domingo, 22 de abril de 2018

El Castillo de Asélzion - en you tube



Es Innecesario entrar en detalles acerca del viaje realizado por mí hacia un remoto y montañoso rincón de la costa de Vizcaya, situado a poco más de tres jornadas de París.

Me dirigí allá sola, pues sabía que esto era una condición indispensable; llegue sin ninguna desagradable aventura, y escasamente fatigada, aunque había marchado día y noche. Únicamente al fin de mi viaje encontré algunas dificultades, porque tuve que darme cuenta de que aun cuando el <Castillo de Asélzion>, como se le llamaba, era perfectamente conocido por los habitantes de aquellos alrededores, nadie parecía inclinado a mostrarme el camino más corto ni a facilitarme algún vehículo que me guiase por la encumbrada senda que a él conducía. El Castillo mismo podía ser  visto desde cualquiera parte de la aldea, especialmente desde la playa, en la que se alzaba como una elegante corona en la roca en que aparecía erigido a modo de fortaleza.

«Es un monasterio», dijo un hombre a quien pregunté en el camino, y que hablaba en un curioso acento, medio francés y medio español. <Ninguna mujer llega hasta allá>
Le expliqué ser portadora de un importante mensaje.
El individuo movió negativamente la cabeza.
<Por ningún dinero os conduciría», dijo. <Temería por mi mismo>.
Nada pudo hacerlo cambiar de resolución, de manera que resolví dejar mi pequeño equipaje en la posada y marchar a pie por el escarpado camino que alcanzaba a divisar y que, como ondulante cinta blanquecina, conducía a la meta de mis deseos.
Un grupo de labriegos desocupados mirábanme con curiosidad mientras yo hablaba con la dueña de la posada, y le pedía cuidase de mi pequeño bagaje hasta que mandase por el o volviese en su busca, a lo que ella accedió de buen grado. Era una agradable francesita muy inclinada a ser amistosa.
<¡Os aseguro señorita, que volveréis inmediatamente!>
exclamo con una brillante sonrisa >¡El Castillo de Asélzion es un lugar  donde jamas se ve una mujer...! y una señorita sola!... ah, Dios mío... imposible! Dicen que allí suceden cosas terribles. Es una casa de misterio. Durante el día, se divisa como ahora... triste como si fuera una prisión!... pero por la noche aparece algunas veces iluminado como si estuviera incendiándose... cada ventana llena de algo que alumbra como el Sol! Es una Hermandad la que vive allí... no de la Iglesia... ah, no!... no lo permita el Cielo! sino de hombres ricos y poderosos que, según se dice, estudian una ciencia extraña. Nuestros comerciantes llegan únicamente hasta la puertas exteriores y nunca van mas allá.¡A media noche se oye el órgano de su capilla y voces que cantan en las mismas olas del mar! Os suplico, señorita, que penséis bien en lo que vais a hacer antes de ir a semejante lugar!... porque os despedirán de allí... estoy segura de que os despedirán de allí!»
Me sonreí, y dile las gracias por su sincera prevención.
<Soy portadora de un mensaje para el Superior de la Hermandad>, exclamé, «y si no se me permite entregarlo por no abrírseme la puerta, no me quedara otro recurso que volverme; pero debo hacer todo lo posible por entrar».
Y dichas estas palabras, comencé mi solitaria marcha.
Eran las primeras horas de la tarde, y el sol se encontraba aún elevado en los  cielos; el calor era intenso, y el aire permanecía en el más absoluto reposo. Mientras yo ascendía más y más hacia la cumbre, iba desapareciendo gradualmente el rumor de la vida humana en la pequeña aldea hasta extinguirse del todo, y luego me dí cuenta de la solemne y tranquila soledad que me rodeaba por todas partes.
Ni siquiera un extraviado cordero pacía sobre el amarillo y bruno pasto seco de la rocosa altura; ni un pájaro surcaba el denso azul del vacío cielo. El único sonido que podía percibir era el rítmico y suave rumor de las pequeñas olas que acariciaban los pies del promontorio, y un rumor más profundo e indefinido, que una rompiente producía a la distancia a través de una caverna. Había algo de grandioso en el silencio y en la soledad del escenario, y algo digno de compasión también, así pensaba yo en cuanto a mi misma, al subir por el pétreo sendero, con un doble sentimiento de esperanza y de temor, hacia el triste conjunto de obscuras torres y elevados muros, donde era posible encontrar una desalentadora recepción. Sin embargo, como llevaba guardada cerca de mi corazón la carta de quien la había firmado <YOUR LOVER>, me sentía en posesión de un talismán capaz de abrir puertas aún más estrechamente cerradas.

Pero mi valor cedió un poco cuando estuve por fin delante de las pesadas puertas de fierro colocadas en un elevado arco de piedra, a través del cual nada podía ver sino una cavernosa obscuridad. El camino que yo había seguido terminaba en una amplia plazoleta circular, situada al lado opuesto de dicho arco; y unos cuantos pinos elevados, retorcidos y con evidentes muestras de haber resistido toda la violencia de muchos vientos tempestuosos, constituían la única nota alegre en la desnudez de aquella terraza. Una cadena de fierro que terminaba en un pesado anillo, sugería el posible medio de tocar alguna campana para llamar la atención; pero durante varios minutos no me atreví a hacerlo.

Miraba la amenazante obscuridad con un sentimiento de absoluta desolación, y aprestábame a volver sobre mis pasos, cuando un repentino rayo de luz, no de sol, hirió mis ojos con brillo enceguecedor.
En mi espíritu vacilante, produjo el efecto de un latigazo de fuego que me indujo inmediatamente a la acción. Sin pensar más, me dirigí derechamente a la entrada del Castillo y tiré la cadena de fierro. Las grandes y pesadas  puertas se abrieron inmediatamente, con suavidad y sin producir ruido; yo me encaminé por el obscuro corredor, y ellas volvieron a cerrarse otra vez silenciosamente detrás de mí.

Ya no había medio de regresar, y, con gran resolución, marché con rapidez a lo largo de un pasaje de elevado techo en forma de arco y de maciza piedra. El ambiente era allí agradable comparado con el gran calor externo, y luego divisé una débil luz al término de aquella galería. A medida que avanzaba, la luz se hacia más y más amplia, y no pude contener una exclamación de alivio y de contento al encontrarme repentinamente en un cuadrángulo dividido en verdes prados y parcelas de flores. En el Iado opuesto al de mi llegada, una doble puerta de encima ricamente tallada permanecía ampliamente  abierta, y me permitía mirar hacia el interior de un vasto hall circular en cuyo centro una fuente lanzaba elevadas columnas plateadas que caían con ruido musical en un pozo bordeado con mármol blanco, y en el que delicadas lilas de color azul pálido flotaban en la superficie de agua. 
Encantada ante aquel cuadro, me dirigí hacia él; entré sin solicitar el debido permiso, y permanecí allí mirando a mi alrededor, sobrecogida por un sentimiento de maravillada admiración.
Si éste era el Castillo de Asélzion, donde tan difíciles lecciones debía aprender y hacer frente a tan duras pruebas, no semejaba, en realidad, una casa de penitencia y mortificación sino más bien de lujo.
Magníficas estatuas de blanco mármol rodeaban el hall en sus correspondientes nichos cubiertos de rosas y otras flores.  Algunas de ellas eran copias perfectas de los clásicos modelos, y todas expresaban la fuerza, la resolución y la belleza. Y más maravilloso que todo era la luz que alumbraba desde la alta cúpula. No era la luz del sol, sino algo más suave y más intenso, y absolutamente indescriptible.
Fascinada por el tranquilo encanto que me rodeaba, sentéme en un banco de mármol cerca de la fuente para contemplar el salto de agua, que tan luego se levantaba para formar un brillante arco iris, como caía a las obscuras sombras del pozo; y por un momento me sobrevino una especie de ensueño, de manera que experimenté algo parecido al terror al percibir una figura que se me aproximaba. Era un hombre vestido de blanco, algo semejante al tipo monástico; sin embargo, difícilmente podía considerarsele como un monje, aunque llevaba algo así como una capucha que le ocultaba parcialmente el rostro.
Mi corazón casi cesó de latir, y apenas pude respirar de miedo mientras el desconocido se me acercaba con paso absolutamente silencioso. Parecía ser joven y sus ojos , obscuros y luminosos, mirábanme con benevolencia y, al menos así me imaginé, con cierto aire de compasión.
<¿Buscáis al Superior?>, preguntó con vos suave. <Me ha dado instrucciones de que os reciba, y cuando hayáis descansado una hora, os lleve a su presencia>
Habíame puesto de pie mientras el hablaba, y sus modales tranquilos me ayudaron en parte a recobrar mi serenidad.
«No estoy cansada», contesté. <Puedo comparecer a su presencia inmediatamente>.
El se sonrió.
<¡Ello no es posible!», dijo. «El Superior no está listo para recibiros. Si queréis venir al departamento que se os está destinado, estoy seguro de que os agradará tomar algún reposo. ¿Puedo pediros que me sigáis?»
Aunque perfectamente cortés en sus ademanes, había sin embargo en el cierta impresionante autoridad que silenciosamente impelía a la obediencia.
Nada más tema que preguntar o sugerir, y me limité a seguir sus pasos.
Salimos del gran hall, y en seguida me condujo por una larga galería de piedra donde cada signo de lujo, belleza o confort desaparecía en absoluto. En las frías y desnudas murallas veíase la palabra <Silencio> escrita en diversas tablas de color blanco, y a pocos pasos unas de otras.
La galería me pareció muy larga y triste; pero luego nos volvimos hacia una salida lateral en que el sol brillaba, y mi guía ascendió una escalera de peldaños que terminaba en una puerta de encina guarnecida con piezas de fierro. Tomando una llave de su cinturón abrióla y me hizo señas para que entrase. Así lo hice, y me encontré en un sencillo cuarto también de piedra con techo abovedado, y provisto de una grande y elevada ventana sin cortinas que daba vista al mar y alegraba en parte el lado vertical de la roca en que estaba construido el Castillo de Asélzion. El mobiliario se componía de un pequeño catre de campana, una mesa, dos sillones, un pedazo de ruda alfombra en el suelo cerca del lecho y una percha para colgar vestidos. Un cuarto de baño bien provisto comunicaba con aquel dormitorio; pero más allá de esto nada había de moderno confort y, por cierto, ni el más ligero rasgo de lujo.
Me dirigí instintivamente a la ventana para ver el mar, y en seguida me volví a fin de agradecer a mi guía por su escolta, pero había desaparecido.
Muy alarmada, corrí hacia la puerta. iEstaba con llave!.. Prisionera!... Sobrecogíme de espanto, y me asaltó un doble sentimiento de indignación y de terror, ¿Como se atrevía aquella gente a restringir mi libertad? Miré por todas partes alrededor del cuarto en busca de alguna campanilla o algún medio de comunicación para darles a conocer mi estado de ánimo. El resultado fue infructuoso. Dirigíme a la ventana nuevamente, y la abrí sin perder tiempo. La esencia del mar invadió mi rostro con deliciosa frescura, y me incliné hacia afuera para mirar la amplia extensión de agua en continuo movimiento, justamente quebraba en ese instante por pequeñas crestas de espuma levantadas por la creciente brisa.
Luego vi que mi cuarto era una especie de cámara de torre que se proyectaba sobre un gran muro de roca, el cual tenía su base en el fondo del océano. No había medio de escapar por allí, aunque lo hubiera intentado. Me retiré entonces de la ventana, y comencé a pasearme por el cuarto, como animal cogido en una trampa, irritada contra mi misma por haberme aventurado en semejante lugar, y olvidando enteramente mi determinación previa de soportar con paciencia todo lo que pudiese ocurrirme.
Luego me senté en mi estrecha cama de campaña, y procuré tranquilizarme. Después de todo. ¿de qué servía mi excitación y mi cólera? Yo había venido al Castillo de Asélzion por mi propio deseo y voluntad, y hasta ese instante no había sufrido dificultad alguna. Según todas las apariencias, deseaba Asélzion recibirme a su debido tiempo, y yo tenía solamente que esperar el curso de los acontecimientos.
Poco a poco se refrescó mi sangre, y en algunos minutos llegué a sonreírme de mi indignación absolutamente inútil. Es verdad que me encontraba encerrada con llave en aquel cuarto como un niño perverso, pero ¿tenía esto grande importancia? Me asegure a mi misma de que no la tenía absolutamente, y, mientras se acostumbraba mi espíritu a esta convicción, fui consiguiendo por grados recuperar la tranquilidad y la quietud, como si estuviese en mi propio hogar. Puse a un  lado mi sombrero y mi capa de viaje. En seguida me dirigí al cuarto de baño, y refresqué mi rostro con manotadas de deliciosa agua fría. Había allí un largo espejo adherido a la pared, lo que me divirtió un poco al considerar que siempre debió permanecer en ese sitio y que no podía haber sido colocado especialmente para mí, de manera que este detalle hacía creer que aquellos místicos «Hermanos» no carecían de cierta vanidad personal. Miréme en el con sorpresa mientras aseguraba con más firmeza mis cabellos, pues mi rostro divulgaba una inesperada y fresca sonrisa que llegó a asombrarme. Mi sencillo vestido negro se encontraba cubierto de polvo, y lo sacudí cuanto pude para quitarle el carboncillo del tren a fin de presentarme con decencia ante Asélzion.

<Si el ha ordenado que me encierren en este sitio>, me decía yo, «sin darme oportunidad de enviar por mi equipaje a la posada, debo someterme a las circunstancias y proceder como éstas lo permitan».
Y volviendo a mi cuarto, mire nuevamente hacia el mar. Mientras esto hacía, inclinada un poco sobre el marco inferior de la gran ventana, tocó mi mano un objeto de aterciopelada suavidad: era una rosa lacre que colgaba de la torre y justamente a mi alcance, Sus pétalos, que comenzaban a abrirse, levantábanse hacia mí como dulces labios en busca de besos, y por un momento me sentí asombrada, por que habría podido jurar que ninguna clase de rosa había cuando desde allí miré al mar la primera vez. «¡Una rosa de entre todas las rosas del cielo» ¿Dónde había yo escuchado estas palabras? ¿y que significaban
ellas?
Con todo cuidado y con extrema ternura, me incline sobre aquella hermosa y suplicante flor.
<¡No te tomaré!>, díjele con suavidad, siguiendo los impulsos de mi soñadora fantasía. «¡Si eres un mensaje, como lo creo, permanece ahí todo el tiempo que puedas, y háblame yo entenderé tu mudo lenguaje!»
Y así, durante algunos minutos, nos hicimos silenciosas amigas, hasta que pude haber dicho con el poeta: «The soul of the rose went into my blood» (El alma de la rosa invadió mi sangre). De todas maneras, algo agudo, fino y sutil conmovió mis sentidos produciéndose en mi una intensa alegría por el solo hecho de vivir.
Olvidé encontrarme en un lugar extraño; olvidé para todo intento y propósito mi carácter de prisionera; olvidé todo, excepto que yo vivía, y que la vida era un éxtasis.
No tenía una idea exacta de la hora. Mi reloj no andaba; pero la luz iba tomando el matiz anaranjado de aquella hora de la tarde que precede a la puesta del sol.
Mientras aún permanecía en la ventana, oí repentinamente la profunda, solemne y sonora música del órgano; fue algo así como si todas las olas del océano se hubieran puesto a cantar. En ese instante, me pareció, por instinto, que alguien había en el cuarto. Volvíme con prontitud, y mis ojos encontraron a mi primer guía vestido de blanco, quién, de pie y en absoluto silencio, esperaba detrás de mí. Tuve intención de quejarme acerca de como había sido aprisionada a modo de los criminales; pero ante su grave y tranquila figura, perdí mi actitud y nada pude decir. Únicamente permanecí inmóvil y atenta a sus ordenes. Sus ojos obscuros, que brillaban bajo su capucha blanca, dirigíanse hacia mí con inquisitiva y escrutadora mirada, como si esperase que yo hablara; pero, como yo continuaba en silencio, se sonrió de un modo casi imperceptible.
«¡Sois muy paciente!, dijo con gravedad, y eso está bien!  ¡El Superior os espera!>.
Un temblor nervioso invadió todo mi ser, y mi corazón principio a palpitar con violencia. Iba, pues, a conseguir la realización de mi mas vivo deseo: ver y hablar con el hombre a quien Rafael Santóris debía su prolongada juventud y su poder, y bajo cuyo entrenamiento había pasado por pruebas que le habían enseñado algunos de los más profundos misterios de la vida!
El objetivo de mis propios deseos pareciáme ahora tan terrorífico que, aún cuando hubiera procurado decir una sola palabra, no habría podido hacerlo. Seguí a mi escolta en absoluto silencio. De pronto, en medio de mi nerviosa agitación, resbale en la escalera de piedra y estuve próxima a caer; él me sostuvo, tomándome súbitamente de la mano con tal bondad y suave fuerza que renovó mi valentía.
Sus ojos maravillosos miraron fijamente los míos.
«No temáis!», dijo en voz baja. «Realmente, nada hay que temer!»
Pasamos el elevado y amplio hall circular y su luminosa fuente, y en dos o tres minutos llegamos a un arco cóncavo oculto tras un cortinaje de rico paño tejido en colores bruno y dorado, el que mi guía corrió silenciosamente, dejando en descubierto una puerta cerrada. Detúvose en el descanso y esperó. Yo esperé con él, y procuré tranquilizarme, aunque mi espíritu soportaba un verdadero tumulto de espectación, duda y temor. Aquella puerta cerrada parecíame ocultar algún secreto maravilloso con que probablemente estaban ligados todo mi destino y mi vida futura. Abrióse súbitamente. Entonces apareció ante mi vista una hermosa sala octogonal, ricamente amoblada, con las paredes cubiertas de libros, de piso a cielo. Algunos grandes vasos de flores formaban verdaderas llamas de color entre
las sombras, y una rápida mirada hacia arriba me permitió ver el cielo pintado con primorosos frescos.
Mi guía me hizo señas para que entrase.
«EI Superior estará con vos en un momento más», dijo. «Tened la bondad de tomar asiento». Dichas estas palabras, me dirigió una envalentonadora mirada. En seguida agregó: «Estáis un poco nerviosa; procurad tranquilizaros! ¡No tenéis absolutamente por que experimentar ansiedad o concebir temores!».
En respuesta, procuré sonreír; pero me sentí más bien con deseos de llorar. Sobrevínome un repentino sentimiento de desolada depresión que fui incapaz de vencer. Mi guía desapareció, y la puerta se cerró detrás de él del mismo misterioso y silencioso modo en que había sido abierta. Encontréme sola; tomé asiento en uno de los numerosos y mullidos sillones distribuidos en la sala, y me esforcé por tomar al menos un semblante de aparente tranquilidad. Pero, después de todo, ¿qué objeto tenía el asumir un aire tranquilo si el hombre a quien venía a ver estaba probablemente capacitado para posesionarse en un momento de las emociones de cualquier ser humano? Instintivamente, oprimime el corazón con la mano derecha y sentí la carta que mi amante me había dado. ¿No sería aquello un fantástico sueño?
Lancé un prolongado suspiro, y volví mis ojos hacia la ventana. Encontrábase esta colocada en un doble arco de piedra, y se abría hacia un jardín que se extendía hasta lejos, desde los prados de fragantes y deliciosas flores hasta una pintoresca perspectiva de cerros, y bosques. Un suave calor de luz rosada iluminaba el alegre escenario, indicando la gloriosa despedida del sol poniente. Me levante impulsivamente para encaminarme a mirar hacia afuera; pero me detuve, impedida y obligada a no avanzar por un rápido e imperativo temor.
Ya no estaba sola. Tenía a mi frente la elevada y majestuosa figura de un hombre vestido también de blanco, como mi guía; un hombre cuya singular belleza y digno aspecto habrían causado la admiración aun de los espíritus mas rudos e inobservantes.
¡Por fin me encontraba realmente en presencia de Asélzion!
Agobiada por esta certidumbre, no podía hablar; solo pude mirarlo maravillada a medida que se acercaba hacia mí. Su capucha, echada atrás, dejaba ver totalmente su hermosa cabeza intelectual; sus ojos, de color azul obscuro y llenos de luz escrutaban mi rostro acuciosamente. La sangre enrojeció mis mejillas en una onda de calor. Reuniendo todas mis fuerzas, comencé a devolverle mirada por mirada, uniéndonos así más y más en nuestras propias líneas de atracción espiritual. Luego una ligera sonrisa iluminó la gravedad
de sus hermosas facciones, y me tendió ambas manos.
«¡Bienvenida seas!», dijo con una voz que expresaba la mas perfecta música del lenguaje humano. «¡Turbulenta e indisciplinada como eres, bienvenida seas!»
Tímidamente puse en sus manos las mías que apretó con cierta fuerza y calor. En seguida, con prontitud y casi sin darme cuenta, caí de rodillas como delante de un santo, pidiendo en silencio su bendición.
Hubo un momento de profunda quietud, y Asélzion colocó sus manos sobre mi cabeza indinada.
«¡Pobre niña!», exclamó suavemente. «¡Te has aventurado lejos en busca del amor y de la vida! ¡Duro sería para ti si fallaras en tu intento! Que todas las potencias de Dios y de la Naturaleza vengan en tu ayuda!»
Dicho  esto, me Ievantó con una benevolencia infinitamente cortes, y acercó para mí una silla al lado de una mesa escritorio en que había algunos papeles, nítidamente amarrados unos, otros dispersos en aparente confusión. Cuando ambos estuvimos sentados Asélzion inició la conversación del modo más fácil y más sencillo.
«Sabrás, sin duda, que tu visita me ha sido anunciada por uno de mis discípulos, Rafael Santóris», dijo. «El te ha estado buscando por largo tiempo; pero, ahora que te ha encontrado, ha sufrido en cierto modo una decepción, porque eres rebelde y no inclinada a reconocerlo. ¿No es así?».
En ese instante, me sentía ya un poco más valiente, y respondíle con prontitud:
«Yo no soy desinclinada a reconocer alguna cosa verdadera. Pero no deseo ser engañada ni engañarme a mí misma».
Asélzion se sonrió.
«¿No?» preguntó.<¿Cómo sabes que no has estado siempre engañándote a ti misma desde la gradual evolución de tu vida subconsciente a tu vida consciente?
La Naturaleza no te ha engañado. La Naturaleza actúa siempre con sinceridad; pero tu ¿no has procurado en varias faces de tu existencia hacer algo más sabio que la Naturaleza? Vamos, vamos; no te emociones tanto. Tú has hecho únicamente lo que los llamados seres razonables hacen y creen estar justificados en hacer. Pero ahora, en tu estado presente, que es de avance y no de retroceso, has principiado a adquirir un conocimiento un poco más amplio, con un poco de más profunda humildad, de manera que me siento inclinado a tener gran paciencia contigo!>
Levanté mis ojos, y sentíme reconfortada ante su mirar bondadoso.
<Ahora, para principiar>, continuó, «debes saber que aquí no recibimos mujeres, de acuerdo con las reglas de nuestra Orden.
No estamos preparados para recibirlas, porque no las necesitamos. Ellas son nada mas que mitades de almas».
Mi corazón dio un salto de indignación; sin embargo, mantuve mi tranquilidad.El mirábame fijamente, mientras con una mano reunía algunos papeles dispersos sobre su escritorio.
<Bien, ¿por que no me das la obvia respuesta? ¿Por qué no dices que si las mujeres son mitades de almas lo son también los hombres, y que las dos mitades deben unirse para formar una existencia completa?
iPobre niña! No te ofendas al oír la descripción de tu sexo. ¿No es verdad que sois mitades de almas? Lo sois, en realidad; y vuestro principal defecto consiste en que pocas veces os dais cuenta de ello, ni procuráis formar la perfecta e indivisible unión, tarea sagrada que está en vuestras manos realizar. La Naturaleza trabaja sin descanso por unir las correspondientes mitades. El ser humano procura también sin descanso separarlas; y aún cuando al fin se verifica la inevitable unión, como tiene que suceder, no hay para que postergarla por meses o siglos. Vosotras las mujeres fuisteis destinadas a ser los ángeles de salvación; pero, en lugar de esto, sois la ruina de vuestros propios ideales>.
No pude contradecir su aserto porque lo considere verdadero.
—Como acabo de decir, continuó, este no es un lugar para mujeres. La sola idea de que pudieras imaginarte capaz de someterte a las duras pruebas de los discípulos, es algo en realidad increíble. Únicamente por Rafael he consentido recibirte a fin de explicarte cuan imposible es que puedas permanecer. ..
—Yo debo permanecer, interrumpí con firmeza. Haced conmigo lo que queráis; ponedme en una celda en calidad de prisionera; hacedme sufrir privaciones, y yo las sufriré; pero no me despidáis sin haberme enseñado siquiera en parte a que debéis vuestra paz y vuestro poder, paz y poder que Rafael posee, y que yo también debo poseer, si quiero ayudarlo y ser suya en todo y para todo.
Aquí me detuve, agobiada por mi propia emoción. Asélzion mirábame fijamente.
—¿Es ese tu deseo? ¿Ayudarlo y ser suya en todo y para todo?, preguntó. ¿Por qué no lo realizaste siglos atrás? ¡Y aun ahora has vacilado en la unión que le debes; has dudado de el, aunque tu propio instinto te dice que el es el verdadero compañero de tu alma, y aunque tu propio corazón palpita por él, como un pajarillo lucha contra las varillas de la jaula en busca de la libertad!
Guardé silencio. Mi destino parecía estar en la balanza; pero lo deje en manos de Asélzion, a quien, si algo significaba su poder, le era mas fácil leer mis pensamientos que a mí expresarlos. Levantóse de su silla y comenzó a pasearse lentamente, absorbido en meditación. Luego se detuvo repentinamente delante de mi.
—Si quieres permanecer aquí, dijo, debes saber lo que ello significa. Significa que debes habitar en tu cuarto, enteramente sola, excepto cuando se te llame para recibir instrucciones. Allí se te servirán tus comidas; te sentirás como una criminal que recibe más bien castigo que instrucción, y no podrás hablar con persona alguna si no se te dirige antes la palabra.
Luego me hizo señas para que lo siguiese a otra sala contigua a la que nos encontrábamos. Allí, conduciéndome a una ventana, mostróme un escenario muy diferente
del paisaje de luz solar y de jardín que acababa de ver: un triste cuadrado de césped sembrado de cruces negras.
—Estos no son signos de muerte, dijo, sino de fracasos. Fracasos, no en el sentido mundano de la palabra sino de no haber hecho de la vida la fuerza eterna y creadora como es en realidad.
¿Quieres ser uno de ellos?
—No, contesté inmediatamente. Yo no fracasaré. Asélzion dio un ligero suspiro de impaciencia.
—Así han dicho todos cuyos recuerdos están aquí, dijo, mientras indicaba las cruces con ademán impresionante. Algunos de los hombres que nos han dejado esas muestras son en este momento las mas brillantes y prósperas personalidades del mundo, ricas, y gozan de gran consideración social; pero solo ellos saben dónde esta la llaga cancerosa, solo ellos son conocedores de su propia futilidad, y viven  a sabiendas de que sus vidas deben conducirlas a otras vidas, temiendo el inevitable cambio que ha de sobrevenirles por ley eterna, cualquiera que sea la situación que hayan conseguido alcanzar en su existencia presente!
Su voz era grave y compasiva, y sentí que me invadía un débil temblor de miedo.
—¡Estos eran y son hombres!, continuó Y tú, una mujer, ¿querrías tentar valientemente las aventuras en que ellos fallaron? ¡Piensa por un momento cuan débil e ignorante eres, y en que absoluta falta de preparación te encuentras! Cuando principiaste por vez primera tus estudios psíquicos con un profesor a quien ambos amábamos y honrábamos, y a quien conociste con el nombre de Heliobas, tú hablas principiado apenas a vivir en el mundo; desde entonces has trabajado con empeño y conseguido mucho en tu perfeccionamiento espiritual; pero en tu constante aplicación para vencer las dificultades has echado de menos varias cosas en tu camino. Doy crédito a tu paciencia y a tu fe; ellas han realizado mucho en tu favor, y ahora te encuentras en el punto crucial de tu carrera, cuando tu Voluntad, como el timón de un barco, tiembla en tu mano al surcar profundidades desconocidas en que pueden sobrevenir obscuras y pavorosas tempestades.
Hay peligro a proa para cualquiera alma vacilante, orgullosa o rebelde, ¡Es conveniente que te lo prevenga!
-¡No estoy temerosa!, dije en voz baja. Cuando mas, puedo morir.
—Niña, eso es justamente lo que no puedes hacer. Guarda este concepto firmemente, de una vez y para siempre: tú no puedes morir; ¡la muerte no existe! Si pudieses morir y haber concluido enteramente con todos tus deberes, cuidados, trabajos y perplejidades, el eterno problema resultaría por demás simplificado. Pero la idea de muerte es una de las tantas ilusiones humanas. La muerte es una imposibilidad en la estructura de la Vida; lo que se designa con ese nombre es únicamente un cambio y una reinvestidura de átomos que no perecen. Las variadas formas sin fin de este cambio y de esta reinvestidura de átomos es el secreto que nosotros y nuestros discípulos nos hemos propuesto descubrir, y algunos de nosotros lo hemos dominado suficientemente para controlar la materia y el espíritu que forman nuestra estructura.
Pero el modo de realizar este aprendizaje no es fácil.  Rafael Santóris puede haberte dicho
que casi fue vencido en las pruebas, pues yo no omito ninguna; y si tú  persistes en tu loco intento, no podré tampoco omitirlas, ni aun en consideración a tu sexo.
—No pido que omitáis las pruebas conmigo, exclamé suavemente. Ya os he dicho que todo lo soportaré.
Una ligera sonrisa cruzó el rostro de Asélzion.
—Así  lo deseas, lo creo, respondió.¡Yo ahora me doy cuenta perfectamente del martirio que sufriste en los antiguos días!. ¡Te puedo ver desafiando a los leones en la arena romana antes que ceder a tu fija resolución, aun cuando esta resolución fuese correcta o errada!
Mientras hablaba de esta manera, sentí un estremecimiento convulsivo, y la ardiente sangre enrojeció mis mejillas.
—Te puedo ver, continuó, preparándote para arrojarte a las aguas del Nilo antes que ceder a la estúpida superstición y convencionalismo de los hombres. ¿Por qué pareces tan confundida? ¿Te traigo acaso algún antiguo recuerdo? Vamos, dejemos por ahora esta materia, y volvamos a la biblioteca.
Volvimos allí  juntos, y Aselzion tomó asiento nuevamente junto al escritorio, volviéndose hacia mi con un aire de tranquila e impresionante autoridad.
—Lo que deseas aprender, y lo que cada principiante en el estudio de las leyes psíquicas desea generalmente aprender antes de todo, es como adquirir satisfacción y ventaja meramente personal. Tú deseas aprender tres cosas: el secreto de la vida, el secreto de la juventud y el secreto del amor. Miles de filósofos y estudiantes han iniciado algunas investigaciones en este sentido, y tal vez el uno por mil ha tenido éxito, mientras todos los demás han fracasado.
La historia de Fausto tiene perpetuo interés porque trata de estos secretos que, de acuerdo con la leyenda, solo pueden ser descubiertos con la ayuda del demonio.
¡Nosotros sabemos que el demonio no existe, y que todas las cosas están sabiamente ordenadas por una Inteligencia Divina, de manera que en las más profundas investigaciones que nos permitimos hacer no tenemos que temer sino a nosotros mismos!
El fracaso es siempre obra exclusiva de los estudiantes, no del estudio en que se encuentran empeñados, y la razón de esto consiste en que cuando saben ya un poco creen saberlo todo, de donde resulta que llegan a convertirse en intelectualmente arrogantes, actitud que anula inmediatamente el progreso adquirido. El secreto de la vida es una materia comparativamente fácil de entender; el secreto de la juventud, un poco mas difícil; el secreto del amor, el más difícil de todos, porque el amor genera la perpetuidad de la vida y de la juventud.
Ahora, el objeto de tu venida, si bien se considera, es absolutamente personal, no digo egoísta porque este vocablo suena con repulsión; y he de dar crédito a tu sincero sentimiento femenino de que,reconociendo en tu propia alma a Rafael Santóris como tu superior y tu maestro y también como tu amante, deseas ser digna de el demostrando la rectitud y heroísmo de tu carácter. Te garantizo que es así. Te garantizo también que es perfectamente natural, y por supuesto correcto, el que desees mantener la juventud, la belleza y la salud por su amor, y aun podría asegurar que este deseo es solamente por su amor.  Pero justamente ahora no estas del todo segura de que así sea. Tú deseas conocer, para ti misma el secreto de la vida y el poder de continuación de la vida; el secreto de la juventud y el poder de continuación de la juventud; y con toda seguridad deseas conocer para ti, como también para Rafael, el secreto del amor y el poder de continuación del amor. Ninguno de estos secretos puede enseñarse a los mundanos, vocablo que aplico a quienes desisten en sus determinaciones y se extravían por mil asuntos efímeros. No quiero decir que tú seas una de esas personas; pero como todos los que viven en el mundo, tienes tus amigos y conocidos, quienes están prontos a reírse de ti y a burlarse de tus más nobles y elevados anhelos; gente cuya delicia sería impedir tu camino hacia tu progreso espiritual. Y yo me pregunto, ¿eres bastante fuerte para sufrir la positiva burla y la vulgar oposición de la ignorancia?
Ello puede ser, porque tienes bastante voluntad propia, si bien no usas de ella rectamente en algunas ocasiones. Por ejemplo, deseas adquirir en estas materias un conocimiento aparte e independiente de Rafael Santóris; no obstante, sin él, eres una entidad incompleta.  Las mujeres actuales siguen esta viciosa política: el anhelo de ser independientes de los hombres, lo que importa el suicidio de la más noble mitad de su existencia. Ninguna de ellas es criatura completa sin su más fuerte mitad. Las mujeres actuales son como aves deformes con una sola ala, y un vuelo derecho es imposible para ellas.
Cuando Asélzion hubo terminado de hablar, Io miré con fijeza.
—Si estoy o no de acuerdo con vos poco importa, dije.  Reconozco todas mis faltas, y estoy dispuesta a remediarlas; pero necesito aprender de vos todo cuanto me sea posible, todo lo que estiméis que yo pueda aprender, y os prometo absoluta obediencia.
Una ligera sonrisa iluminó sus ojos.
—¿Y humildad?
Incliné mi cabeza.
¡Y humildad!
- Entonces ¿estás resuelta?
iEstoy resuelta!
Asélzion meditó un momento; en seguida; pareció tomar una resolución.
—Así sea, dijo; pero tú experimentarás las consecuencias de tu propio infortunio, si algún infortunio sobreviene. Yo no tengo responsabilidad. Por tu propia voluntad has venido aquí; por tu propia voluntad eliges permanecer aquí, donde no hay otra persona de tu propio sexo con quien puedas comunicarte, y por tu propia voluntad debes aceptar todas las consecuencias. ¿Convienes en ello?
La mirada de acero de sus ojos azules relampagueó con un brillo casi supernatural al hacerme esta pregunta, por lo que experimenté un sentimiento de temor de que luego me repuse, y contesté simplemente:
- ¡Convengo en ello!
Dirigióme una aguda mirada que me conmovió de pies a cabeza. En seguida, volviéndose repentinamente, tocó un timbre que produjo un sonoro y armonioso sonido de campanilla en uno de los corredores exteriores.  Mi primer guía entró casi inmediatamente.
—Honorio, dijo Asélzion. Conduce a esta señorita a su cuarto. Ella seguirá el curso de los novicios y estudiantes. (Mientras así hablaba, Honorio me dirigió una mirada de no disimulado asombro y compasión).  Al momento en que desee irse, se le concederá para ello toda facilidad. Mientras permanezca en instrucción, la regla para ella es, como tu sabes, soledad y silencio.
Miré a Asélzion y noté cuan rápidamente había cambiado la expresión de su rostro. Ya no tenía la suave y gentil benevolencia que había mantenido mi coraje; una adusta sombra lo obscurecía, y sus ojos estaban extraviados. Vi que esperaba que yo abandonase la sala, pero vacilé un momento.
—Me permitiréis daros las gracias, murmuré, levantando mis manos tímidamente, de un modo casi suplicante.
Volvióse hacia mi con lentitud, y tomo mis manos entre las suyas.
—¡Pobre niña, nada tienes que agradecerme!, exclamó. Conserva en tu espíritu como una de tus primeras lecciones en el difícil camino que principias a recorrer la idea de que a nadie tienes que dar las gracias ni a nadie culpar en la confección de tu propio destino, excepto a ti misma!
¡Vete, y que puedas conquistar a tu enemigo!
—¿Mi enemigo?, pregunté asombrada.
—Si, tu enemigo, tú misma, la propia personalidad! ¡La única potencia contra la que todo hombre o mujer ha tenido siempre y tendrá siempre que luchar!
Dejé caer mis manos, y supongo que debo haber expresado alguna suplica muda al mirar a Asélzion, porque una débil sombra de sonrisa vino a sus labios.
<¡Dios sea contigo!» exclamó con suavidad; y luego, con gentil ademán, me significó que lo dejase solo. Obedecí  inmediatamente, y seguí a mi guía Honorio quien me condujo a mi cuarto, donde, sin hablar una palabra, cerró y echó llave a la puerta, como lo hizo a mi llegada.
Con gran sorpresa, encontré listo para mi el equipaje que había dejado en la posada, y en una pequeña consola colocada en un nicho de la muralla, que yo no había notado anteriormente, había una bandeja con frutas, pan añejo y un vaso de agua fría. Al mirar esta pequeña colación que era sencilla aunque delicadamente presentada, vi que la consola era en realidad un pequeño ascensor conectado evidentemente con Ios servicios domésticos del Castillo, y llegué a la conclusión de que éste sería el medio por el cual se me servirían todas mis comidas. No ocupe, sin embargo, mucho tiempo en pensar sobre este asunto.
Me sentía feliz de que se me hubiese permitido permanecer en el Castillo de Asélzion, y no me molestaba el hecho de encontrarme aprisionada bajo llave. Desempaqueté  mis pequeñas cosas, entre las que había tres o cuatro de mis libros favoritos, y en seguida tomé asiento para servirme con agudo apetito mi frugal comida. Cuando hube concluído, acerqué una silla a la amplia ventana y allí me senté  para mirar hacia el mar, Vi a la pequeña rosa que, amistosamente y con aire confidencial, inclinaba su corola contra el muro justamente debajo de mí, lo que me produjo un sentimiento de compañerismo. Por lo
demás, la soledad era profunda. La cercanía de la noche iba poco a poco obscureciendo el cielo; una o dos franjas luminosas de color carmesí brillaban todavía como recuerdos del sol poniente, y un resplandor color perla en el oriente sugerí a la próxima salida de la luna. Experimenté una sensación de conmovedor silencio, y al mirar desde la ventana hacia el interior de mi cuarto, parecía este lleno de sombras movibles, obscuras e impalpables. Recordé que no tenía vela ni otro medio de alumbrarme, lo que me causó una inquietud pasajera, pero solo por un momento. Podría acostarme, así pensaba yo, tan luego como me hubiese cansado de mirar el mar. De todas maneras, esperaba la salida de la luna, y me sentía contenta ante aquel divino, apacible y hermoso escenario en que un pintor o un poeta habrían podido inspirarse. No sentía temor alguno; pero comencé a impresionarme y a sobrecogerme gradualmente ante la quietud más y más profunda, y la majestuosa soledad que me rodeaba. «La regla para ella es soledad y silencio», así había dicho Asélzion. Evidentemente, la regla comenzaba a entrar en vigor.


del libro El Castillo de Asélzion
Marie Corelli










Cruz y Estrella en you tube (Segunda parte del libro El Castillo de Asélzion)



La luna levantóse con majestuosa lentitud entre dos franjas de obscuras nubes que gradualmente adquirían un color plateado ante su luminosa presencia, y un brillante sector de reflexiones diamantinas principio a invadir en parte el dilatado mar. Yo permanecí en la ventana, pues no sentía inclinación alguna para volver el rostro hacia la obscuridad de mi cuarto. Luego comencé a pensar que implicaba cierta rudeza el haberme dejado sola y encerrada con llave. ¡Al menos, debieron haberme  provisto de una luz! Pero en seguida me reproché a mí misma por haber permitido entrar a mi espíritu la más leve sugestión de una queja, porque, después de todo, no se me había invitado en calidad de huésped al Castillo de Asélzion, y además, recordé la orden dada con relación a mi persona: <Al momento en que desee irse, se le concederá para ello toda facilidad>. Me sentía mucho más temerosa de esta concesión para marcharme que de mi actual soledad, y resolví considerar toda mi aventura con corazón ligero, y aún con cierto estoicismo. Si era mejor que yo estuviese sola, es indudable que la soledad resultaría buena para mí; si era necesario que permaneciera en la obscuridad, sin duda que la obscuridad me sería conveniente.
Apenas había resuelto aceptar estas condiciones cuando mi cuarto fue iluminado repentinamente por una suave y refulgente luz, y me sobrecogí de espanto al no descubrir su origen. No había allí lámparas ni ampolletas eléctricas; era algo así como si las paredes brillaran con alguna luminaria superficial. Pasada mi primera sorpresa, me sentí encantada y feliz ante la confortable brillantez que me rodeaba, lo que me hizo recordar el brillo eléctrico de las velas del yate "Dream".
Me aparté de la ventana, dejéla abierta, pues la noche era muy calurosa, y me senté a la mesa para leer un poco; pero después de algunos minutos suspendí la lectura a fin de escuchar los murmullos de una música extraña que llegaba a mis oídos, aparentemente desde el mar, y que me conmovió hasta el alma. Ninguna descripción podría ser bastante elocuente para dar una idea de la dulzura de aquellas armonías, y me sentí  maravillada y absorta mientras seguía el ritmo de las deliciosas y ondulantes cadencias. 
Gradualmente, mis pensamientos volaron lejos, hacia Rafael Santóris. ¿Dónde se encontraría? ¿En qué pacífica extensión  de aguas brillantes estaría anclado su fantástico  buque? Lo reproduje en mi cerebro hasta que casi pude ver su rostro, su ancha frente, la tierna sonrisa de sus valientes ojos, y pude imaginarme que oía los suaves acentos de su voz, ¡siempre tan gentil cuando me hablaba, a mí, que había rechazado la mitad de su influencia! Una rápida ola de ternura invadió mi corazón; toda mi alma voló a  saludarlo con los brazos abiertos, por decirlo así; sentí en mi propia conciencia que él era más que todo para mí en el mundo, y exclamé en voz alta: «¡Mi amado, te amo, te amo!»
Luego medité cuan insano y fútil era hablarle aI aire cuando había podido hacer esa confesión al verdadero amado de mi vida cara a cara, si yo hubiera sido menos escéptica, menos orgullosa. ¿No era  mi viaje al Castillo de Asélzion un testimonio de mi vacilante y dudosa actitud? Porque yo había venido, como bien ahora lo reconocía, en primer lugar, para estar segura de que Asélzion existía en realidad, y, en segundo término, para convencerme por mí misma y para mi propia satisfacción de que era verdaderamente capaz de comunicar los secretos místicos de que Rafael parecía estar en posesión.
Cansada al fin de tanto infructuoso pensar, cerré la ventana y me desvestí para ganarme al lecho. Cuando estuve acostada la luz de mi cuarto se extinguió repentinamente, y todo quedo en la obscuridad, excepto la blanquecina y clara luz de la luna que penetraba por el postigo el cual permanecía abierto por carecer de cortina para cerrarlo. Por algún tiempo, permanecí despierta en mi dura y estrecha cama, mirando aquella luz, y rechazando con firmeza el permitir que me dominara sentimiento alguno de miedo o de abandono.
Ceso la música que tanto me había extasiado, y todo quedó en perfecta quietud y tranquilidad. Poco a poco cerrándose mis ojos; mis fatigados miembros se desperezaron, y caí en un sueño absolutamente profundo.
Cuando desperté a la mañana siguiente, la luz solar invadía mi cuarto como una lluvia de oro.
Levantéme llena de alegría por haber pasado la noche tan apaciblemente, y por no haberme ocurrido algo extraño o aterrador, aun cuando no se por que hubiese podido temer que esto sucediera. Todas las cosas parecían maravillosamente frescas y hermosas ante la deliciosa claridad del nuevo día, y la sencillez misma de mi cuarto era más fascinadora que el lujo más suntuoso.
Sólo noté algo extraordinario: el agua fría de que estaba provisto mi baño chisporroteaba, por decirlo así, como si hubiera sido efervescente; una o dos veces pareció
rizarse como una espuma diamantina, y nunca permanecida en reposo. Antes de bañarme, observe su brillante movimiento durante algunos minutos; en seguida, sintiéndome segura de que se encontraba cargada con cierta clase de electricidad, me sumergí en ella sin vacilar, y goce en el mas alto grado de su deliciosa y vigorizante influencia.
Concluida mi toilette, y habiéndome vestido con una sencilla bata de mañana de paño blanco, por estimarla más adaptable al  calor que la negra vestimenta usada durante mi viaje, me dirigí a abrir la ventana para dar entrada al aire fresco del mar, y al mismo tiempo experimenté cierta sorpresa al ver una pequeña puerta, abierta en el lado de la torre, a través de la cual descubrí una escalera de caracol que conducía hacia abajo. Cediendo al impulso del momento, descendí  por ella hasta su término donde me encontré ante un hermoso pequeño jardín incrustado en la playa. Podía ahora abrir una puerta y pasearme en la ribera misma del mar. ¡Ya no era más prisionera! ¡Podía correr, si lo deseaba!
Miré a mi alrededor, y no pude menos de sonreirme al ver la imposibilidad de escapar. El pequeño jardín pertenecía exclusivamente a la torre, y rodeándolo por todos lados rocas inaccesibles que se elevaban casi hasta la altura del propio Castillo de Asélzion, mientras el pedazo de playa en que me encontraba aparecía igualmente cercado por enormes peñascos contra los cuales las olas del océano habían  azotado durante siglos sin dejar huellas muy visibles. Sin embargo, me sentía feliz al pensar que se me hubiera permitido cierta libertad al aire libre, y por algunos minutos permanecí mirando el océano y
gozando con el calor del sol meridional.
En seguida volví sobre mis pasos lentamente, mirando en todas direcciones para ver si divisaba alguna persona. No se divisaba un alma.
Volví a mi cuarto donde encontré mi cama tan primorosamente hecha como si nunca hubiera dormido en ella persona alguna, y allí sobre la mesa, encontré también mi almuerzo el que se componía de una taza de leche y algunos bizcochos de harina de trigo que el apetito me indujo a devorar regocijadamente. Cuando hube concluido, tomé la taza vacía y la bandeja y las puse en la consola dispuesta en el nicho, que fue bajada instantáneamente y desapareció muy pronto.
Comencé luego a meditar cómo emplear mi tiempo. No sería en escribir cartas, porque aun cuando tenía mi escritorio de viaje listo para este propósito, no deseaba que mis relaciones de amistad supieran donde yo estaba, y, aun cuando hubieran  escrito a algunas de ellas, habría sido poco probable que hubieran recibido mi correspondencia, pues tenia la convicción de que la mística Hermandad de Asélzion no permitían que me comunicase con el mundo exterior mientras yo permaneciera allí.
No tenia idea exacta de la hora, pues mi reloj se había detenido. La quietud que me rodeaba habría Ilegado a ser opresiva si no hubiera sido por el ruido de las pequeñas olas que rompían en el promontorio bajo mi ventana.
De repente con grande alegría de mi parte, se abrió la puerta de mi cuarto y entró Honorio. Inclinó ligeramente la cabeza, a manera de saludo, y en seguida dijo en tono breve: «Os ordenan seguirme>.
Me levante con toda obediencia, y estuve lista. Honorio me miraba intensamentecon curiosidad, como deseando leer mi pensamiento. Recordé que Asélzion me había prohibido hablar, a menos de que me hablasen antes, y me limité a devolver la mirada de Honorio firmemente y con una sonrisa.
«No os sentís ni desdichada, ni temerosa, ni inquieta», dijo con lentitud. «EIlo marcha bien. Os iniciáis de un modo feliz.  Y ahora, cualquiera cosa que veáis u oigáis,  ¡guardad silencio! Si deseáis hablar, hablad luego; pero, cuando dejemos este cuarto, que ni una sola palabra se escape de vuestros labios, ni una sola exclamación. ¡Vuestra misión es oír, aprender y obedecer!»
Esperó a fin de darme oportunidad de decirle algo en respuesta; pero preferí mantenerme muda. En seguida me pasó un velo doblado de material suave, blanco, fino y sedoso. «Cubríos con esto», dijo, <y no os descubráis hasta que hayáis vuelto aquí».
Desdoblélo y me lo coloqué rápidamente.
Era tan delicado como una nube, y me cubría de pies a cabeza, ocultándome ante los ojos extraños, aun cuando podía yo mirar perfectamente a través de él. Honorio me hizo señas para que lo siguiera, y así lo hice.
Mi corazón latía rápidamente a impulso de un doble sentimiento de excitación y expectación.
Recorrimos varios pasajes con intrincadas vueltas que parecían no tener salida, como un laberinto, hasta que al fin me encontré encerrada en algo semejante a una pequeña celda con una abertura al frente de mi y por la que podía contemplar una extraña y pintoresca escena. Vi el interior de una pequeña y hermosa capilla gótica, exquisitamente delineada y
alumbrada por numerosas ventanas de vidrio empañado, a través de las cuales la luz solar filtraba en arroyos de color radiante que proyectaban matices de oro, carmesí y azul sobre el blanco mármol del pavimento. Entre cada columna que sostenía el techo, primorosamente tallado, había dos filas de bancos, dispuestas en anfiteatro, en que estaban sentadas inmóviles figuras blancas, hombres vestidos con el hábito de la misteriosa Orden, y con sus rostros ocultos bajo sus capuchas.
La capilla no tenía altar; pero en su extremo oriente, donde el altar pudo haber sido erigido,se ostentaba una obscura cortina de púrpura alumbrada con brillantes resplandores por una cruz y una estrella de siete puntas, Los rayos luminosos emanados de aquel elevado Símbolo de un credo no escrito eran tan vivos que casi enceguecían, y poco les faltaba para eclipsar el brillo del mismo sol.
Sobrecogida por la extraña y tranquila solemnidad que me rodeaba, me sentía feliz de estar oculta bajo los pliegues de mi blanco velo, aunque luego me di cuenta de que me encontraba en una especie de cámara secreta, construida evidentemente para el uso de los que eran llamados a presenciar todo lo que ocurría en la capilla, sin ser vistos.
Yo esperaba con viva expectación. Luego tembló en el aire el profundo y vibrante sonido del órgano, aumentando gradualmente en poder e intensidad hasta que un magnifico torbellino musical salio de el, algo así como cuando una repentina tempestad estalla entre las nubes.
Lance un prolongado suspiro de puro éxtasis. Sentía deseos de arrodillarme y de derramar lágrimas de gratitud por el mero hecho de oír.
iEra una mística divina que destruía toda idea de mortalidad; y el alma aprisionada volaba con regocijo hacia arriba, hacia una vida más elevada, en alas de la luz!
Cuando el órgano volvió a enmudecer, lo que ocurrió muy luego, sobrevino un profundo silencio, tan profundo que podía oír los rápidos latidos de mi propio corazón, como si yo hubiera sido el único ser viviente en aquel lugar. Volví mis ojos hacia la deslumbrante Cruz y Estrella que con sus rayos de fiero brillo en continuo movimiento producía el efecto de algo así como si una corriente eléctrica estuviera dirigiendo mensajes que ningún mortal, por hábil que fuese, pudiera ser capaz de descifrar o de traducir en palabras, pero en todo caso, mensajes que podían abrirse camino hasta lo más profundo de nuestras conciencias.
De pronto se produjo un ligero movimiento en las filas de aquellos hombres vestidos de blanco que, cubiertos sus rostros con capuchas del mismo color, habían permanecido hasta ese instante sentados y en absoluta quietud, y, como movidos por un resorte, pusiéronse de pie, mientras otra figura, elevada, imponente y majestuosa, apareció con paso lento, recorrió la capilla y se detuvo al frente del glorioso Símbolo, con ambas manos levantadas y extendidas, como para invocar una bendición. Era el Superior, era Asélzion, Asélzion investido con tal dignidad y esplendor que parecía un héroe o un dios.
Su aspecto era de absoluto poder y tranquila compostura, y expresaba al mismo tiempo seguridad, fuerza y autoridad. Llevaba su capucha echada atrás, y desde el secreto rincón en que me encontraba sentada podía mirar sus facciones distintamente, y el brillo de sus penetrantes y hermosos ojos mientras los volvía hacia sus discípulos.
Manteniendo sus manos extendidas, dijo con voz firme y clara:
«¡Al Creador de todas las cosas visibles e invisibles ofrezcamos nuestra gratitud y nuestra alabanza, y así principiemos este día!» !
A lo que un murmullo de voces respondió:
«¡Te alabamos, oh Divino Poder de Amor y Vida eterna!>
<¡Te alabamos por todo lo que somos!>
<iTe alabamos por todo lo que hemos sido!
<Te alabamos por todo lo que esperamos ser!»
Siguió un momento de impresionante silencio. En seguida, los miembros de la Hermandad tomaron asiento en sus sitios respectivos, y Asélzion habló en mesurado y distinto acento, con el modo fácil y seguro de un práctico orador:
Amigos y Hermanos!
«Nos hemos reunido aquí para considerar en este instante de tiempo las cosas que hemos hecho en el pasado, y las cosas que estamos preparándonos para realizar en el futuro>.
«Nosotros sabemos que desde el pasado, que se extiende hacia atrás por toda la eternidad, hemos hecho el presente; y, de acuerdo con la Ley Divina, sabemos también  que desde este presente, extendiéndonos hacia adelante por toda la eternidad, evolucionaremos para formar nuestro futuro>.
«Estáis aquí para aprender no solo el secreto de la vida, sino algo acerca de como vivir la vida; y yo, en mi limitada capacidad, estoy únicamente procurando enseñaros lo que la Naturaleza os ha estado mostrando por miles de siglos, aun cuando  no os habéis tornado la molestia de aprender sus lecciones.
«Profesores sagaces, que a pesar de todo no son mas que niños en su incipiente sabiduría,
os han enseñado que la vida humana ha nacido del protoplasma—como ellos creen—pero carecen de la habilidad necesaria para deciros como evolucionó el protoplasma y por que, ni de donde vino el material para la formación de millones de sistemas solares y trillones de organismos vivos respecto de cuya existencia no tenemos ni conocimiento ni percepción.
Algunos de ellos niegan a Dios; pero la mayor parte de ellos se sienten obligados a confesar que debe haber una Inteligencia suprema y omnipotente que regula el Universo.
El Orden no puede nacer del Caos sin una Inteligencia directiva; y el Orden degeneraría otra vez rápidamente en Caos si no existiera esa misma Inteligencia directiva capaz de sostener su método y su condición.
<Partimos, por lo tanto, de la base de que existe esta Inteligencia reguladora o directiva que, como el cerebro humano, debe ser dual, combinando los atributos masculino y femenino, pues vemos que en esa misma forma dual se manifiesta también en toda la Creación>.
«La Inteligencia o el Espíritu, si así queréis llamarlo, es inherentemente activo y debe encontrar una salida o manifestación de su poder, y el mero hecho de esta necesidad produce el deseo de perpetuarse en varias formas: de ahí nace el primer atributo del Amor. Por consiguiente, el Amor es el fundamento de Ios  mundos, y la fuente de todos los organismos vivos, de los átomos duales de espíritu y  materia que ceden a la Atracción, Unión y Reproducción. Si nosotros llegamos a darnos cuenta exacta de este hecho, habremos dado un gran paso hacia la comprensión de la vida».
Asélzion guardó silencio por un momento; luego avanzó uno o dos pasos; el deslumbrante Símbolo a sus espaldas parecía rodearlo literalmente con sus rayos. En seguida continuó:
«Lo que debemos aprender antes de todo es como estas leyes nos afectan como seres humanos y como personalidades aisladas.
<Para exponer los sencillos principios que deben guiar y preservar la existencia humana es necesario evitar toda obscuridad de lenguaje, y mi explicación será tan breve y sencilla como me sea posible>.
<Aceptada la idea de que existe un Divino Espíritu o Inteligencia Omnipotente que rige la infinidad de átomos vitales que en su unión y reproducción construyen las maravillas del Universo, nosotros vemos y admitimos que uno de los principales resultados de la obra divina es el hombre.
El es—así nos han enseñado—«la imagen de Dios.» Esta expresión puede ser considerada
como un verso poético de las Sagradas Escrituras, sin más significado que el de una poética imanación; pero, sin embargo, es una verdad. El Hombre es en sí mismo una especie de Universo; él es también una conglomeración de átomos, átomos que son activos, reproductivos y deseosos de perpetua creación. Tras ellos, como en la naturaleza divina, hay también un espíritu o inteligencia reguladora, dual en su esencia y de doble sexo en la acción.
Sin el espíritu que la guíe, la constitución del hombre es un caos justamente como lo sería el Universo sin la dirección de su creador".
«Debemos principalmente recordar que así como el Espíritu de la Naturaleza visible es Divino y eterno, así también el espíritu de cada individuo es divino y es eterno, ha existido siempre y existirá siempre , y nosotros marchamos como distintas personalidades, cada uno o cada una bajo la controladora influencia de su propia alma, hacia una más y más elevada percepción y progreso espiritual. La gran mayoría de los habitantes del mundo viven con menos conciencia sobre este punto que las moscas o los gusanos; forman religiones en que ellos hablan de Dios y de la inmortalidad como los niños, sin hacer el menor esfuerzo por comprender las manifestaciones de la Esencia Divina ni la eternidad de la existencia; y, en cuanto al cambio que llaman muerte abandonan esta vida sin haberse tornado la molestia de descubrir, conocer o utilizar los más grandes dones que Dios les ha concedido.
Pero nosotros, nosotros que estamos aquí para estudiar la existencia de la Fuerza Omnipotente que nos da completo dominio sobre las cosas del espacio, del tiempo y de la materia; nosotros que sabemos que el hombre puede mantener absoluto control sobre los átomos movibles de su propio universo individual, podemos dar testimonio por nosotros mismos de que toda la tierra está sujeta al dominio del alma inmortal, sí, como también lo están los propios elementos del aire, del fuego y del agua, porque estos elementos son únicamente ministros y servidores de su autoridad soberana!"
Asélzion detúvose nuevamente, y, después de uno o dos minutos de silencio, continuó:
«Esta hermosa tierra; este esplendoroso  cielo que la rodea; las exquisitas cosas ofrecidas por la amante Naturaleza, son elementos dados al hombre, no solo para satisfacer sus necesidades materiales sino para la evolución de su progreso espiritual.
De la luz del sol puede sacar nuevo ardor y color para su sangre; del aire, nuevos suplementos de vida; de los mismos árboles, yerbas y flores, medios para renovar su fuerza; y nada ha sido creado sino con la intención de contribuir a su propio placer y bienestar. Porque si la base o fundamento del Universo es el Amor, como lo es en realidad, es natural que el Amor desee ver a sus criaturas felices. La miseria no tiene lugar en el plan divino de la creación. La miseria es únicamente el resultado de la propia oposición del hombre a las leyes naturales. En la Naturaleza, todas las cosas trabajan con calma y constancia, y resuelta y directamente hacia el bien. La Naturaleza obedece en silencio las órdenes de Dios. El hombre, por el contrario, interroga, argumenta, niega, se revela, de dónde resulta que derrocha sus fuerzas, y falla en sus más elevados anhelos.
Está en su propio poder el renovar su propia juventud, su propia vitalidad; sin embargo, lo vemos descender por su propia culpa hacia la debilidad y la decrepitud, entregándose, por decirlo así, para ser devorado por las influencias desintegrantes que pudo fácilmente repeler. Porque así como el directivo Espíritu de Dios gobierna la infinidad de átomos que forman los mundos siderales, así también el espíritu del hombre puede gobernar los átomos de que el se compone, guiando su acción y renovándolos a voluntad, formando con ellos verdaderos soles y sistemas de pensamiento y poder creador, sin desperdiciar una partícula de sus eternas fuerzas vitales. El hombre puede llegar a ser lo que quiera ser:
un dios o meramente una masa de unidades embrionarias que vuela de una a otra faz de la vida eterna en estúpida indiferencia, compeliéndose a sí mismo a que transcurran siglos antes de seguir por algún decisivo sendero de separada acción individual.
La mayor parte de los seres humanos prefiere ser nada en este sentido; sin embargo, todos estamos sometidos a las consecuencias de nuestra eterna responsabilidad.
"Si alguno de los presentes desea hablar, hacer alguna pregunta o negar alguno de mis asertos, que venga aquí a manifestar valientemente lo que tenga que decir".
Cuando hubo hablado así, prodújose cierto movimiento entre los hasta entonces inmóviles miembros de la Hermandad.
Levantóse uno de ellos, y, descendiendo desde su sitio, marchó con lentitud hasta llegar a pocos pasos de Asélzion; luego se detuvo, y echó hacia atrás su capucha, mostrando un fatigado y hermoso rostro en que una gran pena parecía impresa en forma demasiado fuerte para que alguna vez pudiera ser borrada.
—¡Yo no deseo vivir!, exclamó. He venido aquí a estudiar la vida; pero no a aprender como prolongarla. La perdería yo gustoso por la más insignificante bagatela. Porque la vida es para mi una cosa amarga, un terrible e inexplicable tormento! ¿Porqué os empeñáis, oh Asélzion, en enseñarnos como vivir largo tiempo? ¿Por que no nos enseñáis mejor como morir luego?
Los ojos de Asélzion se fijaron en él con grave y tierna compasión.
— ¿Que acusación traéis contra la vida? preguntóle. ¿Como la vida os ha dañado?
—¿Cómo la vida me ha dañado?, y el infeliz levantó sus manos con un gesto de desesperación. ¿Podéis preguntarlo vos, que profesáis leer nuestros pensamientos?
¿Cómo la vida me ha dañado? Siendo ¡injusta para conmigo! ¡Desde mi primer aliento, porque jamás pedí venir al mundo; desde mis años juveniles cuando todos mis sueños y aspiraciones fueron destruidos por amantes padres, sí, por amantes padres cuya idea del amor era el dinero! ¡Toda noble ambición frustrada! ¡Toda elevada esperanza muerta! Y en mi propio amor, ese amor de mujer que es la principal ambición del hombre, aun ella fue falsaria e indigna como una moneda falsificada, y no se preocupo jamás de salvar mi vida, que se arruinó, ¡por supuesto!  Pero, ¿qué importa? ¡Ahora siento cansancio de todo! ¡Día tras día, el peso del tiempo!; ¡el vivo deseo de tenderme y ocultarme en paz y para siempre bajo el confortable césped, donde ni amigo desleal, ni amor traidor ni bondadosos parientes, alegres todos ellos de verme sufrir, nunca más puedan señalarme con burla ni desprecio o volver hacia mi otra vez sus crueles ojos! iAsélzion, si el Dios a quien servís es la mitad tan malvado como los hombres que El creó, quiere decir entonces que el cielo mismo es un infierno!
El Hermano hablaba deliberadamente y con ardor. Asélzion lo miraba en actitud silenciosa.
El deslumbrante Símbolo de Cruz y Estrella brillaba con extraños matices como un conjunto de millones de joyas, y durante algunos minutos no se interrumpió el profundo silencio en la capilla. De súbito, como impelido por una fuerza irresistible, el Hermano cayó de rodillas.
—¡Asélzion!, exclamó. ¡Como sois fuerte, tened paciencia con el débil! iComo sois divino, tened piedad con los ciegos! ¡Como os sentís firme en vuestros conocimientos espirituales, tended una mano a aquellos que pisan en incierta y movediza tembladera; y si la muerte y el olvido figuran entre los dones de vuestra gracia, no me los rehuséis, porque yo desearía más bien morir que vivir!
Siguió una pausa. En seguida, la voz de Asélzion, tranquila, clara y muy suave, vibró en medio del silencio:
—¡No hay muerte!, dijo. ¡No podéis morir! ¡No hay olvido! ¡No podéis olvidar! ¡No hay sino un camino para la vida: vivirla! 
Otro momento de silencio. En seguida continuo Asélzion con voz firme y resuelta:
—¡Acusáis a la vida de injusticia! ¡Vos sois el injusto con la vida! La vida os hizo concebir esos sueños y aspiraciones de que habláis. ¡En vuestro poder estaba el realizarlos! Ni padres, ni esposa, ni amigos pueden impediros hacer lo que deseáis hacer.
¿Quién frustro la realización de vuestras nobles ambiciones e ideales sino vos mismo? ¿Quien puede matar una esperanza sino aquel en cuya alma fue concebida? Y en cuanto al amor de aquella mujer, ¿fue ella en realidad vuestra compañera, o simplemente una cosa de vanidad y belleza externa? ¿Tocó vuestra pasión su cuerpo únicamente, o alcanzó hasta su alma? ¿Os preocupasteis de investigar si esa alma había despertado alguna vez en ella, u os sentíais bastante satisfecho con poseer nada mas que su hermosura superficial? ¡En todas estas cosas, culpaos a vos mismo; no culpéis a la vida! ¡Porque la vida os da la tierra y el espacio, el tiempo y lo inconmensurable, para alcanzar la felicidad, felicidad en que, salvo por vuestra propia culpa, jamás debiera existir un solo rasgo de pena!
El arrodillado penitente, pues tal parecía serlo, cubrióse el rostro con ambas manos.
—Yo no puedo daros muerte, continuó Asélzion. Podéis daros vos mismo lo que conocéis con ese nombre, si así lo deseáis.
Podéis, por vuestra propia iniciativa, repentina o premeditada, destruir vuestra presente envoltura material; pero ello sería por un brevísimo espacio de tiempo, el estrictamente necesario para que las fuerzas de la Naturaleza os construyeran nuevamente.
En todo caso, nada conseguiréis, ya que con un acto semejante no perderíais ni vuestra conciencia ni vuestra memoria.
Pensadlo bien antes de destruir vuestra presente casa-habitación, porque la ingratitud alimenta la estrechez, y la nueva habitación puede ser más pequeña y menos apropiada para vuestra ansiada paz y tranquilidad.
Con estas palabras, suavemente pronunciadas, levantó al arrodillado penitente, y le hizo señas de que volviera a su lugar. El penitente así lo hizo con absoluta obediencia, y sin proferir una sola palabra, cubriéndose otra vez el rostro con la capucha a fin de que ninguno de los presentes pudiera ver sus facciones.
En seguida, otro Hermano avanzó hacia adelante, y se dirigió a Asélzion.
-Maestro, dijo, ¿no sería mejor morir que envejecer? Sino existe efectiva muerte, como nos enseñáis, ¿por que sobreviene la efectiva decadencia? ¿Que placer hay en la vida cuando las fuerzas se debilitan y fallan nuestras pulsaciones; cuando la ardiente sangre se enfría y comienza a circular con dificultad, y cuando aún aquellas personas a quienes amamos consideran que hemos vivido demasiado? Yo soy viejo, aunque no estoy consciente de mi edad; pero otros están conscientes por mi. Sus miradas, sus palabras, implican que soy un obstáculo en su camino; que estoy muriendo lentamente como un árbol carcomido, y que el proceso es demasiado aburrido para su impaciencia.
Y, no obstante, yo podía ser joven: mis potencias para el trabajo han aumentado en vez de disminuir; gozo de la vida más que aquellos que tienen de su parte la juventud; pero, a pesar de todo, se que llevo sobre mi el peso de setenta años, y yo digo que seguramente es preferible morir que vivir tanto tiempo!
Asélzion, que permanecía de pie ante la amplia luz del resplandeciente Símbolo de Cruz y Estrella, mirábalo con bondadosa sonrisa.
—Yo también llevo el peso, si así lo llamáis, de setenta años, dijo. Pero los años nada significan para mi, como nada debieran significar para vos. quién os ha pedido que los contéis? ¿Quién os ha ordenado tomarlos en consideración? En el mundo de la Naturaleza agreste, el tiempo se regula únicamente por las estaciones: el pájaro ignora su edad; el rosal no cuenta los aniversarios de su nacimiento. Vos, en quien reconozco un hombre enérgico y un paciente discípulo, habéis vivido la vida que los hombres acostumbran llevar
en el mundo: sois casado con una mujer que jamás se ha tornado la molestia de estudiar, ni mucho menos comprender, los rasgos mas destacados de vuestro carácter, y quien ahora es mucho mayor que vos, aunque menor en años efectivos; tenéis hijos que os consideran exclusivamente como a su banquero, y que, mientras os fingen afecto, esperan vuestra muerte con ansiedad a fin de poseer vuestra fortuna!. ¡Preferible hubiera sido que nunca hubieseis tenido esos hijos! Conozco todo esto como vos también lo conocéis. Igualmente se que mediante las impresiones mundanas, y la influencia de los llamados «amigos» quienes desean convenceros de vuestra edad, ha principiado el proceso desintegrante; pero este proceso puede ser detenido. ¡Vos mismo podéis detenerlo! El sueño del Fausto no es una mera fantasía, solo sé que la renovación de la juventud no es obra de la mágica maldad sino del bien natural. Si anheláis ser joven, dejad el mundo que habéis conocido, y principiad de nuevo; dejad esposa, hijos, amigos, todos aquellos seres que cuelgan como plantas parásitas en un roble, carcomiendo su tronco y extrayendo de el su fuerza, sin comunicarle algún nuevo elemento de vitalidad. ¡Vivid otra vez; amad otra vez!
—iYo!—y el Hermano echo atrás su capucha, dejando en descubierto un rostro demacrado
y surcado de profundas arrugas, aunque conmovedor en virtud de los rasgos intelectuales que revelaban sus hermosas facciones—¡Yo! ¡Con estos cabellos blancos! ¡Os burláis de mi, Asélzion!
—¡Jamás me burlo!, respondió  Asélzion. Yo dejo las burlas para los insanos que estiman la vida someramente sin comprender sus principios reguladores. No me burlo de vos. ¡Ponedme a prueba! iObedeced mis reglas aquí únicamente por seis meses, y saldréis de este Castillo con todas vuestras fuerzas corporales y espirituales renovadas en juventud y vitalidad. Pero vos mismo debéis realizar el milagro que, después de todo, no es milagro. ¡Vos mismo debéis reconstruiros a vos mismo!, como esta obligado a hacerlo todo aquel que desea vivir una mas amplia y noble vida. Si vaciláissi retrocedéis; si volvéis por medio de algún insensato recuerdo o mórbido pensamiento a vuestros anteriores errores en la vida, que ya pasaron, a ella, vuestra esposa, esposa en el nombre, pero jamas en el alma; a vuestros hijos, nacidos de animal instinto, pero no de un profundo amor espiritual; a aquellos vuestros «amigos» que cuentan vuestros años como si fueran otros tantos crímenes, solo conseguiréis detener la obra revigorizante y aniquilar las fuerzas renovadoras. Debéis elegir vuestro camino en la vida, y esta elección debéis hacerla voluntaria y deliberadamente.
Ningún ser humano se debilita ni envejece sino mediante su propia intención e inclinación hacia ese fin. De igual manera, ningún ser humano mantiene o renueva su juventud sin una similar intención o inclinación. Tenéis dos días para pensarlo, y en seguida me diréis lo que hayáis resuelto.
El Hermano vaciló como si tuviera algo más que decir; pero luego volvió a su sitio, en actitud de profunda obediencia.
Asélzion espero hasta que se hubo sentado y, después de un breve intervalo, habló una vez más:
—Si todos vosotros aquí presentes estáis contentos con vuestras reglas de vida en este lugar, y con los estudios que proseguís, y ninguno de vosotros desea irse, os pido el signo acostumbrado.
Todos los Hermanos pusiéronse de pie, y levantaron los brazos por encima de sus cabezas. En seguida, después de un segundo de tiempo, los dejaron caer otra vez con
solemne lentitud.
«¡Basta!», exclamó Asélzion, y luego se dio vuelta hacia el Símbolo de Cruz y Estrella, enfrentándolo ampliamente. Asombrada y con cierto terror, observe que los rayos procedentes del centro del Símbolo flameaban tomando una longitud extraordinaria, rodeando toda su silueta, e invadiendo la capilla con un brillo amarillento como si repentinamente se hubiera producido allí un incendio. Asélzion avanzó
derecha y resueltamente hasta el centro de las deslumbrantes llamas; en seguida, y desde cierto punto, dióse vuelta otra vez y miro a sus discípulos.¡Como había cambiado de aspecto! La luz que lo rodeada parecía ser parte de su propio cuerpo y de sus propias vestiduras; encontrábase transfigurado en algo parecido a un ángel o a un dios, lo que me produjo un sentimiento sucesivo de admiración, de temor y de terror. Levantando su mano derecha, hizo la señal de la cruz. Los Hermanos descendieron de sus respectivos sitios, y, caminando lentamente, llegaron hasta colocarse en semicirculo frente a su maestro quien, con voz clara y solemne, exclamó:
—¡Oh. Divina Luz! Somos parte de Ti! y en Ti deseamos ser absorbidos! iPor Ti sabemos que somos capaces de obtener una vida inmortal sobre esta graciosa tierra! ¡Oh, Naturaleza, amante madre, cuyo seno palpita con oculto fuego de vitalidad y energía: nosotros somos tus hijos, nacidos de ti en espíritu y en materia; en nosotros has derramado tus lluvias y tus rocíos, tus nieves y tus heladas, tu luz solar y tus tempestades!
¡En nosotros has incorporado tu prolífica belleza, tu facultad productora, tu poder y tu progreso hacia el bien; y mas que todo nos has dotado con la pasión divina del Amor que enciende el fuego con que tu has sido creada y de que emana y se mantiene nuestra existencia! ¡Protégenos, oh Luz! iAlimentanos, oh Naturaleza; y Tu, oh Dios, Supremo Espíritu de Amor, cuyo pensamiento es Llama, y cuyo deseo es Creación, se Tu nuestro Guía, nuestro sostén y nuestro instructor, a través de todos los mundos sin fin, y por toda la eternidad! ¡Amen!
Una vez más, la gloriosa música del órgano se dejo oír en la capilla como una tormenta, y yo, temblando en todo mi ser, caí de rodillas, sobrecogida por el esplendor de las armonías y por lo extraño de aquella escena. ¡ Gradualmente, muy gradualmente, la música murió a lo lejos; sobrevino un profundo silencio, y, al levantar mi cabeza, la capilla estaba desierta! Asélzion y sus discípulos habían desaparecido sin producir ruido alguno, y como si jamas hubieran estado allí presentes. Solamente la Cruz y la Estrella permanecían aun brillando contra el fondo obscuro color púrpura y despidiendo prolongados y trémulos rayos, algunos de matiz violeta pálido, otros escarlata, otros de delicados tintes del rosado y del topacio.
Mire a mi alrededor, en seguida, tras de mi, y con alguna sorpresa vi que la puerta de mi pequeña cámara se encontraba abierta. Cediendo a un impulso demasiado fuerte para resistir, me deslice suavemente hacia afuera y, marchando en puntillas y atreviéndome escasamente a respirar, encontré mi camino, a través de un bajo portal abovedado, hasta el interior de la capilla, y allí permanecí sola. Un positivo terror hacia latir fuertemente mi corazón.
Sin embargo, nada había que temer. Nadie se encontraba cerca de mi a quien yo pudiera ver; pero sentía como si miles de ojos me mirasen desde el techo, desde tras las columnas, y desde los vidrios empañados de las ventanas que proyectaban su luz diversicolor en el blanco mármol del pavimento. Y en aquella quietud, los vivos resplandores de la Cruz y Estrella eran casi terribles. Los prolongados y brillantes rayos semejaban lenguas de fuego que expresaban mudamente cosas indecibles. Sentíame fascinada al acercarme más y más; luego me detuve de improviso al sentir una especie de vibración debajo de mí, como si el piso temblase. Inmediatamente, sin embargo, recobre nuevo valor para seguir adelante, y poco a poco fui impelida hacia dentro de un perfecto remolino de luz que caía sobre mi por todos lados como grandes olas, y con tanta fuerza que apenas podía darme cuenta de mis propios movimientos.
Avanzaba como a impulsos de un sueño; mis propias manos parecían transparentes al extenderlas hacia el maravilloso Símbolo, y, al mirar por un instante los pliegues de mi blanco velo, observe que brillaban con un pálido tono amatista. Continué avanzando más y más, poseída de una idea irresistible de ir tan lejos como pudiese dentro de aquel extraño centro de viva luz, y me sentía asombrada de mi propia intrepidez. Paso a paso continué resueltamente, hasta que de improviso me sentí aprisionada, por decirlo así, en un circulo de fuego que giraba a mi alrededor arrojando puntas luminosas tan agudas como flechas, y que parecían apuñalar mi cuerpo más y más. Luche por respirar y procure retroceder. ¡lmposible! Sentíame cogida en una red de interminables vibraciones de luz que, aun cuando no despedían calor, penetraban todo mi ser con tal intensidad como si procurasen invadir mi propia alma. Permanecí allí sin poder articular un sonido, muda, inmóvil, en medio de llamas de mil colores, demasiado confundida para darme cuenta de mi propia identidad. En seguida, y repentinamente, algo obscuro y fresco floto sobre mi como sombra de nube pasajera. Mire hacia arriba y quise proferir un grito, ¡una palabra de suplica!; en seguida caí al suelo, desmayada, en completa inconsciencia!

del libro El Castillo de Asélzion
Marie Corelli
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