrar Su Naturaleza original. Si parece colérico es con buena intención para los ofensores. Todas sus acciones deben considerarse solo como manifestaciones divinas en el plano de la humanidad. No debe surgir siquiera ni la más pequeña duda en cuanto a su estar liberado mientras todavía vive. Sólo vive para el bien del mundo.

Sri Bhagavan advirtió entonces a los oyentes contra el error de menospreciar a un jnani por su conducta aparente y citó nuevamente la historia de Parikshit. Él era un niño nacido muerto. Las mujeres lloraban y suplicaron a Sri Krishna que salvara al niño. Los sabios reunidos se preguntaban cómo Krishna iba a salvar al niño de los efectos de las flechas (apandavastra) de Asvatthama. Krishna dijo: «Si el niño es tocado por alguien eternamente célibe (nityabrahmachari), el niño vendrá a la vida». Ni siquiera Suka se atrevió a tocar al niño. Al no encontrar a nadie entre los santos reputados suficientemente audaz como para tocar al niño, Krishna fue y lo tocó, diciendo: «Si yo soy eternamente célibe (nityabrahmachari), que el niño venga a la vida». El niño empezó a respirar y más tarde creció hasta ser Parikshit.
¡Considerad sólo cómo Krishna, rodeado por 16.000 gopis, es un brahmachari! ¡Tal es el misterio del jivanmukti! Un jivanmukta es el que no ve nada separado del Sí mismo.
Sin embargo, si un hombre intenta conscientemente exhibir siddhis (poderes sobre-naturales) sólo recibirá patadas.


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