domingo, 22 de abril de 2018

Cruz y Estrella en you tube (Segunda parte del libro El Castillo de Asélzion)



La luna levantóse con majestuosa lentitud entre dos franjas de obscuras nubes que gradualmente adquirían un color plateado ante su luminosa presencia, y un brillante sector de reflexiones diamantinas principio a invadir en parte el dilatado mar. Yo permanecí en la ventana, pues no sentía inclinación alguna para volver el rostro hacia la obscuridad de mi cuarto. Luego comencé a pensar que implicaba cierta rudeza el haberme dejado sola y encerrada con llave. ¡Al menos, debieron haberme  provisto de una luz! Pero en seguida me reproché a mí misma por haber permitido entrar a mi espíritu la más leve sugestión de una queja, porque, después de todo, no se me había invitado en calidad de huésped al Castillo de Asélzion, y además, recordé la orden dada con relación a mi persona: <Al momento en que desee irse, se le concederá para ello toda facilidad>. Me sentía mucho más temerosa de esta concesión para marcharme que de mi actual soledad, y resolví considerar toda mi aventura con corazón ligero, y aún con cierto estoicismo. Si era mejor que yo estuviese sola, es indudable que la soledad resultaría buena para mí; si era necesario que permaneciera en la obscuridad, sin duda que la obscuridad me sería conveniente.
Apenas había resuelto aceptar estas condiciones cuando mi cuarto fue iluminado repentinamente por una suave y refulgente luz, y me sobrecogí de espanto al no descubrir su origen. No había allí lámparas ni ampolletas eléctricas; era algo así como si las paredes brillaran con alguna luminaria superficial. Pasada mi primera sorpresa, me sentí encantada y feliz ante la confortable brillantez que me rodeaba, lo que me hizo recordar el brillo eléctrico de las velas del yate "Dream".
Me aparté de la ventana, dejéla abierta, pues la noche era muy calurosa, y me senté a la mesa para leer un poco; pero después de algunos minutos suspendí la lectura a fin de escuchar los murmullos de una música extraña que llegaba a mis oídos, aparentemente desde el mar, y que me conmovió hasta el alma. Ninguna descripción podría ser bastante elocuente para dar una idea de la dulzura de aquellas armonías, y me sentí  maravillada y absorta mientras seguía el ritmo de las deliciosas y ondulantes cadencias. 
Gradualmente, mis pensamientos volaron lejos, hacia Rafael Santóris. ¿Dónde se encontraría? ¿En qué pacífica extensión  de aguas brillantes estaría anclado su fantástico  buque? Lo reproduje en mi cerebro hasta que casi pude ver su rostro, su ancha frente, la tierna sonrisa de sus valientes ojos, y pude imaginarme que oía los suaves acentos de su voz, ¡siempre tan gentil cuando me hablaba, a mí, que había rechazado la mitad de su influencia! Una rápida ola de ternura invadió mi corazón; toda mi alma voló a  saludarlo con los brazos abiertos, por decirlo así; sentí en mi propia conciencia que él era más que todo para mí en el mundo, y exclamé en voz alta: «¡Mi amado, te amo, te amo!»
Luego medité cuan insano y fútil era hablarle aI aire cuando había podido hacer esa confesión al verdadero amado de mi vida cara a cara, si yo hubiera sido menos escéptica, menos orgullosa. ¿No era  mi viaje al Castillo de Asélzion un testimonio de mi vacilante y dudosa actitud? Porque yo había venido, como bien ahora lo reconocía, en primer lugar, para estar segura de que Asélzion existía en realidad, y, en segundo término, para convencerme por mí misma y para mi propia satisfacción de que era verdaderamente capaz de comunicar los secretos místicos de que Rafael parecía estar en posesión.
Cansada al fin de tanto infructuoso pensar, cerré la ventana y me desvestí para ganarme al lecho. Cuando estuve acostada la luz de mi cuarto se extinguió repentinamente, y todo quedo en la obscuridad, excepto la blanquecina y clara luz de la luna que penetraba por el postigo el cual permanecía abierto por carecer de cortina para cerrarlo. Por algún tiempo, permanecí despierta en mi dura y estrecha cama, mirando aquella luz, y rechazando con firmeza el permitir que me dominara sentimiento alguno de miedo o de abandono.
Ceso la música que tanto me había extasiado, y todo quedó en perfecta quietud y tranquilidad. Poco a poco cerrándose mis ojos; mis fatigados miembros se desperezaron, y caí en un sueño absolutamente profundo.
Cuando desperté a la mañana siguiente, la luz solar invadía mi cuarto como una lluvia de oro.
Levantéme llena de alegría por haber pasado la noche tan apaciblemente, y por no haberme ocurrido algo extraño o aterrador, aun cuando no se por que hubiese podido temer que esto sucediera. Todas las cosas parecían maravillosamente frescas y hermosas ante la deliciosa claridad del nuevo día, y la sencillez misma de mi cuarto era más fascinadora que el lujo más suntuoso.
Sólo noté algo extraordinario: el agua fría de que estaba provisto mi baño chisporroteaba, por decirlo así, como si hubiera sido efervescente; una o dos veces pareció
rizarse como una espuma diamantina, y nunca permanecida en reposo. Antes de bañarme, observe su brillante movimiento durante algunos minutos; en seguida, sintiéndome segura de que se encontraba cargada con cierta clase de electricidad, me sumergí en ella sin vacilar, y goce en el mas alto grado de su deliciosa y vigorizante influencia.
Concluida mi toilette, y habiéndome vestido con una sencilla bata de mañana de paño blanco, por estimarla más adaptable al  calor que la negra vestimenta usada durante mi viaje, me dirigí a abrir la ventana para dar entrada al aire fresco del mar, y al mismo tiempo experimenté cierta sorpresa al ver una pequeña puerta, abierta en el lado de la torre, a través de la cual descubrí una escalera de caracol que conducía hacia abajo. Cediendo al impulso del momento, descendí  por ella hasta su término donde me encontré ante un hermoso pequeño jardín incrustado en la playa. Podía ahora abrir una puerta y pasearme en la ribera misma del mar. ¡Ya no era más prisionera! ¡Podía correr, si lo deseaba!
Miré a mi alrededor, y no pude menos de sonreirme al ver la imposibilidad de escapar. El pequeño jardín pertenecía exclusivamente a la torre, y rodeándolo por todos lados rocas inaccesibles que se elevaban casi hasta la altura del propio Castillo de Asélzion, mientras el pedazo de playa en que me encontraba aparecía igualmente cercado por enormes peñascos contra los cuales las olas del océano habían  azotado durante siglos sin dejar huellas muy visibles. Sin embargo, me sentía feliz al pensar que se me hubiera permitido cierta libertad al aire libre, y por algunos minutos permanecí mirando el océano y
gozando con el calor del sol meridional.
En seguida volví sobre mis pasos lentamente, mirando en todas direcciones para ver si divisaba alguna persona. No se divisaba un alma.
Volví a mi cuarto donde encontré mi cama tan primorosamente hecha como si nunca hubiera dormido en ella persona alguna, y allí sobre la mesa, encontré también mi almuerzo el que se componía de una taza de leche y algunos bizcochos de harina de trigo que el apetito me indujo a devorar regocijadamente. Cuando hube concluido, tomé la taza vacía y la bandeja y las puse en la consola dispuesta en el nicho, que fue bajada instantáneamente y desapareció muy pronto.
Comencé luego a meditar cómo emplear mi tiempo. No sería en escribir cartas, porque aun cuando tenía mi escritorio de viaje listo para este propósito, no deseaba que mis relaciones de amistad supieran donde yo estaba, y, aun cuando hubieran  escrito a algunas de ellas, habría sido poco probable que hubieran recibido mi correspondencia, pues tenia la convicción de que la mística Hermandad de Asélzion no permitían que me comunicase con el mundo exterior mientras yo permaneciera allí.
No tenia idea exacta de la hora, pues mi reloj se había detenido. La quietud que me rodeaba habría Ilegado a ser opresiva si no hubiera sido por el ruido de las pequeñas olas que rompían en el promontorio bajo mi ventana.
De repente con grande alegría de mi parte, se abrió la puerta de mi cuarto y entró Honorio. Inclinó ligeramente la cabeza, a manera de saludo, y en seguida dijo en tono breve: «Os ordenan seguirme>.
Me levante con toda obediencia, y estuve lista. Honorio me miraba intensamentecon curiosidad, como deseando leer mi pensamiento. Recordé que Asélzion me había prohibido hablar, a menos de que me hablasen antes, y me limité a devolver la mirada de Honorio firmemente y con una sonrisa.
«No os sentís ni desdichada, ni temerosa, ni inquieta», dijo con lentitud. «EIlo marcha bien. Os iniciáis de un modo feliz.  Y ahora, cualquiera cosa que veáis u oigáis,  ¡guardad silencio! Si deseáis hablar, hablad luego; pero, cuando dejemos este cuarto, que ni una sola palabra se escape de vuestros labios, ni una sola exclamación. ¡Vuestra misión es oír, aprender y obedecer!»
Esperó a fin de darme oportunidad de decirle algo en respuesta; pero preferí mantenerme muda. En seguida me pasó un velo doblado de material suave, blanco, fino y sedoso. «Cubríos con esto», dijo, <y no os descubráis hasta que hayáis vuelto aquí».
Desdoblélo y me lo coloqué rápidamente.
Era tan delicado como una nube, y me cubría de pies a cabeza, ocultándome ante los ojos extraños, aun cuando podía yo mirar perfectamente a través de él. Honorio me hizo señas para que lo siguiera, y así lo hice.
Mi corazón latía rápidamente a impulso de un doble sentimiento de excitación y expectación.
Recorrimos varios pasajes con intrincadas vueltas que parecían no tener salida, como un laberinto, hasta que al fin me encontré encerrada en algo semejante a una pequeña celda con una abertura al frente de mi y por la que podía contemplar una extraña y pintoresca escena. Vi el interior de una pequeña y hermosa capilla gótica, exquisitamente delineada y
alumbrada por numerosas ventanas de vidrio empañado, a través de las cuales la luz solar filtraba en arroyos de color radiante que proyectaban matices de oro, carmesí y azul sobre el blanco mármol del pavimento. Entre cada columna que sostenía el techo, primorosamente tallado, había dos filas de bancos, dispuestas en anfiteatro, en que estaban sentadas inmóviles figuras blancas, hombres vestidos con el hábito de la misteriosa Orden, y con sus rostros ocultos bajo sus capuchas.
La capilla no tenía altar; pero en su extremo oriente, donde el altar pudo haber sido erigido,se ostentaba una obscura cortina de púrpura alumbrada con brillantes resplandores por una cruz y una estrella de siete puntas, Los rayos luminosos emanados de aquel elevado Símbolo de un credo no escrito eran tan vivos que casi enceguecían, y poco les faltaba para eclipsar el brillo del mismo sol.
Sobrecogida por la extraña y tranquila solemnidad que me rodeaba, me sentía feliz de estar oculta bajo los pliegues de mi blanco velo, aunque luego me di cuenta de que me encontraba en una especie de cámara secreta, construida evidentemente para el uso de los que eran llamados a presenciar todo lo que ocurría en la capilla, sin ser vistos.
Yo esperaba con viva expectación. Luego tembló en el aire el profundo y vibrante sonido del órgano, aumentando gradualmente en poder e intensidad hasta que un magnifico torbellino musical salio de el, algo así como cuando una repentina tempestad estalla entre las nubes.
Lance un prolongado suspiro de puro éxtasis. Sentía deseos de arrodillarme y de derramar lágrimas de gratitud por el mero hecho de oír.
iEra una mística divina que destruía toda idea de mortalidad; y el alma aprisionada volaba con regocijo hacia arriba, hacia una vida más elevada, en alas de la luz!
Cuando el órgano volvió a enmudecer, lo que ocurrió muy luego, sobrevino un profundo silencio, tan profundo que podía oír los rápidos latidos de mi propio corazón, como si yo hubiera sido el único ser viviente en aquel lugar. Volví mis ojos hacia la deslumbrante Cruz y Estrella que con sus rayos de fiero brillo en continuo movimiento producía el efecto de algo así como si una corriente eléctrica estuviera dirigiendo mensajes que ningún mortal, por hábil que fuese, pudiera ser capaz de descifrar o de traducir en palabras, pero en todo caso, mensajes que podían abrirse camino hasta lo más profundo de nuestras conciencias.
De pronto se produjo un ligero movimiento en las filas de aquellos hombres vestidos de blanco que, cubiertos sus rostros con capuchas del mismo color, habían permanecido hasta ese instante sentados y en absoluta quietud, y, como movidos por un resorte, pusiéronse de pie, mientras otra figura, elevada, imponente y majestuosa, apareció con paso lento, recorrió la capilla y se detuvo al frente del glorioso Símbolo, con ambas manos levantadas y extendidas, como para invocar una bendición. Era el Superior, era Asélzion, Asélzion investido con tal dignidad y esplendor que parecía un héroe o un dios.
Su aspecto era de absoluto poder y tranquila compostura, y expresaba al mismo tiempo seguridad, fuerza y autoridad. Llevaba su capucha echada atrás, y desde el secreto rincón en que me encontraba sentada podía mirar sus facciones distintamente, y el brillo de sus penetrantes y hermosos ojos mientras los volvía hacia sus discípulos.
Manteniendo sus manos extendidas, dijo con voz firme y clara:
«¡Al Creador de todas las cosas visibles e invisibles ofrezcamos nuestra gratitud y nuestra alabanza, y así principiemos este día!» !
A lo que un murmullo de voces respondió:
«¡Te alabamos, oh Divino Poder de Amor y Vida eterna!>
<¡Te alabamos por todo lo que somos!>
<iTe alabamos por todo lo que hemos sido!
<Te alabamos por todo lo que esperamos ser!»
Siguió un momento de impresionante silencio. En seguida, los miembros de la Hermandad tomaron asiento en sus sitios respectivos, y Asélzion habló en mesurado y distinto acento, con el modo fácil y seguro de un práctico orador:
Amigos y Hermanos!
«Nos hemos reunido aquí para considerar en este instante de tiempo las cosas que hemos hecho en el pasado, y las cosas que estamos preparándonos para realizar en el futuro>.
«Nosotros sabemos que desde el pasado, que se extiende hacia atrás por toda la eternidad, hemos hecho el presente; y, de acuerdo con la Ley Divina, sabemos también  que desde este presente, extendiéndonos hacia adelante por toda la eternidad, evolucionaremos para formar nuestro futuro>.
«Estáis aquí para aprender no solo el secreto de la vida, sino algo acerca de como vivir la vida; y yo, en mi limitada capacidad, estoy únicamente procurando enseñaros lo que la Naturaleza os ha estado mostrando por miles de siglos, aun cuando  no os habéis tornado la molestia de aprender sus lecciones.
«Profesores sagaces, que a pesar de todo no son mas que niños en su incipiente sabiduría,
os han enseñado que la vida humana ha nacido del protoplasma—como ellos creen—pero carecen de la habilidad necesaria para deciros como evolucionó el protoplasma y por que, ni de donde vino el material para la formación de millones de sistemas solares y trillones de organismos vivos respecto de cuya existencia no tenemos ni conocimiento ni percepción.
Algunos de ellos niegan a Dios; pero la mayor parte de ellos se sienten obligados a confesar que debe haber una Inteligencia suprema y omnipotente que regula el Universo.
El Orden no puede nacer del Caos sin una Inteligencia directiva; y el Orden degeneraría otra vez rápidamente en Caos si no existiera esa misma Inteligencia directiva capaz de sostener su método y su condición.
<Partimos, por lo tanto, de la base de que existe esta Inteligencia reguladora o directiva que, como el cerebro humano, debe ser dual, combinando los atributos masculino y femenino, pues vemos que en esa misma forma dual se manifiesta también en toda la Creación>.
«La Inteligencia o el Espíritu, si así queréis llamarlo, es inherentemente activo y debe encontrar una salida o manifestación de su poder, y el mero hecho de esta necesidad produce el deseo de perpetuarse en varias formas: de ahí nace el primer atributo del Amor. Por consiguiente, el Amor es el fundamento de Ios  mundos, y la fuente de todos los organismos vivos, de los átomos duales de espíritu y  materia que ceden a la Atracción, Unión y Reproducción. Si nosotros llegamos a darnos cuenta exacta de este hecho, habremos dado un gran paso hacia la comprensión de la vida».
Asélzion guardó silencio por un momento; luego avanzó uno o dos pasos; el deslumbrante Símbolo a sus espaldas parecía rodearlo literalmente con sus rayos. En seguida continuó:
«Lo que debemos aprender antes de todo es como estas leyes nos afectan como seres humanos y como personalidades aisladas.
<Para exponer los sencillos principios que deben guiar y preservar la existencia humana es necesario evitar toda obscuridad de lenguaje, y mi explicación será tan breve y sencilla como me sea posible>.
<Aceptada la idea de que existe un Divino Espíritu o Inteligencia Omnipotente que rige la infinidad de átomos vitales que en su unión y reproducción construyen las maravillas del Universo, nosotros vemos y admitimos que uno de los principales resultados de la obra divina es el hombre.
El es—así nos han enseñado—«la imagen de Dios.» Esta expresión puede ser considerada
como un verso poético de las Sagradas Escrituras, sin más significado que el de una poética imanación; pero, sin embargo, es una verdad. El Hombre es en sí mismo una especie de Universo; él es también una conglomeración de átomos, átomos que son activos, reproductivos y deseosos de perpetua creación. Tras ellos, como en la naturaleza divina, hay también un espíritu o inteligencia reguladora, dual en su esencia y de doble sexo en la acción.
Sin el espíritu que la guíe, la constitución del hombre es un caos justamente como lo sería el Universo sin la dirección de su creador".
«Debemos principalmente recordar que así como el Espíritu de la Naturaleza visible es Divino y eterno, así también el espíritu de cada individuo es divino y es eterno, ha existido siempre y existirá siempre , y nosotros marchamos como distintas personalidades, cada uno o cada una bajo la controladora influencia de su propia alma, hacia una más y más elevada percepción y progreso espiritual. La gran mayoría de los habitantes del mundo viven con menos conciencia sobre este punto que las moscas o los gusanos; forman religiones en que ellos hablan de Dios y de la inmortalidad como los niños, sin hacer el menor esfuerzo por comprender las manifestaciones de la Esencia Divina ni la eternidad de la existencia; y, en cuanto al cambio que llaman muerte abandonan esta vida sin haberse tornado la molestia de descubrir, conocer o utilizar los más grandes dones que Dios les ha concedido.
Pero nosotros, nosotros que estamos aquí para estudiar la existencia de la Fuerza Omnipotente que nos da completo dominio sobre las cosas del espacio, del tiempo y de la materia; nosotros que sabemos que el hombre puede mantener absoluto control sobre los átomos movibles de su propio universo individual, podemos dar testimonio por nosotros mismos de que toda la tierra está sujeta al dominio del alma inmortal, sí, como también lo están los propios elementos del aire, del fuego y del agua, porque estos elementos son únicamente ministros y servidores de su autoridad soberana!"
Asélzion detúvose nuevamente, y, después de uno o dos minutos de silencio, continuó:
«Esta hermosa tierra; este esplendoroso  cielo que la rodea; las exquisitas cosas ofrecidas por la amante Naturaleza, son elementos dados al hombre, no solo para satisfacer sus necesidades materiales sino para la evolución de su progreso espiritual.
De la luz del sol puede sacar nuevo ardor y color para su sangre; del aire, nuevos suplementos de vida; de los mismos árboles, yerbas y flores, medios para renovar su fuerza; y nada ha sido creado sino con la intención de contribuir a su propio placer y bienestar. Porque si la base o fundamento del Universo es el Amor, como lo es en realidad, es natural que el Amor desee ver a sus criaturas felices. La miseria no tiene lugar en el plan divino de la creación. La miseria es únicamente el resultado de la propia oposición del hombre a las leyes naturales. En la Naturaleza, todas las cosas trabajan con calma y constancia, y resuelta y directamente hacia el bien. La Naturaleza obedece en silencio las órdenes de Dios. El hombre, por el contrario, interroga, argumenta, niega, se revela, de dónde resulta que derrocha sus fuerzas, y falla en sus más elevados anhelos.
Está en su propio poder el renovar su propia juventud, su propia vitalidad; sin embargo, lo vemos descender por su propia culpa hacia la debilidad y la decrepitud, entregándose, por decirlo así, para ser devorado por las influencias desintegrantes que pudo fácilmente repeler. Porque así como el directivo Espíritu de Dios gobierna la infinidad de átomos que forman los mundos siderales, así también el espíritu del hombre puede gobernar los átomos de que el se compone, guiando su acción y renovándolos a voluntad, formando con ellos verdaderos soles y sistemas de pensamiento y poder creador, sin desperdiciar una partícula de sus eternas fuerzas vitales. El hombre puede llegar a ser lo que quiera ser:
un dios o meramente una masa de unidades embrionarias que vuela de una a otra faz de la vida eterna en estúpida indiferencia, compeliéndose a sí mismo a que transcurran siglos antes de seguir por algún decisivo sendero de separada acción individual.
La mayor parte de los seres humanos prefiere ser nada en este sentido; sin embargo, todos estamos sometidos a las consecuencias de nuestra eterna responsabilidad.
"Si alguno de los presentes desea hablar, hacer alguna pregunta o negar alguno de mis asertos, que venga aquí a manifestar valientemente lo que tenga que decir".
Cuando hubo hablado así, prodújose cierto movimiento entre los hasta entonces inmóviles miembros de la Hermandad.
Levantóse uno de ellos, y, descendiendo desde su sitio, marchó con lentitud hasta llegar a pocos pasos de Asélzion; luego se detuvo, y echó hacia atrás su capucha, mostrando un fatigado y hermoso rostro en que una gran pena parecía impresa en forma demasiado fuerte para que alguna vez pudiera ser borrada.
—¡Yo no deseo vivir!, exclamó. He venido aquí a estudiar la vida; pero no a aprender como prolongarla. La perdería yo gustoso por la más insignificante bagatela. Porque la vida es para mi una cosa amarga, un terrible e inexplicable tormento! ¿Porqué os empeñáis, oh Asélzion, en enseñarnos como vivir largo tiempo? ¿Por que no nos enseñáis mejor como morir luego?
Los ojos de Asélzion se fijaron en él con grave y tierna compasión.
— ¿Que acusación traéis contra la vida? preguntóle. ¿Como la vida os ha dañado?
—¿Cómo la vida me ha dañado?, y el infeliz levantó sus manos con un gesto de desesperación. ¿Podéis preguntarlo vos, que profesáis leer nuestros pensamientos?
¿Cómo la vida me ha dañado? Siendo ¡injusta para conmigo! ¡Desde mi primer aliento, porque jamás pedí venir al mundo; desde mis años juveniles cuando todos mis sueños y aspiraciones fueron destruidos por amantes padres, sí, por amantes padres cuya idea del amor era el dinero! ¡Toda noble ambición frustrada! ¡Toda elevada esperanza muerta! Y en mi propio amor, ese amor de mujer que es la principal ambición del hombre, aun ella fue falsaria e indigna como una moneda falsificada, y no se preocupo jamás de salvar mi vida, que se arruinó, ¡por supuesto!  Pero, ¿qué importa? ¡Ahora siento cansancio de todo! ¡Día tras día, el peso del tiempo!; ¡el vivo deseo de tenderme y ocultarme en paz y para siempre bajo el confortable césped, donde ni amigo desleal, ni amor traidor ni bondadosos parientes, alegres todos ellos de verme sufrir, nunca más puedan señalarme con burla ni desprecio o volver hacia mi otra vez sus crueles ojos! iAsélzion, si el Dios a quien servís es la mitad tan malvado como los hombres que El creó, quiere decir entonces que el cielo mismo es un infierno!
El Hermano hablaba deliberadamente y con ardor. Asélzion lo miraba en actitud silenciosa.
El deslumbrante Símbolo de Cruz y Estrella brillaba con extraños matices como un conjunto de millones de joyas, y durante algunos minutos no se interrumpió el profundo silencio en la capilla. De súbito, como impelido por una fuerza irresistible, el Hermano cayó de rodillas.
—¡Asélzion!, exclamó. ¡Como sois fuerte, tened paciencia con el débil! iComo sois divino, tened piedad con los ciegos! ¡Como os sentís firme en vuestros conocimientos espirituales, tended una mano a aquellos que pisan en incierta y movediza tembladera; y si la muerte y el olvido figuran entre los dones de vuestra gracia, no me los rehuséis, porque yo desearía más bien morir que vivir!
Siguió una pausa. En seguida, la voz de Asélzion, tranquila, clara y muy suave, vibró en medio del silencio:
—¡No hay muerte!, dijo. ¡No podéis morir! ¡No hay olvido! ¡No podéis olvidar! ¡No hay sino un camino para la vida: vivirla! 
Otro momento de silencio. En seguida continuo Asélzion con voz firme y resuelta:
—¡Acusáis a la vida de injusticia! ¡Vos sois el injusto con la vida! La vida os hizo concebir esos sueños y aspiraciones de que habláis. ¡En vuestro poder estaba el realizarlos! Ni padres, ni esposa, ni amigos pueden impediros hacer lo que deseáis hacer.
¿Quién frustro la realización de vuestras nobles ambiciones e ideales sino vos mismo? ¿Quien puede matar una esperanza sino aquel en cuya alma fue concebida? Y en cuanto al amor de aquella mujer, ¿fue ella en realidad vuestra compañera, o simplemente una cosa de vanidad y belleza externa? ¿Tocó vuestra pasión su cuerpo únicamente, o alcanzó hasta su alma? ¿Os preocupasteis de investigar si esa alma había despertado alguna vez en ella, u os sentíais bastante satisfecho con poseer nada mas que su hermosura superficial? ¡En todas estas cosas, culpaos a vos mismo; no culpéis a la vida! ¡Porque la vida os da la tierra y el espacio, el tiempo y lo inconmensurable, para alcanzar la felicidad, felicidad en que, salvo por vuestra propia culpa, jamás debiera existir un solo rasgo de pena!
El arrodillado penitente, pues tal parecía serlo, cubrióse el rostro con ambas manos.
—Yo no puedo daros muerte, continuó Asélzion. Podéis daros vos mismo lo que conocéis con ese nombre, si así lo deseáis.
Podéis, por vuestra propia iniciativa, repentina o premeditada, destruir vuestra presente envoltura material; pero ello sería por un brevísimo espacio de tiempo, el estrictamente necesario para que las fuerzas de la Naturaleza os construyeran nuevamente.
En todo caso, nada conseguiréis, ya que con un acto semejante no perderíais ni vuestra conciencia ni vuestra memoria.
Pensadlo bien antes de destruir vuestra presente casa-habitación, porque la ingratitud alimenta la estrechez, y la nueva habitación puede ser más pequeña y menos apropiada para vuestra ansiada paz y tranquilidad.
Con estas palabras, suavemente pronunciadas, levantó al arrodillado penitente, y le hizo señas de que volviera a su lugar. El penitente así lo hizo con absoluta obediencia, y sin proferir una sola palabra, cubriéndose otra vez el rostro con la capucha a fin de que ninguno de los presentes pudiera ver sus facciones.
En seguida, otro Hermano avanzó hacia adelante, y se dirigió a Asélzion.
-Maestro, dijo, ¿no sería mejor morir que envejecer? Sino existe efectiva muerte, como nos enseñáis, ¿por que sobreviene la efectiva decadencia? ¿Que placer hay en la vida cuando las fuerzas se debilitan y fallan nuestras pulsaciones; cuando la ardiente sangre se enfría y comienza a circular con dificultad, y cuando aún aquellas personas a quienes amamos consideran que hemos vivido demasiado? Yo soy viejo, aunque no estoy consciente de mi edad; pero otros están conscientes por mi. Sus miradas, sus palabras, implican que soy un obstáculo en su camino; que estoy muriendo lentamente como un árbol carcomido, y que el proceso es demasiado aburrido para su impaciencia.
Y, no obstante, yo podía ser joven: mis potencias para el trabajo han aumentado en vez de disminuir; gozo de la vida más que aquellos que tienen de su parte la juventud; pero, a pesar de todo, se que llevo sobre mi el peso de setenta años, y yo digo que seguramente es preferible morir que vivir tanto tiempo!
Asélzion, que permanecía de pie ante la amplia luz del resplandeciente Símbolo de Cruz y Estrella, mirábalo con bondadosa sonrisa.
—Yo también llevo el peso, si así lo llamáis, de setenta años, dijo. Pero los años nada significan para mi, como nada debieran significar para vos. quién os ha pedido que los contéis? ¿Quién os ha ordenado tomarlos en consideración? En el mundo de la Naturaleza agreste, el tiempo se regula únicamente por las estaciones: el pájaro ignora su edad; el rosal no cuenta los aniversarios de su nacimiento. Vos, en quien reconozco un hombre enérgico y un paciente discípulo, habéis vivido la vida que los hombres acostumbran llevar
en el mundo: sois casado con una mujer que jamás se ha tornado la molestia de estudiar, ni mucho menos comprender, los rasgos mas destacados de vuestro carácter, y quien ahora es mucho mayor que vos, aunque menor en años efectivos; tenéis hijos que os consideran exclusivamente como a su banquero, y que, mientras os fingen afecto, esperan vuestra muerte con ansiedad a fin de poseer vuestra fortuna!. ¡Preferible hubiera sido que nunca hubieseis tenido esos hijos! Conozco todo esto como vos también lo conocéis. Igualmente se que mediante las impresiones mundanas, y la influencia de los llamados «amigos» quienes desean convenceros de vuestra edad, ha principiado el proceso desintegrante; pero este proceso puede ser detenido. ¡Vos mismo podéis detenerlo! El sueño del Fausto no es una mera fantasía, solo sé que la renovación de la juventud no es obra de la mágica maldad sino del bien natural. Si anheláis ser joven, dejad el mundo que habéis conocido, y principiad de nuevo; dejad esposa, hijos, amigos, todos aquellos seres que cuelgan como plantas parásitas en un roble, carcomiendo su tronco y extrayendo de el su fuerza, sin comunicarle algún nuevo elemento de vitalidad. ¡Vivid otra vez; amad otra vez!
—iYo!—y el Hermano echo atrás su capucha, dejando en descubierto un rostro demacrado
y surcado de profundas arrugas, aunque conmovedor en virtud de los rasgos intelectuales que revelaban sus hermosas facciones—¡Yo! ¡Con estos cabellos blancos! ¡Os burláis de mi, Asélzion!
—¡Jamás me burlo!, respondió  Asélzion. Yo dejo las burlas para los insanos que estiman la vida someramente sin comprender sus principios reguladores. No me burlo de vos. ¡Ponedme a prueba! iObedeced mis reglas aquí únicamente por seis meses, y saldréis de este Castillo con todas vuestras fuerzas corporales y espirituales renovadas en juventud y vitalidad. Pero vos mismo debéis realizar el milagro que, después de todo, no es milagro. ¡Vos mismo debéis reconstruiros a vos mismo!, como esta obligado a hacerlo todo aquel que desea vivir una mas amplia y noble vida. Si vaciláissi retrocedéis; si volvéis por medio de algún insensato recuerdo o mórbido pensamiento a vuestros anteriores errores en la vida, que ya pasaron, a ella, vuestra esposa, esposa en el nombre, pero jamas en el alma; a vuestros hijos, nacidos de animal instinto, pero no de un profundo amor espiritual; a aquellos vuestros «amigos» que cuentan vuestros años como si fueran otros tantos crímenes, solo conseguiréis detener la obra revigorizante y aniquilar las fuerzas renovadoras. Debéis elegir vuestro camino en la vida, y esta elección debéis hacerla voluntaria y deliberadamente.
Ningún ser humano se debilita ni envejece sino mediante su propia intención e inclinación hacia ese fin. De igual manera, ningún ser humano mantiene o renueva su juventud sin una similar intención o inclinación. Tenéis dos días para pensarlo, y en seguida me diréis lo que hayáis resuelto.
El Hermano vaciló como si tuviera algo más que decir; pero luego volvió a su sitio, en actitud de profunda obediencia.
Asélzion espero hasta que se hubo sentado y, después de un breve intervalo, habló una vez más:
—Si todos vosotros aquí presentes estáis contentos con vuestras reglas de vida en este lugar, y con los estudios que proseguís, y ninguno de vosotros desea irse, os pido el signo acostumbrado.
Todos los Hermanos pusiéronse de pie, y levantaron los brazos por encima de sus cabezas. En seguida, después de un segundo de tiempo, los dejaron caer otra vez con
solemne lentitud.
«¡Basta!», exclamó Asélzion, y luego se dio vuelta hacia el Símbolo de Cruz y Estrella, enfrentándolo ampliamente. Asombrada y con cierto terror, observe que los rayos procedentes del centro del Símbolo flameaban tomando una longitud extraordinaria, rodeando toda su silueta, e invadiendo la capilla con un brillo amarillento como si repentinamente se hubiera producido allí un incendio. Asélzion avanzó
derecha y resueltamente hasta el centro de las deslumbrantes llamas; en seguida, y desde cierto punto, dióse vuelta otra vez y miro a sus discípulos.¡Como había cambiado de aspecto! La luz que lo rodeada parecía ser parte de su propio cuerpo y de sus propias vestiduras; encontrábase transfigurado en algo parecido a un ángel o a un dios, lo que me produjo un sentimiento sucesivo de admiración, de temor y de terror. Levantando su mano derecha, hizo la señal de la cruz. Los Hermanos descendieron de sus respectivos sitios, y, caminando lentamente, llegaron hasta colocarse en semicirculo frente a su maestro quien, con voz clara y solemne, exclamó:
—¡Oh. Divina Luz! Somos parte de Ti! y en Ti deseamos ser absorbidos! iPor Ti sabemos que somos capaces de obtener una vida inmortal sobre esta graciosa tierra! ¡Oh, Naturaleza, amante madre, cuyo seno palpita con oculto fuego de vitalidad y energía: nosotros somos tus hijos, nacidos de ti en espíritu y en materia; en nosotros has derramado tus lluvias y tus rocíos, tus nieves y tus heladas, tu luz solar y tus tempestades!
¡En nosotros has incorporado tu prolífica belleza, tu facultad productora, tu poder y tu progreso hacia el bien; y mas que todo nos has dotado con la pasión divina del Amor que enciende el fuego con que tu has sido creada y de que emana y se mantiene nuestra existencia! ¡Protégenos, oh Luz! iAlimentanos, oh Naturaleza; y Tu, oh Dios, Supremo Espíritu de Amor, cuyo pensamiento es Llama, y cuyo deseo es Creación, se Tu nuestro Guía, nuestro sostén y nuestro instructor, a través de todos los mundos sin fin, y por toda la eternidad! ¡Amen!
Una vez más, la gloriosa música del órgano se dejo oír en la capilla como una tormenta, y yo, temblando en todo mi ser, caí de rodillas, sobrecogida por el esplendor de las armonías y por lo extraño de aquella escena. ¡ Gradualmente, muy gradualmente, la música murió a lo lejos; sobrevino un profundo silencio, y, al levantar mi cabeza, la capilla estaba desierta! Asélzion y sus discípulos habían desaparecido sin producir ruido alguno, y como si jamas hubieran estado allí presentes. Solamente la Cruz y la Estrella permanecían aun brillando contra el fondo obscuro color púrpura y despidiendo prolongados y trémulos rayos, algunos de matiz violeta pálido, otros escarlata, otros de delicados tintes del rosado y del topacio.
Mire a mi alrededor, en seguida, tras de mi, y con alguna sorpresa vi que la puerta de mi pequeña cámara se encontraba abierta. Cediendo a un impulso demasiado fuerte para resistir, me deslice suavemente hacia afuera y, marchando en puntillas y atreviéndome escasamente a respirar, encontré mi camino, a través de un bajo portal abovedado, hasta el interior de la capilla, y allí permanecí sola. Un positivo terror hacia latir fuertemente mi corazón.
Sin embargo, nada había que temer. Nadie se encontraba cerca de mi a quien yo pudiera ver; pero sentía como si miles de ojos me mirasen desde el techo, desde tras las columnas, y desde los vidrios empañados de las ventanas que proyectaban su luz diversicolor en el blanco mármol del pavimento. Y en aquella quietud, los vivos resplandores de la Cruz y Estrella eran casi terribles. Los prolongados y brillantes rayos semejaban lenguas de fuego que expresaban mudamente cosas indecibles. Sentíame fascinada al acercarme más y más; luego me detuve de improviso al sentir una especie de vibración debajo de mí, como si el piso temblase. Inmediatamente, sin embargo, recobre nuevo valor para seguir adelante, y poco a poco fui impelida hacia dentro de un perfecto remolino de luz que caía sobre mi por todos lados como grandes olas, y con tanta fuerza que apenas podía darme cuenta de mis propios movimientos.
Avanzaba como a impulsos de un sueño; mis propias manos parecían transparentes al extenderlas hacia el maravilloso Símbolo, y, al mirar por un instante los pliegues de mi blanco velo, observe que brillaban con un pálido tono amatista. Continué avanzando más y más, poseída de una idea irresistible de ir tan lejos como pudiese dentro de aquel extraño centro de viva luz, y me sentía asombrada de mi propia intrepidez. Paso a paso continué resueltamente, hasta que de improviso me sentí aprisionada, por decirlo así, en un circulo de fuego que giraba a mi alrededor arrojando puntas luminosas tan agudas como flechas, y que parecían apuñalar mi cuerpo más y más. Luche por respirar y procure retroceder. ¡lmposible! Sentíame cogida en una red de interminables vibraciones de luz que, aun cuando no despedían calor, penetraban todo mi ser con tal intensidad como si procurasen invadir mi propia alma. Permanecí allí sin poder articular un sonido, muda, inmóvil, en medio de llamas de mil colores, demasiado confundida para darme cuenta de mi propia identidad. En seguida, y repentinamente, algo obscuro y fresco floto sobre mi como sombra de nube pasajera. Mire hacia arriba y quise proferir un grito, ¡una palabra de suplica!; en seguida caí al suelo, desmayada, en completa inconsciencia!

del libro El Castillo de Asélzion
Marie Corelli
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