domingo, 22 de abril de 2018

Sombra y sonido - en You Tube - Cuarta parte del libro El Castillo de Asélzion



La quietud era solemne. Me parecía poder oír el rápido latido de cada pulsación dentro de mi cuerpo. Un curioso y vago terror principió a invadirme; luche contra su insidiosa influencia, e inclinando mi cabeza sobre el papel que había colocado delante de mí me dispuse a escribir.
Al cabo de unos pocos minutos, procuré ejercer algún control sobre mis nervios, y principié a redactar claramente y con ilación todo cuanto Asélzion me había dicho, aún cuando yo sabía que no lo olvidaría tan fácilmente. En seguida, me sobrevino una repentina sensación que me obligó a darme cuenta de que algo o alguien se encontraba en mi cuarto, con la mirada fija en mí.
Mediante un esfuerzo, levanté mi cabeza, y nada vi al principio. En seguida, y gradualmente, me dí cuenta de que una Sombra obscura e impenetrable, aparecía entre mí
y la ventana. Al principio, semejaba simplemente una masa informe de vapor negro; pero poco a poco, asumió los contornos de una Forma que no parecía ser humana.  Dejé mi  pluma, y, sobrecogida de terror,  observé aquella extraña Obscuridad condensada, por decirlo así, la que impedía entrar los plateados rayos de la luna. Mientras miraba, la luz de mi cuarto se extinguió instantáneamente.
Un grito involuntario se escapó de mis labios, y principió a dominarme  un sentimiento de verdadero espanto,  pues, en medio de la obscuridad, la misteriosa Sombra creció en forma más y más definida.
El pálido resplandor de la luna, iluminábala solo débilmente, como cuando una nube recibe en sus bordes una mera sugestión de luz. Aquella Sombra no permanecía inmóvil; se movía a veces, ya para levantarse hasta adquirir una estatura,  sobrenatural, ya para inclinarse hacia mí o dejarse caer sobre mí como una verdadera tempestad; y mientras yo la miraba todavía miedosamente, atormentada por la insoportable tensión de cada uno de mis nervios, habría podido jurar que dos ojos, grandes y luminosos, se encontraban fijos
en mí con intensa e investigadora mirada.  Es imposible describir lo que sentí en aquellos instantes; me sobrevino un sentimiento  de horror; mi cabeza principió a vacilar, y ya no pude proferir una sola palabra.
Temblando violentamente, me puse de pie, movida por una especie de impulso mecánico, dispuesta a no continuar en la espantosa contemplación de aquel Fantasma informe, cuando de improviso, con la rapidez del relámpago, me sobrevino el pensamiento de que no por cobarde pasividad podría yo esperar vencer mis propios temores o el peligro sin nombre que aparentemente me amenazaba. Cerré mis ojos para retirarme, por decirlo así, dentro de mí misma,  a fin de descubrir ese equilibrio central de mí propio espíritu que bien se debe permanecer como una fuerza invencible, inmune ante todo ataque; y mentalmente
fortifiqué mi alma con pensamientos de armada resistencia.
En seguida, abriendo otra vez mis ojos, vi que la Sombra se obscurecía y agrandaba más y más, mientras que la luz alrededor de ella era más definida. Esta luz no procedía  de la luna, sino que era una luz desconocida, fantasmal, aterradora. No obstante, yo había ya recobrado un poco de valor, y en el cifré mi última esperanza.
Luego me sentí capaz de dirigir preguntas a mi propia conciencia. Porque, después de todo, ¿podría aquel Fantasma, sí en realidad  lo era, hacerme algún daño? ¿Podría matarme por medio del terror? En este caso, indudablemente, el terror nacería de
mi propia culpa, ya que no tenía motivos para encontrarme en esa situación de ánimo. Siendo como es la Muerte un mero Cambio de vida, ¿tenía para mi mayor importancia el cuándo o el cómo este cambio se  efectuase?
«¿Quién es responsable, me preguntaba yo, del sentimiento de miedo? Quién es el que desconfía del Divino orden del Universo hasta dudar de la definitiva intención de bondad en lo que a primera vista aparece como dañoso? ¿No soy yo únicamente la instigadora de mi propia cobardía? ¿Y puede este obscuro y mudo Espectro hacer por mi algo diverso de lo que esta ordenado para mi bien futuro?»
Con estos pensamientos, cobré valentía, y puse fin a mi temblor nervioso. Principié ahora a considerar deliberadamente, y quise determinar, que esta misteriosa Sombra, más y más obscura mientras crecía,  era algún amigo disfrazado. Levanté mi cabeza en actitud de desafío y de esperanza y el hecho extraño de que la única luz que veía procediese del brillo sobrenatural del luminoso borde alrededor del Fantasma, no me amedrentó en mi resuelta actitud. Y mientras más me amoldaba a esa actictud, mayor firmeza adquiría y con mayor fuerza crecía mi valor. Con toda suavidad, hice a un lado la mesa en que había estado escribiendo, y púseme de pie. En esa situación, me sentí más valiente y más segura de mí
misma, y aún cuando la Sombra delante de mí parecía más negra y amenazadora que antes, me encaminé resueltamente hacia ella. Hice un esfuerzo para hablarle, y al fin pude hacerlo.
«Quienquiera que seáis», dije en voz alta «no podéis existir absolutamente sin la voluntad de Dios»! Nada ordena Dios que no sea para el bien; por consiguiente, no podéis estar aquí con algún propósito maligno!  -Si he concebido temores ante vuestra presencia,  ellos han sido el resultado de mi propia debilidad. Desde ahora, no os miraré como una cosa que pueda hacerme daño y, por lo tanto, avanzare hasta vos, a fin de descubrir quien sois! Me probaréis vuestra composición hasta el mismo fondo y corazón de vuestra obscuridad. Me revelaréis todo cuanto ocultáis tras vuestro terrorífico aspecto, porque yo se que cualquiera que sea vuestra intención para conmigo, no podéis dañar mi Alma!
Mientras decía esto, me aproximaba más y más al Fantasma, y el borde luminoso alrededor de el tornábase más y mas brillante, hasta que repentinamente un rayo de deslumbrantes colores parecidos a los del arco iris, brilló de lleno ante mis ojos y en forma tan aguda que me desplome, medio ciega por su resplandor. Luego, mientras miraba aquella escena extraordinaria, caí de rodillas en mudo terror, ¡porque la Sombra se había cambiado en una
deslumbradora Forma de radiantes alas, una figura y un rostro tan glorioso que yo no podía sino mirarlos con más y más intensidad, y con mi alma absorbida en maravilloso éxtasis! Una música deliciosa se dejó oír a mí alrededor,pero no pude escucharla;  toda mi alma estaba reconcentrada en mis ojos. La Visión creció en estatura y en esplendor, y extendí mis manos hacia ella como en actitud de suplicante plegaria, segura de encontrarme ante la luminosa Presencia de algún habitante de más elevadas y celestiales esferas que la nuestra. 
La hermosa cabeza, coronada con una diadema de flores como blancas estrellas, se inclinó hacia mí; sus brillantes ojos sonrieron ante los míos, y una voz, más dulce que el más dulce canto, me hablo en acentos  de conmovedora ternura.
«Tú has hecho bien», dijo. «Siempre, como ahora, aproxímate a la obscuridad sin temor! ¡Luego encontrarás la Luz! ¡Haz frente a la pena con absoluta confianza; así descubrirás un ángel disfrazado! Dios no piensa mal de tí; no desea daño para ti; no tiene castigo almacenado para ti. Confíate  a El. y quedate en paz».
La Visión desapareció lentamente, como desaparecen los matices del sol poniente al mezclarse con el color gris del crepúsculo, y cuando volví de mi aturdimiento, encontréme otra vez en completa desolación y obscuridad, ésta última mitigada apenas por la triste luz de la luna que ya desaparecía en el ocaso.
Por algunos minutos permanecí incapaz de pensar en otra cosa que en la extraña prueba
a que acababa de ser sometida, y llegué a imaginarme que habría ocurrido si en lugar de avanzar con intrepidez hasta el obscuro Fantasma que tanto me había aterrorizado, hubiese procurado escapar lejos de él. Sin duda alguna, habría encontrado abiertas las puertas y se me habría ofrecido toda facilidad para una cobarde retirada, si tal hubiera sido mi deseo. ¡Y en seguida, todo habría concluido! ¡Probablemente, habría tenido que abandonar el Castillo de Asélzion, y, además habría sido tal vez señalada con una cruz negra en señal de fracaso! Regocijéme interiormente de no haber cedido hasta entonces ante aquellas duras pruebas, y luego, rendida por una especie de sopor que empezaba a tomar posesión de mi ser, me desvestí para acostarme, con mi espíritu perfectamente tranquilo y feliz.
Después de dormir algunas horas, fui despertada repentinamente por un ruido de voces que conversaban muy cerca de mí.  En efecto, ellas parecían provenir del otro lado de la pared contra la cual estaba situada mi cama. Eran voces de hombres, entre las que descollaban una o dos de un tono duro e irritable. Había bastante luz en mi cuarto, el que se encontraba alumbrado ya por el resplandor de las primeras horas de la mañana. Como las voces continuaran, me sentí impelida a escuchar.
Asélzion es el más astuto farsante de su tiempo", decía uno. "¡Nunca se siente más feliz que cuando puede hacer el papel de pequeño dios, y engañar a sus secuases!"
Estas palabras fueron seguidas de una risotada.
"Es una maravilla",  dijo otro. "Debe ser descendiente de algún antiguo mago egipcio que usaba la treta de jugar con fuego. Nada hay que no pueda hacer en materia de milagros, y, por consiguiente, los que ignoran sus métodos y son crédulos ..."
«Como la  mujer del lado», interrumpió la primera voz.
"Sí, como la mujer del lado ¡pobre loca!", mayor risotada aún.—«Imaginarse amada por Rafael Santóris!».
Me senté en mi cama, aguzando mis oídos ante cada palabra. Quemábanse mis mejillas; saltábame el corazón, y casi no sabía qué pensar. Hubo silencio durante dos o tres minutos que me parecieron siglos en mi vehemente deseo de oír más.
"Santóris procuraba siempre divertirse", exclamó una delgada y aguda voz con acento de burla. "¡Siempre había una o más mujeres enamoradas de él; mujeres que podía tomar fácilmente, por cierto!"
«¡Y que no son difíciles de encontrar!», agregó la voz que había  hablado por primera vez. «La mayor parte de las mujeres son ciegas en lo concerniente a sus afecciones».
«¡O a su vanidad!».
Siguió otro silencio. Me levanté de mi cama, temblando con una sensación de repentino frío, y me cubrí con mi bata de vestir. Acerquéme a la ventana con el propósito de mirar la hermosa extensión del tranquilo mar con su color gris plateado en la temprana aurora.
¡Cuan quieto y tranquilo se veía!
iQue contraste con la tempestad de duda y terror que comenzaba a desencadenarse dentro de mi propio corazón! ¡Ay! Las voces principiaron otra vez.
«Bien, ahora todo ha concluido, y su teoría sobre perpetuar la existencia a voluntad, ha tenido un fin desastroso. ¿Dónde se hundió el yate?» "Lejos de Armadale, en Skye"
Por un momento, no pude darme cuenta de lo que decían, y procuré repetir la pregunta y la respuesta. «Dónde se hundió el yate?» "Lejos de Armadale, en Skye".
¿Que significaba aquello? ¿El yate? ¿Sumergido? ¿Que yate? ¡Estaban hablando de Santóris, de Rafael mi amado, mi amor, perdido durante siglos y encontrado nuevamente para separarse de mí una vez mas por causa de mí propia culpa! ¡Por causa de mí propia culpa! Esta idea producíame un verdadero horror que no podía considerar sino con angustia casi enloquecedora. Me acerque rápidamente a la pared a través de la cual había escuchado las voces, y aproximé mi oído contra ella, murmurando conmigo misma «¡Oh no! ¡No es posible! ¡No es posible! ¡Dios no sería tan cruel!»  Nada oí durante algunos minutos, e iba perdiendo ya rápidamente mi paciencia y mi propio control, cuando al fin escuché que continuaban la conversación:
«Jamás debió arriesgar su vida en ese buque», dijo uno de los individuos en tono algo más suave. «Era una empresa maravillosa; pero el peligro de toda aquella electricidad era seguro, sobre todo en una tormenta».
Ello ha sido enteramente comprobado», dijo otra voz. «Basto una ligera marejada con truenos y relámpagos para que el barco se fuera a pique con todos los de a bordo».
«Santóris puede haberse salvado. Era un gran nadador».
«¿En realidad lo era?».
Sobrevino un nuevo silencio.
Creí que mi cabeza estallaría ante aquella dolorosa agonía motivada por la suspensión.
Mis ojos quemábanse por la presión interna de contenidas lágrimas. Experimenté el deseo de destruir la pared que me separaba de quienes proferían aquellas voces torturantes, en mi febril anhelo de saber lo peor, lo peor a toda costa! iSi Rafael estaba muerto ... pero no .. .el no podía morir! No podía perecer efectivamente; pero podía separarse de mí como había permanecido separado antes..., y yo...yo estaría sola otra vez ... sola, como había estado durante toda mi vida! Y en mi loco orgullo habiame alejado voluntariamente de él! ¡Era éste mi castigo! Renovóse la conversación, y me apronté de nuevo a escuchar, como un delincuente atiende a la lectura de una sentencia cruel.
" Asélzion se lo comunicará ella, por supuesto. Difícil empresa, ya que tendrá que aceptar que sus enseñanzas no son infalibles. Mucho se hablaba acerca de Santóris. Temo que se haya ahogado; bien que, si hubiera vivido, habría vuelto loca a la mujer nuestra vecina".
«¡Oh! En cuanto a eso, naturalmente; pero poco importa! Solo ella tendría que culparse por haber caído en la trampa».
Me separe de la muralla temblando de espanto. Me vestí mecánicamente y miré hacia el dorado sol que derramaba ya sus esplendorosos rayos sobre la superficie del mar. La belleza de la escena no alcanzaba a conmoverme; nada significaba para mi.
¡La única preocupación de mi espíritu era la de que, en conformidad a lo que acababa de oír, Rafael estaba muerto, ahogado en el mar por cuya inmensidad su elegante barco, el "Dream", había surcado con tanta rapidez; y que todo cuanto él me había dicho de nuestro mutuo conocimiento en vidas anteriores y del amor que nos había reunido, era una mera locura! Me incline hacia afuera desde la ventana, y mis ojos se fijaron en la pequeña rosa carmesí que a un permanecía contra la muralla en actitud de fragante confidencia. En seguida, hablé en voz alta, casi inconsciente de mis propias palabras:
"¡Es una maldad", dije, «una maldad de Dios el permitir que nos imaginemos cosas hermosas que no existen! Es cruel ordenar que nos amemos, si el amor ha de terminar en desengaño y traición! Mejor seria enseñarnos de una vez por todas que la vida ha sido creada para ser vivida en forma ruda, sin ternura, sin verdad, antes que dirigir muestras almas hacia un paraíso de insanos.
Luego e inopinadamente, recordé el obscuro Fantasma de la noche y el haberse transfigurado en la Visión de un Ángel. Después de luchar contra el terror que me
produjera su primera apariencia espectral y de haberme sobrepuesto a aquel estado de ánimo, ¿por qué perdía ahora el control de mi misma? «¿Cual era la causa? ¡Voces, únicamente! Voces detrás de una muralla que hablaban de muerte y falsedad ... voces de personas desconocidas para mi y a quienes no podía ver ... voces mundanas que se deleitan en referir escándalos y crueldades, y que nunca alaban en igual grado que condenan.¡Nada más que voces! ¡Ohpero se referían ellas a la muerte de la persona a quien yo amaba, y hablaban, además de traición y de locura! ¿Debería yo seguir escuchando?
Y todavía ¿quiénes eran esas personas, si en realidad lo eran, que hablaban de Rafael Santóris con tan fácil rudeza? A nadie había encontrado en el Castillo de Asélzion, salvo a Asélzion mismo y a Honorio, su ayudante o secretario. iQuiénes, excepto estas dos personas, podían saber el motivo que me había llevado hasta allí? Principié entonces a dudar acerca de la efectividad de las terribles noticias que me habían sorprendido tan inesperadamente. Si algún daño le hubiera ocurrido a Rafael,¿habríame dicho Asélzion que se encontraba sano y salvo cuando, para,mi tranquilidad, había conjurado unas pocas horas antes la vista panorámica del yate «Dream» sobre el mar alumbrado por la luna? Sin embargo, y a pesar de mi mas valiente esfuerzo, no pude recobrar suficientemente mi calma ni mi tranquilidad, y en medio de las tribulaciones de mi espíritu, mire hacia la puerta de la torre que se abría a la escalera, la que a su vez conducía hasta el pequeño jardín, hasta la misma playa; esa puerta se encontraba herméticamente cerrada, pues Asélzion, le había echado llave. Pero, con gran sorpresa mía, encontrábase abierta otra puerta, otra puerta que parecía formar un solo cuerpo con la muralla, y que comunicaba con un pequeño cuarto, una especie de pequeño relicario cubierto con un genero de seda de pálido color púrpura  con todas las apariencias de estar destinado a guardar algo infinitamente valioso. Entré a el en actitud vacilante, insegura acerca de si lo que yo hacia era o no correcto, pero, sin embargo, impulsada por algo más que una mera curiosidad. Al atravesar el umbral, oí nuevamente las voces detrás de la muralla, ahora en tono más elevado y amenazante. Detuve mis pasos medio asustada, bien que deseando conocer cuanto más pudieran decir, aun cuando para mí no significase otra cosa que miseria y desesperación.
«¡Todas las mujeres son locas!». Esta corriente observación fue hecha por alguien con acento duro y amargo. «No es el amor lo que les interesa sino la propia satisfacción de ser amadas. Ninguna mujer puede guardar fidelidad por largo tiempo a un hombre muerto; echaría de menos la esperada correspondencia a su superabundante sentimentalismo, y se cansaría de esperar encontrarlo en el Paraíso—si creyese en tal posibilidad en que no cree la décima parte de las mujeres».
"Según Asélzion, no hay muertos, dijo otro de los invisibles charladores." "Ellos han pasado simplemente a otro estado de vida; y, en conformidad a sus teorías, los amantes no pueden separarse durante mucho tiempo, ni afín por lo que llaman muerte".
"¡Pobre consuelo es lo que dices!", y junto con estas palabras se oyó una risa de despreciativa burla. "¡Las mujeres que han amado a Rafael Santóris dificilmente te agradecerían!".
Estremecime un poco, como cuando se experimenta una sensación de frío. «¡Las mujeres que han amado a Rafael Santóris!>.  Esta frase parecía obscurecer el recuerdo mismo del hermoso rostro y figura del hombre a quien yo había, casi inconscientemente, principiado a idealizar; esta frase sugería algo rudo y vulgar en cuanto a el, y mi corazón se hundió, por decirlo así, dentro de mi, privado de esperanza. ¡Voces, únicamente! Sin embargo, ¡cómo ellas me torturaban! ¡Si pudiera conocer la verdad!, pensaba yo.    ¡Si Asélzion viniese de una vez a referirme la triste noticia ..!
Permanecí en el pequeño relicario dominada por una especie de estupor, de indecible  pena, y comencé a considerar como en sueño la impiedad y rudeza de aquellas voces. ¡Ah, como las voces del mundo! ¡Voces que se burlan, desprecian y condenan! i Voces que mas bien proferirían una falsedad antes que una palabra de ayuda y consuelo! ¡Voces que se complacen cruelmente en decir cosas que hieren y aniquilan al espíritu que concibe nobles ideales!
¡Voces que, incapaces de ponerse en armonía para hablar del amor, producen en el alma un dejo de amargura! ¡Oh, Dios!, si todas las voces rudas y calumniosas de la humanidad fueran suprimidas, la tierra seria un verdadero Cielo!
Y sin embargo, ¿quién nos obliga a escucharlas? ¿Nos alcanza su significado? ¿Es capaz una opinión casual de mover el alma de su centro? ¿Que me importa el que esta o aquella persona apruebe o desapruebe mis acciones? ¿Porque habría yo de alarmarme por rumores, o de aterrorisarme por noticias mal intencionadas?

Absorbida en estos pensamientos, apenas me daba cuenta de la paz casi religiosa que me rodeaba, y solamente cuando las voces hubieron cesado por unos pocos minutos, comencé a observar lo que contenía el pequeño cuarto en que yo había entrado semi inconscientemente: una elegante y primorosa mesa pequeña hecha aparentemente de cristal que resplandecía como un diamante, y, sobre ella, un libro abierto. Una silla encontrabase colocada en situación propicia con el evidente propósito de facilitar su lectura; y mientras me aproximaba, al principio con indiferencia y en seguida con creciente interés, vi que el libro abierto ostentaba en su carátula esta inscripción: «Al estudiante fiel. De AséIzion>. ¿Era yo una fiel estudiante? Me hice a mi misma esta pregunta porque me asaltaron dudas al respecto. ¡No podía haber «fidelidad», en temores y depresiones! ¡Allí estaba yo, perdido en parte el control de mi misma por el mero hecho de oír voces proferidas detrás de una muralla! ¡Yo, después de haber dicho que «Nada ordena Dios que no sea para el bien», encontrábame repentinamente dispuesta a creer que Él había ordenado la muerte del amante a quien Sus leyes inmutables habían guiado hacia mi! ¡Yo, a quien había sido concedida la beatífica visión de un Ángel, un Ángel que habíadicho «Dios no piensa mal de ti; no desea daño para ti; no tiene castigo almacenado para ti. Confíate a El, y quédate en paz».
Yo, en estas condiciones, sentíame desviar de la Fe que debería mantenerme fuerte! Sobrevínome un sentimiento de vergüenza, y, casi con timidez, me aproximé a la mesa en que se encontraba el libro abierto, y me senté en la silla para leer sus paginas. Inmediatamente principiaron otra vez las voces, en tones un poco mas altos e irritados que los anteriores:
—¡EIla se imagina que puede aprender el secreto de la vida! iUna mujer! ¡Que descarada arrogancia ante semejante atentado.
iNo, no! ¡No es el secreto de la vida lo que desea descubrir; es el secreto de la perpetua juventud! ¡Para una mujer eso es el todo! ¡Ser siempre joven y siempre hermosa!
¡Que mujer no se aventura por semejante mercadería!
Una estrepitosa carcajada siguió a esta observación.
—Santóris se conservaba bien, dijo una voz con suave y tranquilo acento. Ciertamente nadie habría podido adivinar su verdadera edad.
—Tenía todo el ardor y pasión de la juventud, añadió otra voz. El fuego del amor corría por sus venas tan ardientemente como si hubiera sido un Romeo. ¡Ni el frió ni el apaciguamiento de la edad le afectaban en lo concerniente al bello sexo!
Oyóse otra carcajada aún más estrepitosa que la anterior.
Yo adopté una actitud rígida en la silla al lado de la mesa de cristal, y me puse a escuchar sin perder una palabra.
—La mujer nuestra vecina es la última víctima de sus hipnóticas sugestiones. ¿no es verdad?
—Si. Uno puede decir su última víctima, ya que no le será posible producir otra en lo sucesivo.
—Creo que si Asélzion le hubiera contado la verdad, se habría ido inmediatamente.
—¡Por supuesto! ¿Por qué habría de permanecer aquí? Es sólo un sueño de amor lo que la ha traído a este castillo, y, cuando sepa que el sueño ha terminado, todo habrá concluido para ella.
¡En verdad! ¡Todo habrá concluido! ¡Todo el mundo, un desierto; y el Cielo mismo, sin esperanza! Oprimíme los ojos con ambas manos para mitigar y refrescar su quemante dolor. ¿Era posible que lo que esas voces decían fuera verdadero? La conversación había terminado, y siguió un absoluto silencio. Como una especie de recurso desesperado, saqué la carta que me había escrito Rafael Santóris, y leí todas sus palabras
con viva y anhelosa pasión, especialmente el párrafo que decía: «Nosotros, -tú y yo-, que sabemos que la Vida, siendo toda Vida no puede morir, no podemos en nuestro presente espacio de tiempo dudar de nuestra mutua capacidad para el amor, y para disfrutar del perfecto mundo de belleza que crea el amor".
¿Por qué me sentía llena de dudas y de males imaginarios? iPor las voces proferidas detrás de una muralla! Seguramente una causa nimia para concebir penas! Procure desembarazar mi espíritu de la amarga desesperaci6n en que había caído, y a fin de apartar mi atención de mis propios e infelices pensamientos, dirigí una mirada al libro que permanecía abierto delante de mi. Mientras yo lo observaba, leí su titulo el que impreso con letras de oro, despedía rayos ante mis ojos como un resplandor del sol: "El Secreto de la Vida". Una repentina y aguda expectación se produjo en todo mi ser: doble la carta de Rafael y la coloque nuevamente en su lugar, cerca de mi corazón; en seguida, acerque mi silla a la mesa, e inclinándome sobre el libro, di principio a la lectura. Todo a mi alrededor se encontraba en perfecta quietud. Las voces hablan cesado. Poco a poco me di
cuenta de que lo que estaba leyendo era para mi instrucción, y que el libro mismo era un obsequio que me hacia Asélzion si yo resultaba ser en realidad una «fiel estudiante». Un sentimiento de esperanza y gratitud principió a aliviar la fría pesadumbre de mi corazón, y de una vez por todas resolví no escuchar más aquellas voces, aún cuando ellas volviesen a hablar en lo sucesivo.
«¡Rafael Santóris no ha muerto!, esclamé en voz alta y resueltamente. «El no ha podido separarse de mí de este modo! "El no es traidor! ¡El es sincero! ¡El no esta engañandome! ¡El sabe que yo creo en él yo quiero creer en él! ¡Mi amor y mi fe no serán apegados por meros rumores! iNo le daré motivo para estimarme débil o cobarde! ¡Confiaré en el hasta el fin!».
Y con estas palabras habladas al aire, continué leyendo tranquilamente, en medio de una apacibilidad que repentinamente se tornó en fragante con la esencia de invisibles flores.

del libro El Castillo de Asélzion

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