domingo, 22 de abril de 2018

El Castillo de Asélzion - en you tube



Es Innecesario entrar en detalles acerca del viaje realizado por mí hacia un remoto y montañoso rincón de la costa de Vizcaya, situado a poco más de tres jornadas de París.

Me dirigí allá sola, pues sabía que esto era una condición indispensable; llegue sin ninguna desagradable aventura, y escasamente fatigada, aunque había marchado día y noche. Únicamente al fin de mi viaje encontré algunas dificultades, porque tuve que darme cuenta de que aun cuando el <Castillo de Asélzion>, como se le llamaba, era perfectamente conocido por los habitantes de aquellos alrededores, nadie parecía inclinado a mostrarme el camino más corto ni a facilitarme algún vehículo que me guiase por la encumbrada senda que a él conducía. El Castillo mismo podía ser  visto desde cualquiera parte de la aldea, especialmente desde la playa, en la que se alzaba como una elegante corona en la roca en que aparecía erigido a modo de fortaleza.

«Es un monasterio», dijo un hombre a quien pregunté en el camino, y que hablaba en un curioso acento, medio francés y medio español. <Ninguna mujer llega hasta allá>
Le expliqué ser portadora de un importante mensaje.
El individuo movió negativamente la cabeza.
<Por ningún dinero os conduciría», dijo. <Temería por mi mismo>.
Nada pudo hacerlo cambiar de resolución, de manera que resolví dejar mi pequeño equipaje en la posada y marchar a pie por el escarpado camino que alcanzaba a divisar y que, como ondulante cinta blanquecina, conducía a la meta de mis deseos.
Un grupo de labriegos desocupados mirábanme con curiosidad mientras yo hablaba con la dueña de la posada, y le pedía cuidase de mi pequeño bagaje hasta que mandase por el o volviese en su busca, a lo que ella accedió de buen grado. Era una agradable francesita muy inclinada a ser amistosa.
<¡Os aseguro señorita, que volveréis inmediatamente!>
exclamo con una brillante sonrisa >¡El Castillo de Asélzion es un lugar  donde jamas se ve una mujer...! y una señorita sola!... ah, Dios mío... imposible! Dicen que allí suceden cosas terribles. Es una casa de misterio. Durante el día, se divisa como ahora... triste como si fuera una prisión!... pero por la noche aparece algunas veces iluminado como si estuviera incendiándose... cada ventana llena de algo que alumbra como el Sol! Es una Hermandad la que vive allí... no de la Iglesia... ah, no!... no lo permita el Cielo! sino de hombres ricos y poderosos que, según se dice, estudian una ciencia extraña. Nuestros comerciantes llegan únicamente hasta la puertas exteriores y nunca van mas allá.¡A media noche se oye el órgano de su capilla y voces que cantan en las mismas olas del mar! Os suplico, señorita, que penséis bien en lo que vais a hacer antes de ir a semejante lugar!... porque os despedirán de allí... estoy segura de que os despedirán de allí!»
Me sonreí, y dile las gracias por su sincera prevención.
<Soy portadora de un mensaje para el Superior de la Hermandad>, exclamé, «y si no se me permite entregarlo por no abrírseme la puerta, no me quedara otro recurso que volverme; pero debo hacer todo lo posible por entrar».
Y dichas estas palabras, comencé mi solitaria marcha.
Eran las primeras horas de la tarde, y el sol se encontraba aún elevado en los  cielos; el calor era intenso, y el aire permanecía en el más absoluto reposo. Mientras yo ascendía más y más hacia la cumbre, iba desapareciendo gradualmente el rumor de la vida humana en la pequeña aldea hasta extinguirse del todo, y luego me dí cuenta de la solemne y tranquila soledad que me rodeaba por todas partes.
Ni siquiera un extraviado cordero pacía sobre el amarillo y bruno pasto seco de la rocosa altura; ni un pájaro surcaba el denso azul del vacío cielo. El único sonido que podía percibir era el rítmico y suave rumor de las pequeñas olas que acariciaban los pies del promontorio, y un rumor más profundo e indefinido, que una rompiente producía a la distancia a través de una caverna. Había algo de grandioso en el silencio y en la soledad del escenario, y algo digno de compasión también, así pensaba yo en cuanto a mi misma, al subir por el pétreo sendero, con un doble sentimiento de esperanza y de temor, hacia el triste conjunto de obscuras torres y elevados muros, donde era posible encontrar una desalentadora recepción. Sin embargo, como llevaba guardada cerca de mi corazón la carta de quien la había firmado <YOUR LOVER>, me sentía en posesión de un talismán capaz de abrir puertas aún más estrechamente cerradas.

Pero mi valor cedió un poco cuando estuve por fin delante de las pesadas puertas de fierro colocadas en un elevado arco de piedra, a través del cual nada podía ver sino una cavernosa obscuridad. El camino que yo había seguido terminaba en una amplia plazoleta circular, situada al lado opuesto de dicho arco; y unos cuantos pinos elevados, retorcidos y con evidentes muestras de haber resistido toda la violencia de muchos vientos tempestuosos, constituían la única nota alegre en la desnudez de aquella terraza. Una cadena de fierro que terminaba en un pesado anillo, sugería el posible medio de tocar alguna campana para llamar la atención; pero durante varios minutos no me atreví a hacerlo.

Miraba la amenazante obscuridad con un sentimiento de absoluta desolación, y aprestábame a volver sobre mis pasos, cuando un repentino rayo de luz, no de sol, hirió mis ojos con brillo enceguecedor.
En mi espíritu vacilante, produjo el efecto de un latigazo de fuego que me indujo inmediatamente a la acción. Sin pensar más, me dirigí derechamente a la entrada del Castillo y tiré la cadena de fierro. Las grandes y pesadas  puertas se abrieron inmediatamente, con suavidad y sin producir ruido; yo me encaminé por el obscuro corredor, y ellas volvieron a cerrarse otra vez silenciosamente detrás de mí.

Ya no había medio de regresar, y, con gran resolución, marché con rapidez a lo largo de un pasaje de elevado techo en forma de arco y de maciza piedra. El ambiente era allí agradable comparado con el gran calor externo, y luego divisé una débil luz al término de aquella galería. A medida que avanzaba, la luz se hacia más y más amplia, y no pude contener una exclamación de alivio y de contento al encontrarme repentinamente en un cuadrángulo dividido en verdes prados y parcelas de flores. En el Iado opuesto al de mi llegada, una doble puerta de encima ricamente tallada permanecía ampliamente  abierta, y me permitía mirar hacia el interior de un vasto hall circular en cuyo centro una fuente lanzaba elevadas columnas plateadas que caían con ruido musical en un pozo bordeado con mármol blanco, y en el que delicadas lilas de color azul pálido flotaban en la superficie de agua. 
Encantada ante aquel cuadro, me dirigí hacia él; entré sin solicitar el debido permiso, y permanecí allí mirando a mi alrededor, sobrecogida por un sentimiento de maravillada admiración.
Si éste era el Castillo de Asélzion, donde tan difíciles lecciones debía aprender y hacer frente a tan duras pruebas, no semejaba, en realidad, una casa de penitencia y mortificación sino más bien de lujo.
Magníficas estatuas de blanco mármol rodeaban el hall en sus correspondientes nichos cubiertos de rosas y otras flores.  Algunas de ellas eran copias perfectas de los clásicos modelos, y todas expresaban la fuerza, la resolución y la belleza. Y más maravilloso que todo era la luz que alumbraba desde la alta cúpula. No era la luz del sol, sino algo más suave y más intenso, y absolutamente indescriptible.
Fascinada por el tranquilo encanto que me rodeaba, sentéme en un banco de mármol cerca de la fuente para contemplar el salto de agua, que tan luego se levantaba para formar un brillante arco iris, como caía a las obscuras sombras del pozo; y por un momento me sobrevino una especie de ensueño, de manera que experimenté algo parecido al terror al percibir una figura que se me aproximaba. Era un hombre vestido de blanco, algo semejante al tipo monástico; sin embargo, difícilmente podía considerarsele como un monje, aunque llevaba algo así como una capucha que le ocultaba parcialmente el rostro.
Mi corazón casi cesó de latir, y apenas pude respirar de miedo mientras el desconocido se me acercaba con paso absolutamente silencioso. Parecía ser joven y sus ojos , obscuros y luminosos, mirábanme con benevolencia y, al menos así me imaginé, con cierto aire de compasión.
<¿Buscáis al Superior?>, preguntó con vos suave. <Me ha dado instrucciones de que os reciba, y cuando hayáis descansado una hora, os lleve a su presencia>
Habíame puesto de pie mientras el hablaba, y sus modales tranquilos me ayudaron en parte a recobrar mi serenidad.
«No estoy cansada», contesté. <Puedo comparecer a su presencia inmediatamente>.
El se sonrió.
<¡Ello no es posible!», dijo. «El Superior no está listo para recibiros. Si queréis venir al departamento que se os está destinado, estoy seguro de que os agradará tomar algún reposo. ¿Puedo pediros que me sigáis?»
Aunque perfectamente cortés en sus ademanes, había sin embargo en el cierta impresionante autoridad que silenciosamente impelía a la obediencia.
Nada más tema que preguntar o sugerir, y me limité a seguir sus pasos.
Salimos del gran hall, y en seguida me condujo por una larga galería de piedra donde cada signo de lujo, belleza o confort desaparecía en absoluto. En las frías y desnudas murallas veíase la palabra <Silencio> escrita en diversas tablas de color blanco, y a pocos pasos unas de otras.
La galería me pareció muy larga y triste; pero luego nos volvimos hacia una salida lateral en que el sol brillaba, y mi guía ascendió una escalera de peldaños que terminaba en una puerta de encina guarnecida con piezas de fierro. Tomando una llave de su cinturón abrióla y me hizo señas para que entrase. Así lo hice, y me encontré en un sencillo cuarto también de piedra con techo abovedado, y provisto de una grande y elevada ventana sin cortinas que daba vista al mar y alegraba en parte el lado vertical de la roca en que estaba construido el Castillo de Asélzion. El mobiliario se componía de un pequeño catre de campana, una mesa, dos sillones, un pedazo de ruda alfombra en el suelo cerca del lecho y una percha para colgar vestidos. Un cuarto de baño bien provisto comunicaba con aquel dormitorio; pero más allá de esto nada había de moderno confort y, por cierto, ni el más ligero rasgo de lujo.
Me dirigí instintivamente a la ventana para ver el mar, y en seguida me volví a fin de agradecer a mi guía por su escolta, pero había desaparecido.
Muy alarmada, corrí hacia la puerta. iEstaba con llave!.. Prisionera!... Sobrecogíme de espanto, y me asaltó un doble sentimiento de indignación y de terror, ¿Como se atrevía aquella gente a restringir mi libertad? Miré por todas partes alrededor del cuarto en busca de alguna campanilla o algún medio de comunicación para darles a conocer mi estado de ánimo. El resultado fue infructuoso. Dirigíme a la ventana nuevamente, y la abrí sin perder tiempo. La esencia del mar invadió mi rostro con deliciosa frescura, y me incliné hacia afuera para mirar la amplia extensión de agua en continuo movimiento, justamente quebraba en ese instante por pequeñas crestas de espuma levantadas por la creciente brisa.
Luego vi que mi cuarto era una especie de cámara de torre que se proyectaba sobre un gran muro de roca, el cual tenía su base en el fondo del océano. No había medio de escapar por allí, aunque lo hubiera intentado. Me retiré entonces de la ventana, y comencé a pasearme por el cuarto, como animal cogido en una trampa, irritada contra mi misma por haberme aventurado en semejante lugar, y olvidando enteramente mi determinación previa de soportar con paciencia todo lo que pudiese ocurrirme.
Luego me senté en mi estrecha cama de campaña, y procuré tranquilizarme. Después de todo. ¿de qué servía mi excitación y mi cólera? Yo había venido al Castillo de Asélzion por mi propio deseo y voluntad, y hasta ese instante no había sufrido dificultad alguna. Según todas las apariencias, deseaba Asélzion recibirme a su debido tiempo, y yo tenía solamente que esperar el curso de los acontecimientos.
Poco a poco se refrescó mi sangre, y en algunos minutos llegué a sonreírme de mi indignación absolutamente inútil. Es verdad que me encontraba encerrada con llave en aquel cuarto como un niño perverso, pero ¿tenía esto grande importancia? Me asegure a mi misma de que no la tenía absolutamente, y, mientras se acostumbraba mi espíritu a esta convicción, fui consiguiendo por grados recuperar la tranquilidad y la quietud, como si estuviese en mi propio hogar. Puse a un  lado mi sombrero y mi capa de viaje. En seguida me dirigí al cuarto de baño, y refresqué mi rostro con manotadas de deliciosa agua fría. Había allí un largo espejo adherido a la pared, lo que me divirtió un poco al considerar que siempre debió permanecer en ese sitio y que no podía haber sido colocado especialmente para mí, de manera que este detalle hacía creer que aquellos místicos «Hermanos» no carecían de cierta vanidad personal. Miréme en el con sorpresa mientras aseguraba con más firmeza mis cabellos, pues mi rostro divulgaba una inesperada y fresca sonrisa que llegó a asombrarme. Mi sencillo vestido negro se encontraba cubierto de polvo, y lo sacudí cuanto pude para quitarle el carboncillo del tren a fin de presentarme con decencia ante Asélzion.

<Si el ha ordenado que me encierren en este sitio>, me decía yo, «sin darme oportunidad de enviar por mi equipaje a la posada, debo someterme a las circunstancias y proceder como éstas lo permitan».
Y volviendo a mi cuarto, mire nuevamente hacia el mar. Mientras esto hacía, inclinada un poco sobre el marco inferior de la gran ventana, tocó mi mano un objeto de aterciopelada suavidad: era una rosa lacre que colgaba de la torre y justamente a mi alcance, Sus pétalos, que comenzaban a abrirse, levantábanse hacia mí como dulces labios en busca de besos, y por un momento me sentí asombrada, por que habría podido jurar que ninguna clase de rosa había cuando desde allí miré al mar la primera vez. «¡Una rosa de entre todas las rosas del cielo» ¿Dónde había yo escuchado estas palabras? ¿y que significaban
ellas?
Con todo cuidado y con extrema ternura, me incline sobre aquella hermosa y suplicante flor.
<¡No te tomaré!>, díjele con suavidad, siguiendo los impulsos de mi soñadora fantasía. «¡Si eres un mensaje, como lo creo, permanece ahí todo el tiempo que puedas, y háblame yo entenderé tu mudo lenguaje!»
Y así, durante algunos minutos, nos hicimos silenciosas amigas, hasta que pude haber dicho con el poeta: «The soul of the rose went into my blood» (El alma de la rosa invadió mi sangre). De todas maneras, algo agudo, fino y sutil conmovió mis sentidos produciéndose en mi una intensa alegría por el solo hecho de vivir.
Olvidé encontrarme en un lugar extraño; olvidé para todo intento y propósito mi carácter de prisionera; olvidé todo, excepto que yo vivía, y que la vida era un éxtasis.
No tenía una idea exacta de la hora. Mi reloj no andaba; pero la luz iba tomando el matiz anaranjado de aquella hora de la tarde que precede a la puesta del sol.
Mientras aún permanecía en la ventana, oí repentinamente la profunda, solemne y sonora música del órgano; fue algo así como si todas las olas del océano se hubieran puesto a cantar. En ese instante, me pareció, por instinto, que alguien había en el cuarto. Volvíme con prontitud, y mis ojos encontraron a mi primer guía vestido de blanco, quién, de pie y en absoluto silencio, esperaba detrás de mí. Tuve intención de quejarme acerca de como había sido aprisionada a modo de los criminales; pero ante su grave y tranquila figura, perdí mi actitud y nada pude decir. Únicamente permanecí inmóvil y atenta a sus ordenes. Sus ojos obscuros, que brillaban bajo su capucha blanca, dirigíanse hacia mí con inquisitiva y escrutadora mirada, como si esperase que yo hablara; pero, como yo continuaba en silencio, se sonrió de un modo casi imperceptible.
«¡Sois muy paciente!, dijo con gravedad, y eso está bien!  ¡El Superior os espera!>.
Un temblor nervioso invadió todo mi ser, y mi corazón principio a palpitar con violencia. Iba, pues, a conseguir la realización de mi mas vivo deseo: ver y hablar con el hombre a quien Rafael Santóris debía su prolongada juventud y su poder, y bajo cuyo entrenamiento había pasado por pruebas que le habían enseñado algunos de los más profundos misterios de la vida!
El objetivo de mis propios deseos pareciáme ahora tan terrorífico que, aún cuando hubiera procurado decir una sola palabra, no habría podido hacerlo. Seguí a mi escolta en absoluto silencio. De pronto, en medio de mi nerviosa agitación, resbale en la escalera de piedra y estuve próxima a caer; él me sostuvo, tomándome súbitamente de la mano con tal bondad y suave fuerza que renovó mi valentía.
Sus ojos maravillosos miraron fijamente los míos.
«No temáis!», dijo en voz baja. «Realmente, nada hay que temer!»
Pasamos el elevado y amplio hall circular y su luminosa fuente, y en dos o tres minutos llegamos a un arco cóncavo oculto tras un cortinaje de rico paño tejido en colores bruno y dorado, el que mi guía corrió silenciosamente, dejando en descubierto una puerta cerrada. Detúvose en el descanso y esperó. Yo esperé con él, y procuré tranquilizarme, aunque mi espíritu soportaba un verdadero tumulto de espectación, duda y temor. Aquella puerta cerrada parecíame ocultar algún secreto maravilloso con que probablemente estaban ligados todo mi destino y mi vida futura. Abrióse súbitamente. Entonces apareció ante mi vista una hermosa sala octogonal, ricamente amoblada, con las paredes cubiertas de libros, de piso a cielo. Algunos grandes vasos de flores formaban verdaderas llamas de color entre
las sombras, y una rápida mirada hacia arriba me permitió ver el cielo pintado con primorosos frescos.
Mi guía me hizo señas para que entrase.
«EI Superior estará con vos en un momento más», dijo. «Tened la bondad de tomar asiento». Dichas estas palabras, me dirigió una envalentonadora mirada. En seguida agregó: «Estáis un poco nerviosa; procurad tranquilizaros! ¡No tenéis absolutamente por que experimentar ansiedad o concebir temores!».
En respuesta, procuré sonreír; pero me sentí más bien con deseos de llorar. Sobrevínome un repentino sentimiento de desolada depresión que fui incapaz de vencer. Mi guía desapareció, y la puerta se cerró detrás de él del mismo misterioso y silencioso modo en que había sido abierta. Encontréme sola; tomé asiento en uno de los numerosos y mullidos sillones distribuidos en la sala, y me esforcé por tomar al menos un semblante de aparente tranquilidad. Pero, después de todo, ¿qué objeto tenía el asumir un aire tranquilo si el hombre a quien venía a ver estaba probablemente capacitado para posesionarse en un momento de las emociones de cualquier ser humano? Instintivamente, oprimime el corazón con la mano derecha y sentí la carta que mi amante me había dado. ¿No sería aquello un fantástico sueño?
Lancé un prolongado suspiro, y volví mis ojos hacia la ventana. Encontrábase esta colocada en un doble arco de piedra, y se abría hacia un jardín que se extendía hasta lejos, desde los prados de fragantes y deliciosas flores hasta una pintoresca perspectiva de cerros, y bosques. Un suave calor de luz rosada iluminaba el alegre escenario, indicando la gloriosa despedida del sol poniente. Me levante impulsivamente para encaminarme a mirar hacia afuera; pero me detuve, impedida y obligada a no avanzar por un rápido e imperativo temor.
Ya no estaba sola. Tenía a mi frente la elevada y majestuosa figura de un hombre vestido también de blanco, como mi guía; un hombre cuya singular belleza y digno aspecto habrían causado la admiración aun de los espíritus mas rudos e inobservantes.
¡Por fin me encontraba realmente en presencia de Asélzion!
Agobiada por esta certidumbre, no podía hablar; solo pude mirarlo maravillada a medida que se acercaba hacia mí. Su capucha, echada atrás, dejaba ver totalmente su hermosa cabeza intelectual; sus ojos, de color azul obscuro y llenos de luz escrutaban mi rostro acuciosamente. La sangre enrojeció mis mejillas en una onda de calor. Reuniendo todas mis fuerzas, comencé a devolverle mirada por mirada, uniéndonos así más y más en nuestras propias líneas de atracción espiritual. Luego una ligera sonrisa iluminó la gravedad
de sus hermosas facciones, y me tendió ambas manos.
«¡Bienvenida seas!», dijo con una voz que expresaba la mas perfecta música del lenguaje humano. «¡Turbulenta e indisciplinada como eres, bienvenida seas!»
Tímidamente puse en sus manos las mías que apretó con cierta fuerza y calor. En seguida, con prontitud y casi sin darme cuenta, caí de rodillas como delante de un santo, pidiendo en silencio su bendición.
Hubo un momento de profunda quietud, y Asélzion colocó sus manos sobre mi cabeza indinada.
«¡Pobre niña!», exclamó suavemente. «¡Te has aventurado lejos en busca del amor y de la vida! ¡Duro sería para ti si fallaras en tu intento! Que todas las potencias de Dios y de la Naturaleza vengan en tu ayuda!»
Dicho  esto, me Ievantó con una benevolencia infinitamente cortes, y acercó para mí una silla al lado de una mesa escritorio en que había algunos papeles, nítidamente amarrados unos, otros dispersos en aparente confusión. Cuando ambos estuvimos sentados Asélzion inició la conversación del modo más fácil y más sencillo.
«Sabrás, sin duda, que tu visita me ha sido anunciada por uno de mis discípulos, Rafael Santóris», dijo. «El te ha estado buscando por largo tiempo; pero, ahora que te ha encontrado, ha sufrido en cierto modo una decepción, porque eres rebelde y no inclinada a reconocerlo. ¿No es así?».
En ese instante, me sentía ya un poco más valiente, y respondíle con prontitud:
«Yo no soy desinclinada a reconocer alguna cosa verdadera. Pero no deseo ser engañada ni engañarme a mí misma».
Asélzion se sonrió.
«¿No?» preguntó.<¿Cómo sabes que no has estado siempre engañándote a ti misma desde la gradual evolución de tu vida subconsciente a tu vida consciente?
La Naturaleza no te ha engañado. La Naturaleza actúa siempre con sinceridad; pero tu ¿no has procurado en varias faces de tu existencia hacer algo más sabio que la Naturaleza? Vamos, vamos; no te emociones tanto. Tú has hecho únicamente lo que los llamados seres razonables hacen y creen estar justificados en hacer. Pero ahora, en tu estado presente, que es de avance y no de retroceso, has principiado a adquirir un conocimiento un poco más amplio, con un poco de más profunda humildad, de manera que me siento inclinado a tener gran paciencia contigo!>
Levanté mis ojos, y sentíme reconfortada ante su mirar bondadoso.
<Ahora, para principiar>, continuó, «debes saber que aquí no recibimos mujeres, de acuerdo con las reglas de nuestra Orden.
No estamos preparados para recibirlas, porque no las necesitamos. Ellas son nada mas que mitades de almas».
Mi corazón dio un salto de indignación; sin embargo, mantuve mi tranquilidad.El mirábame fijamente, mientras con una mano reunía algunos papeles dispersos sobre su escritorio.
<Bien, ¿por que no me das la obvia respuesta? ¿Por qué no dices que si las mujeres son mitades de almas lo son también los hombres, y que las dos mitades deben unirse para formar una existencia completa?
iPobre niña! No te ofendas al oír la descripción de tu sexo. ¿No es verdad que sois mitades de almas? Lo sois, en realidad; y vuestro principal defecto consiste en que pocas veces os dais cuenta de ello, ni procuráis formar la perfecta e indivisible unión, tarea sagrada que está en vuestras manos realizar. La Naturaleza trabaja sin descanso por unir las correspondientes mitades. El ser humano procura también sin descanso separarlas; y aún cuando al fin se verifica la inevitable unión, como tiene que suceder, no hay para que postergarla por meses o siglos. Vosotras las mujeres fuisteis destinadas a ser los ángeles de salvación; pero, en lugar de esto, sois la ruina de vuestros propios ideales>.
No pude contradecir su aserto porque lo considere verdadero.
—Como acabo de decir, continuó, este no es un lugar para mujeres. La sola idea de que pudieras imaginarte capaz de someterte a las duras pruebas de los discípulos, es algo en realidad increíble. Únicamente por Rafael he consentido recibirte a fin de explicarte cuan imposible es que puedas permanecer. ..
—Yo debo permanecer, interrumpí con firmeza. Haced conmigo lo que queráis; ponedme en una celda en calidad de prisionera; hacedme sufrir privaciones, y yo las sufriré; pero no me despidáis sin haberme enseñado siquiera en parte a que debéis vuestra paz y vuestro poder, paz y poder que Rafael posee, y que yo también debo poseer, si quiero ayudarlo y ser suya en todo y para todo.
Aquí me detuve, agobiada por mi propia emoción. Asélzion mirábame fijamente.
—¿Es ese tu deseo? ¿Ayudarlo y ser suya en todo y para todo?, preguntó. ¿Por qué no lo realizaste siglos atrás? ¡Y aun ahora has vacilado en la unión que le debes; has dudado de el, aunque tu propio instinto te dice que el es el verdadero compañero de tu alma, y aunque tu propio corazón palpita por él, como un pajarillo lucha contra las varillas de la jaula en busca de la libertad!
Guardé silencio. Mi destino parecía estar en la balanza; pero lo deje en manos de Asélzion, a quien, si algo significaba su poder, le era mas fácil leer mis pensamientos que a mí expresarlos. Levantóse de su silla y comenzó a pasearse lentamente, absorbido en meditación. Luego se detuvo repentinamente delante de mi.
—Si quieres permanecer aquí, dijo, debes saber lo que ello significa. Significa que debes habitar en tu cuarto, enteramente sola, excepto cuando se te llame para recibir instrucciones. Allí se te servirán tus comidas; te sentirás como una criminal que recibe más bien castigo que instrucción, y no podrás hablar con persona alguna si no se te dirige antes la palabra.
Luego me hizo señas para que lo siguiese a otra sala contigua a la que nos encontrábamos. Allí, conduciéndome a una ventana, mostróme un escenario muy diferente
del paisaje de luz solar y de jardín que acababa de ver: un triste cuadrado de césped sembrado de cruces negras.
—Estos no son signos de muerte, dijo, sino de fracasos. Fracasos, no en el sentido mundano de la palabra sino de no haber hecho de la vida la fuerza eterna y creadora como es en realidad.
¿Quieres ser uno de ellos?
—No, contesté inmediatamente. Yo no fracasaré. Asélzion dio un ligero suspiro de impaciencia.
—Así han dicho todos cuyos recuerdos están aquí, dijo, mientras indicaba las cruces con ademán impresionante. Algunos de los hombres que nos han dejado esas muestras son en este momento las mas brillantes y prósperas personalidades del mundo, ricas, y gozan de gran consideración social; pero solo ellos saben dónde esta la llaga cancerosa, solo ellos son conocedores de su propia futilidad, y viven  a sabiendas de que sus vidas deben conducirlas a otras vidas, temiendo el inevitable cambio que ha de sobrevenirles por ley eterna, cualquiera que sea la situación que hayan conseguido alcanzar en su existencia presente!
Su voz era grave y compasiva, y sentí que me invadía un débil temblor de miedo.
—¡Estos eran y son hombres!, continuó Y tú, una mujer, ¿querrías tentar valientemente las aventuras en que ellos fallaron? ¡Piensa por un momento cuan débil e ignorante eres, y en que absoluta falta de preparación te encuentras! Cuando principiaste por vez primera tus estudios psíquicos con un profesor a quien ambos amábamos y honrábamos, y a quien conociste con el nombre de Heliobas, tú hablas principiado apenas a vivir en el mundo; desde entonces has trabajado con empeño y conseguido mucho en tu perfeccionamiento espiritual; pero en tu constante aplicación para vencer las dificultades has echado de menos varias cosas en tu camino. Doy crédito a tu paciencia y a tu fe; ellas han realizado mucho en tu favor, y ahora te encuentras en el punto crucial de tu carrera, cuando tu Voluntad, como el timón de un barco, tiembla en tu mano al surcar profundidades desconocidas en que pueden sobrevenir obscuras y pavorosas tempestades.
Hay peligro a proa para cualquiera alma vacilante, orgullosa o rebelde, ¡Es conveniente que te lo prevenga!
-¡No estoy temerosa!, dije en voz baja. Cuando mas, puedo morir.
—Niña, eso es justamente lo que no puedes hacer. Guarda este concepto firmemente, de una vez y para siempre: tú no puedes morir; ¡la muerte no existe! Si pudieses morir y haber concluido enteramente con todos tus deberes, cuidados, trabajos y perplejidades, el eterno problema resultaría por demás simplificado. Pero la idea de muerte es una de las tantas ilusiones humanas. La muerte es una imposibilidad en la estructura de la Vida; lo que se designa con ese nombre es únicamente un cambio y una reinvestidura de átomos que no perecen. Las variadas formas sin fin de este cambio y de esta reinvestidura de átomos es el secreto que nosotros y nuestros discípulos nos hemos propuesto descubrir, y algunos de nosotros lo hemos dominado suficientemente para controlar la materia y el espíritu que forman nuestra estructura.
Pero el modo de realizar este aprendizaje no es fácil.  Rafael Santóris puede haberte dicho
que casi fue vencido en las pruebas, pues yo no omito ninguna; y si tú  persistes en tu loco intento, no podré tampoco omitirlas, ni aun en consideración a tu sexo.
—No pido que omitáis las pruebas conmigo, exclamé suavemente. Ya os he dicho que todo lo soportaré.
Una ligera sonrisa cruzó el rostro de Asélzion.
—Así  lo deseas, lo creo, respondió.¡Yo ahora me doy cuenta perfectamente del martirio que sufriste en los antiguos días!. ¡Te puedo ver desafiando a los leones en la arena romana antes que ceder a tu fija resolución, aun cuando esta resolución fuese correcta o errada!
Mientras hablaba de esta manera, sentí un estremecimiento convulsivo, y la ardiente sangre enrojeció mis mejillas.
—Te puedo ver, continuó, preparándote para arrojarte a las aguas del Nilo antes que ceder a la estúpida superstición y convencionalismo de los hombres. ¿Por qué pareces tan confundida? ¿Te traigo acaso algún antiguo recuerdo? Vamos, dejemos por ahora esta materia, y volvamos a la biblioteca.
Volvimos allí  juntos, y Aselzion tomó asiento nuevamente junto al escritorio, volviéndose hacia mi con un aire de tranquila e impresionante autoridad.
—Lo que deseas aprender, y lo que cada principiante en el estudio de las leyes psíquicas desea generalmente aprender antes de todo, es como adquirir satisfacción y ventaja meramente personal. Tú deseas aprender tres cosas: el secreto de la vida, el secreto de la juventud y el secreto del amor. Miles de filósofos y estudiantes han iniciado algunas investigaciones en este sentido, y tal vez el uno por mil ha tenido éxito, mientras todos los demás han fracasado.
La historia de Fausto tiene perpetuo interés porque trata de estos secretos que, de acuerdo con la leyenda, solo pueden ser descubiertos con la ayuda del demonio.
¡Nosotros sabemos que el demonio no existe, y que todas las cosas están sabiamente ordenadas por una Inteligencia Divina, de manera que en las más profundas investigaciones que nos permitimos hacer no tenemos que temer sino a nosotros mismos!
El fracaso es siempre obra exclusiva de los estudiantes, no del estudio en que se encuentran empeñados, y la razón de esto consiste en que cuando saben ya un poco creen saberlo todo, de donde resulta que llegan a convertirse en intelectualmente arrogantes, actitud que anula inmediatamente el progreso adquirido. El secreto de la vida es una materia comparativamente fácil de entender; el secreto de la juventud, un poco mas difícil; el secreto del amor, el más difícil de todos, porque el amor genera la perpetuidad de la vida y de la juventud.
Ahora, el objeto de tu venida, si bien se considera, es absolutamente personal, no digo egoísta porque este vocablo suena con repulsión; y he de dar crédito a tu sincero sentimiento femenino de que,reconociendo en tu propia alma a Rafael Santóris como tu superior y tu maestro y también como tu amante, deseas ser digna de el demostrando la rectitud y heroísmo de tu carácter. Te garantizo que es así. Te garantizo también que es perfectamente natural, y por supuesto correcto, el que desees mantener la juventud, la belleza y la salud por su amor, y aun podría asegurar que este deseo es solamente por su amor.  Pero justamente ahora no estas del todo segura de que así sea. Tú deseas conocer, para ti misma el secreto de la vida y el poder de continuación de la vida; el secreto de la juventud y el poder de continuación de la juventud; y con toda seguridad deseas conocer para ti, como también para Rafael, el secreto del amor y el poder de continuación del amor. Ninguno de estos secretos puede enseñarse a los mundanos, vocablo que aplico a quienes desisten en sus determinaciones y se extravían por mil asuntos efímeros. No quiero decir que tú seas una de esas personas; pero como todos los que viven en el mundo, tienes tus amigos y conocidos, quienes están prontos a reírse de ti y a burlarse de tus más nobles y elevados anhelos; gente cuya delicia sería impedir tu camino hacia tu progreso espiritual. Y yo me pregunto, ¿eres bastante fuerte para sufrir la positiva burla y la vulgar oposición de la ignorancia?
Ello puede ser, porque tienes bastante voluntad propia, si bien no usas de ella rectamente en algunas ocasiones. Por ejemplo, deseas adquirir en estas materias un conocimiento aparte e independiente de Rafael Santóris; no obstante, sin él, eres una entidad incompleta.  Las mujeres actuales siguen esta viciosa política: el anhelo de ser independientes de los hombres, lo que importa el suicidio de la más noble mitad de su existencia. Ninguna de ellas es criatura completa sin su más fuerte mitad. Las mujeres actuales son como aves deformes con una sola ala, y un vuelo derecho es imposible para ellas.
Cuando Asélzion hubo terminado de hablar, Io miré con fijeza.
—Si estoy o no de acuerdo con vos poco importa, dije.  Reconozco todas mis faltas, y estoy dispuesta a remediarlas; pero necesito aprender de vos todo cuanto me sea posible, todo lo que estiméis que yo pueda aprender, y os prometo absoluta obediencia.
Una ligera sonrisa iluminó sus ojos.
—¿Y humildad?
Incliné mi cabeza.
¡Y humildad!
- Entonces ¿estás resuelta?
iEstoy resuelta!
Asélzion meditó un momento; en seguida; pareció tomar una resolución.
—Así sea, dijo; pero tú experimentarás las consecuencias de tu propio infortunio, si algún infortunio sobreviene. Yo no tengo responsabilidad. Por tu propia voluntad has venido aquí; por tu propia voluntad eliges permanecer aquí, donde no hay otra persona de tu propio sexo con quien puedas comunicarte, y por tu propia voluntad debes aceptar todas las consecuencias. ¿Convienes en ello?
La mirada de acero de sus ojos azules relampagueó con un brillo casi supernatural al hacerme esta pregunta, por lo que experimenté un sentimiento de temor de que luego me repuse, y contesté simplemente:
- ¡Convengo en ello!
Dirigióme una aguda mirada que me conmovió de pies a cabeza. En seguida, volviéndose repentinamente, tocó un timbre que produjo un sonoro y armonioso sonido de campanilla en uno de los corredores exteriores.  Mi primer guía entró casi inmediatamente.
—Honorio, dijo Asélzion. Conduce a esta señorita a su cuarto. Ella seguirá el curso de los novicios y estudiantes. (Mientras así hablaba, Honorio me dirigió una mirada de no disimulado asombro y compasión).  Al momento en que desee irse, se le concederá para ello toda facilidad. Mientras permanezca en instrucción, la regla para ella es, como tu sabes, soledad y silencio.
Miré a Asélzion y noté cuan rápidamente había cambiado la expresión de su rostro. Ya no tenía la suave y gentil benevolencia que había mantenido mi coraje; una adusta sombra lo obscurecía, y sus ojos estaban extraviados. Vi que esperaba que yo abandonase la sala, pero vacilé un momento.
—Me permitiréis daros las gracias, murmuré, levantando mis manos tímidamente, de un modo casi suplicante.
Volvióse hacia mi con lentitud, y tomo mis manos entre las suyas.
—¡Pobre niña, nada tienes que agradecerme!, exclamó. Conserva en tu espíritu como una de tus primeras lecciones en el difícil camino que principias a recorrer la idea de que a nadie tienes que dar las gracias ni a nadie culpar en la confección de tu propio destino, excepto a ti misma!
¡Vete, y que puedas conquistar a tu enemigo!
—¿Mi enemigo?, pregunté asombrada.
—Si, tu enemigo, tú misma, la propia personalidad! ¡La única potencia contra la que todo hombre o mujer ha tenido siempre y tendrá siempre que luchar!
Dejé caer mis manos, y supongo que debo haber expresado alguna suplica muda al mirar a Asélzion, porque una débil sombra de sonrisa vino a sus labios.
<¡Dios sea contigo!» exclamó con suavidad; y luego, con gentil ademán, me significó que lo dejase solo. Obedecí  inmediatamente, y seguí a mi guía Honorio quien me condujo a mi cuarto, donde, sin hablar una palabra, cerró y echó llave a la puerta, como lo hizo a mi llegada.
Con gran sorpresa, encontré listo para mi el equipaje que había dejado en la posada, y en una pequeña consola colocada en un nicho de la muralla, que yo no había notado anteriormente, había una bandeja con frutas, pan añejo y un vaso de agua fría. Al mirar esta pequeña colación que era sencilla aunque delicadamente presentada, vi que la consola era en realidad un pequeño ascensor conectado evidentemente con Ios servicios domésticos del Castillo, y llegué a la conclusión de que éste sería el medio por el cual se me servirían todas mis comidas. No ocupe, sin embargo, mucho tiempo en pensar sobre este asunto.
Me sentía feliz de que se me hubiese permitido permanecer en el Castillo de Asélzion, y no me molestaba el hecho de encontrarme aprisionada bajo llave. Desempaqueté  mis pequeñas cosas, entre las que había tres o cuatro de mis libros favoritos, y en seguida tomé asiento para servirme con agudo apetito mi frugal comida. Cuando hube concluído, acerqué una silla a la amplia ventana y allí me senté  para mirar hacia el mar, Vi a la pequeña rosa que, amistosamente y con aire confidencial, inclinaba su corola contra el muro justamente debajo de mí, lo que me produjo un sentimiento de compañerismo. Por lo
demás, la soledad era profunda. La cercanía de la noche iba poco a poco obscureciendo el cielo; una o dos franjas luminosas de color carmesí brillaban todavía como recuerdos del sol poniente, y un resplandor color perla en el oriente sugerí a la próxima salida de la luna. Experimenté una sensación de conmovedor silencio, y al mirar desde la ventana hacia el interior de mi cuarto, parecía este lleno de sombras movibles, obscuras e impalpables. Recordé que no tenía vela ni otro medio de alumbrarme, lo que me causó una inquietud pasajera, pero solo por un momento. Podría acostarme, así pensaba yo, tan luego como me hubiese cansado de mirar el mar. De todas maneras, esperaba la salida de la luna, y me sentía contenta ante aquel divino, apacible y hermoso escenario en que un pintor o un poeta habrían podido inspirarse. No sentía temor alguno; pero comencé a impresionarme y a sobrecogerme gradualmente ante la quietud más y más profunda, y la majestuosa soledad que me rodeaba. «La regla para ella es soledad y silencio», así había dicho Asélzion. Evidentemente, la regla comenzaba a entrar en vigor.


del libro El Castillo de Asélzion
Marie Corelli










No hay comentarios:

Publicar un comentario