martes, 12 de abril de 2016

El Hombre, el gran símbolo de los Misterios


  EL HOMBRE, EL GRAN SÍMBOLO DE LOS MISTERIOS


     Pitágoras dijo que el Creador Universal había hecho dos cosas a Su propia imagen: la primera, el sistema cósmico con sus miríadas de soles, lunas y planetas; la segunda, el hombre, en cuya naturaleza existe todo el universo en miniatura. Mucho antes de la introducción de la idolatría en la religión, los sacerdotes primitivos, para facilitar el estudio de las ciencias naturales, trazaban la figura de un hombre y la colocaban en el santuario de sus templos, pues la figura humana simbolizaba el Poder Divino en todas sus intrincadas manifestaciones. Es así como los sacerdotes de la antigüedad tomaban al hombre como libro de texto, y mediante su estudio llegaban a comprender los mayores y más abstrusos misterios del plan celestial del cual ellos formaban parte. No es improbable que esa misteriosa figura levantada en los primitivos altares fuera algo así como un maniquí y que, como ciertas manos emblemáticas en las Escuelas de Misterios, estuviera cubierta con jeroglíficos, bien sea grabados en su superficie o pintados con pinturas eternas. La estatua podía abrirse para mostrar así la relativa posición de los órganos, huesos, músculos, nervios y demás partes.
     La presente generación está siempre dispuesta a desdeñar los conocimientos anatómicos que poseían las antiguas razas. Debido a la acción destructiva del tiempo y del vandalismo, los documentos existentes no pueden revelarnos la sabiduría de la antigüedad. El profesor James H. Breasted, arqueólogo de la Universidad de Chicago, afirmó recientemente que sus investigaciones habían demostrado que los sabios médicos egipcios durante la XVIII dinastía - esto es, unos diecisiete siglos antes de Cristo - tenían un conocimiento científico comparable al que poseemos en pleno siglo XX. El profesor Breasted dice textualmente “Por ejemplo, en él (el papiro de Edwin Smith, un documento científico antiquísimo) aparece por primera vez
registrada en lenguaje humano la palabra “cerebro”, y hay pruebas de que los egipcios conocían las localizaciones cerebrales que dominan los músculos, cosa que sólo ha sido redescubierta en la última generación”
   El conocimiento de los sacerdotes-médicos egipcios relativo a las funciones de las diferentes partes del cuerpo humano no sólo igualaba al de muchos hombres de ciencia modernos, sino que, con respecto a aquellas funciones y poderes relacionados con la naturaleza espiritual del hombre y a los órganos y centros por medio de los cuales las esencias espirituales controlan el cuerpo, excedía al que poseemos en el mundo actual.
  Durante siglos de investigaciones mucho se contribuyó en favor de los principios fundamentales de los filósofos primitivos, y cuando Egipto alcanzó la cumbre gloriosa de su civilización, el maniquí era una masa de intrincados jeroglíficos y figuras simbólicas. Cada una de sus partes tenía un significado secreto. Las medidas de esta figura de piedra correspondían a un modelo básico por medio del cual resultaba posible medir todas las partes del cosmos. Era un glorioso emblema compuesto por el conocimiento de los sabios y hierofantes de Isis, Osiris y Serapis.
    Luego vino el tiempo de la idolatría. Los Misterios decayeron internamente. Los significados secretos se perdieron y nadie conocía la identidad del hombre misterioso que se erigía en el altar. Sólo se recordaba que esa figura era un símbolo sagrado y glorioso del poder universal. Esta figura llegó a ser considerada un dios, a cuya imagen había sido creado el hombre. Habiéndose perdido el conocimiento secreto del objeto para el que había sido construido ese maniquí, los sacerdotes veneraron la madera y la piedra de las que estaba hecho, hasta que finalmente su falta de comprensión espiritual derribó el templo, cuyas ruinas cayeron sobre sus
propias cabezas, y la estatua se desmoronó junto con la civilización que había olvidado su significado.
   En nuestros días la gran fe de nuestra raza - el cristianismo - es profesada por un gran número de hombres y mujeres sinceros, devotos y honrados. Y aunque todos están dedicados a sus tareas, sólo en parte son eficientes, porque la mayoría de ellos ignoran absolutamente el hecho de que el llamado cristianismo bíblico es sólo una alegoría del verdadero espíritu del cristianismo y de esa doctrina esotérica creada en el templo por las mentes iniciadas del paganismo y promulgada para satisfacer las inclinaciones religiosas de la raza humana. Hoy en día esta gran fe es profesada por millones de almas, y comprendida sólo por un puñado, porque si bien ya no existen los templos de Misterios como instituciones en las esquinas de las calles, como ocurría en la antigüedad, la Escuela de Misterios todavía existe como una estructura filosófica invisible. Sólo confía el conocimiento de sus secretos a unos pocos, dejando que la gran masa entre solamente en su recinto externo y haga sus ofrendas sobre el altar de bronce. El cristianismo es esencialmente una Escuela de Misterios, pero la mayoría de sus adherentes no lo comprenden lo bastante bien como para darse cuenta de que hay secretos en sus parábolas y alegorías que constituyen importante parte de su dogma.
     ¿Por qué no habría de ser el cristianismo una Escuela de Misterios? Su fundador fue un iniciado en los Misterios Esenios. Los esenios fueron discípulos del gran Pitágoras y estaban también en contacto con las Escuelas Secretas de la India. El Maestro Jesús fue un hierofante profundamente versado en el antiguo Arcano. San Juan mismo, por sus escritos, prueba que estaba familiarizado con el ritualismo de los cultos egipcios, y se sostiene que San Mateo fue el maestro de Basílides, el inmortal sabio egipcio, fundador, juntamente con Simón el Mago, del Gnosticismo, el sistema de misticismo cristiano más elaborado que jamás surgiera del tronco principal de la iglesia de San Pedro. Durante su historia primitiva en Roma, el cristianismo estuvo en constante contacto con el Mitraísmo, la filosofía del fuego, en Persia, de la cual extrajo no pequeña parte de sus rituales y ceremonias.
      Si se contemplare al cristianismo menos como iglesia y más como Escuela de Misterios, el mundo moderno obtendría rápidamente una comprensión más clara de sus principios. Cada sacerdote del cristianismo, cada ministro del Evangelio, debería ser un anatomista y un fisiólogo, un biólogo y un químico, un médico y un astrónomo un matemático y un músico, y sobre todo un filósofo. Por filósofo entendemos aquél que puede estudiar inteligentemente todas estas diferentes líneas de pensamiento y descubrir la relación mutua existente entre ellas, y usar todas las artes y las ciencias como medios para interpretar la magnífica representación emblemática y el misterioso drama de la fe cristiana. Si ellos pudieran considerar inteligentemente los secretos transmitidos por los sacerdotes de la antigüedad pagana (cuyo estupendo genio se remontó muy por encima de los prejuicios rutinarios del pensamiento moderno), podrían hacer una serie de importantes descubrimientos.
En primer término, descubrirían que en las actuales traducciones del Antiguo y Nuevo Testamento hay numerosos errores, debido al hecho de que sus traductores no fueron espiritualmente competentes para interpretar los sagrados misterios de las lenguas hebrea y griega. Encontrarían innumerables contradicciones debidas a malentendidos, y descubrirían también que los llamados libros apócrifos (rechazados como no inspirados) contienen algunas de las claves más importantes que nos haya legado la antigüedad.
     Aprenderían que el Antiguo Testamento no debió ser considerado literalmente: que entre líneas existen ciertas enseñanzas ocultas sin cuyo conocimiento no puede descubrirse el verdadero significado de las escrituras hebreas. No ridiculizarían más a los paganos por su pluralidad de dioses, pues descubrirían que ellos mismos, si son fieles a su escritura, son politeístas. La palabra “Elohim” tal como se emplea en los primeros capítulos del Génesis, y que ha sido traducida como Dios, es una palabra plural, masculinofemenina, que designa a cierto número de dioses andróginos y no a una Suprema Deidad. También comprenderían que Adán no fue un hombre sino una especie, una raza de criaturas, y que el Jardín del Edén
no estaba en el Asia Menor.
     Pero, aunque algunos hombres supieran que estas cosas son verdaderas, una gran parte de la humanidad todavía las rechazaría, porque no concuerdan con las tradiciones aceptadas y veneradas no por ciertas, sino por haber sido admitidas durante generaciones. Ellos coronarían sus descubrimientos al darse cuenta de que la Tierra de Promisión de todas las naciones es el cuerpo humano, y que ésta es la tierra santa consagrada a los dioses. Comprenderían que sus propios cuerpos son los Santos Sepulcros, que tanto tiempo han permanecido en manos de los infieles, y que no hay infiel de raza alguna la mitad de malvado que el que mora en el corazón del mismo hombre; que no hay enemigo mayor de la fe que la propia naturaleza inferior individual; ni Judas compararle al egoísmo, ni traidor como la ignorancia, ni tirano como el orgullo, ni Mar Rojo que deba ser cruzado como el que comprende la naturaleza emocional del hombre, que brota de los rojos centros creadores de sangre en el hígado humano.
    Si los teólogos modernos pudieran ver el antiguo maniquí sobre el altar, comprenderían claramente todo esto, pero como no saben que existe una doctrina secreta, no la buscan. Sin embargo, ¿quién puede leer el Libro de Ezequiel o la Revelación y no darse cuenta de que el bien amado discípulo Juan, trascendiendo a todos los demás en su visión, fue indudablemente exaltado o “elevado”, como podría decir el masón moderno, y contempló el fasto de los Misterios? Las alegorías de San Juan son extraídas de todas las religiones de la antigüedad. El drama que él desarrolla en la Revelación es sintético y, por consiguiente, verdaderamente
cristiano, porque incluye las grandes enseñanzas de todas las edades. Algunos creen que Dios no ha querido que el hombre comprendiera el misterio de su propio destino, pero permítasenos recordar aquellas inmortales palabras: “No hay nada oculto que no será revelado, ni nada escondido que no será dado a conocer”. Si esto es cierto, emprendamos la tarea de resolverlo, revelarlo o reconstruirlo. Tras las huellas de los iluminados de todas las épocas, nosotros también descubriremos la verdad si continuamos el ascenso por las escaleras en espiral por las que han subido los aspirantes de todas las naciones y religiones, dejando marcados sus pasos en las piedras.
      El espíritu del hombre es un pequeño anillo de fuego invisible del cual emergen corrientes y rayos centelleantes de fuerza. Por un proceso místico, estos rayos construyen cuerpos en torno de ese germen central informe, y el hombre mora en el medio de esos cuerpos, gobernándolos mediante ondas de energía en una forma muy difícil de apreciar a menos de estar familiarizados con la constitución oculta del hombre. Este anillo de fuego invisible es el fuego eterno, la chispa de la Rueda Infinita, sin nacimiento ni muerte, centro eterno que incluye dentro de él mismo todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que perpetuamente será.

Este germen mora en el estado llamado Eternidad, porque para esta chispa inmortal el tiempo es ilusorio, la distancia no existe, la alegría y la tristeza son desconocidas, porque en lo concerniente a su función y conciencia todo lo que puede decirse es que ES. Mientras las demás cosas vienen y van ÉL ES. 
      Este germen de inmortalidad entra en el embrión en el momento de la vivificación y sale al producirse la muerte. Con su venida se genera el calor; con su partida, el calor desaparece. Así como la llameante esfera del Sol se encuentra en el centro del sistema solar, este flamígero anillo del espíritu está en el medio de los cuerpos del hombre. Es el fuego del altar que jamás se extingue y a cuyo servicio se han consagrado los sabios de todas las naciones, porque en esta llama reside toda perfección y la posibilidad del logro definitivo. Esta llama se manifiesta en individualidades y personalidades, pero, las esencias extraídas de la experiencia, inteligencia y actividad acumuladas en dichas individualidades y personalidades son finalmente absorbidas por esta llama, suministrándole el combustible con el cual luce y arde más brillantemente. De este fuego único del altar se encienden todos los fuegos del cuerpo humano, igual que las innumerables llamas que han sido originadas por los fuegos sagrados de los Parsis. 
      Comparad el llameante espíritu del hombre con la llama de una vela. Primero, en el centro de la vela, junto al pabilo, se ve un resplandor azul casi incoloro. Alrededor de éste hay un anillo de luz dorada, y más hacia la periferia, rodeando la parte amarilla, se produce una llama de color anaranjado oscuro o rojo ladrillo, que despide más o menos humo. Estas tres luces - azul, amarilla y rojiza - están estrechamente relacionadas con la llama del hombre, porque hay una azul, que da luz sin combustible, y una amarilla, alimentada por óleo puro, que arde con firme fulgor sin producir humo. Después hay una llama roja, que consume combustible más basto. A ésta se la denomina el fuego aniquilador de los antiguos, porque en el cuerpo humano la llama azul es el fuego del espíritu aspirante y trascendente. La llama amarilla es la clara y ardiente luz de la razón que ilumina la mente y alumbra la oscuridad de la noche, mientras que la llama roja es la falsa luz, el fuego de la pasión y la lujuria. Ésta es humeante como el campo de batalla, en que los odios y temores se elevan juntos en un bullir, llama rojo-ladrillo que es una mortaja espeluznante. 

Éstos son los tres fuegos: el fuego de la divinidad, el fuego de la humanidad, el fuego de los demonios. Los tres están encerrados dentro de la naturaleza humana, de donde su brillo sale afuera como la sagrada palabra trisilábica mediante la cual se crearon los cielos, se formó la Tierra y se destruyeron las obras del mal. Los discípulos de la Antigua Sabiduría sabían que, en la alborada de este esquema terrestre, ciertas instrucciones fueron depositadas en lugares seguros por los Hijos de la Aurora, o como nosotros los llamamos, los Dioses, quienes después de haberse asegurado de que estas doctrinas quedarían preservadas para la salvación final de la raza, penetraron en la constitución del hombre y perdieron su identidad. Por esta razón se dice que el Reino de los Cielos está dentro de nosotros, porque él incluye al Padre Divino, su Trinidad y sus serafines, querubines, poderes, dominaciones, principados, tronos, ángeles y arcángeles. 
     Cada una de estas criaturas celestiales ha aportado algo a la naturaleza del hombre. Por medio del poder de uno, siente; por el poder de otro, ve; a través del poder de un tercero, habla; gracias al poder de un cuarto, comprende; por el poder del Padre Divino, es inmortal; por el poder de la Trinidad, es triple en su constitución - espiritual, intelectual y física - por medio del poder de los serafines, le fueron dados los grandes fuegos, mientras que por el de los querubines obtuvo su forma compuesta. De ahí que estos espíritus estén confinados dentro de su propia naturaleza hasta que el hombre haya logrado elevarla al punto en que libere a esos poderes cósmicos dándoles una expresión adecuada y dejando de limitarlos o esclavizarlos más con su propia ignorancia y perversión. 
     En realidad, el Reino de los Cielos está dentro del hombre mismo, mucho más de lo que él imagina; y así como el cielo está en su propia naturaleza, así también la tierra y el infierno se encuentran en su constitución, porque los mundos superiores circunscriben e incluyen a los inferiores, y la tierra y el infierno están incluidos dentro de la naturaleza del cielo. Como hubiera dicho Pitágoras: “Los mundos superiores e inferiores están comprendidos dentro del área de la Esfera Suprema." Así todos los reinos de la naturaleza terrestre, minerales, vegetales, animales y su propio espíritu humano, están incluidos en su cuerpo físico y él mismo ha sido designado espíritu guardián del reino mineral, siendo responsable ante las jerarquías creadoras del destino de las piedras y los metales. 
    El mundo infernal es también una parte de él mismo, porque dentro de su naturaleza se encuentran Lucifer, la Bestia de Babilonia, Mammon, Belzebú y todas las otras furias infernales. En la base de su espina dorsal arde un fuego infernal, y el Sábath de las Brujas, tan espléndidamente descripto por Eliphas Levi, puede ser seguido hasta su origen en los centros emocionales inferiores del cuerpo humano. 
     Así el hombre es en sí mismo cielo, tierra e infierno, y su salvación es un problema mucho más personal de lo que él imagina. Sentado que el cuerpo humano es una masa de centros psíquicos, que durante la vida esa estructura es cruzada por incesantes corrientes de energía y que a través de toda su constitución se encuentran vórtices de fuerza eléctrica y poder magnético, el hombre puede ser contemplado, por aquéllos que saben cómo verlo, como un sistema solar compuesto de estrellas y planetas, soles y lunas, con cometas que giran en órbitas irregulares a través de ellos. Y así como se supone que la Vía Láctea es un embrión cósmico gigantesco, así también el hombre mismo es una galaxia, cada una de cuyas estrellas se convertirá en constelación algún día. 
    A dondequiera que dirijamos la mirada, encontramos la vida. En cualquier lugar que hallemos la vida, descubrimos la luz, porque en medio de todas estas cosas vivientes hay tenues chispas de esplendor inmortal.

Aquéllos cuyos ojos están encadenados por las limitaciones, terrenas, sólo ven las formas, pero para los que pueden trascender la materialidad, cada vida aparece como un destello de inmortal brillantez. Hasta la misma atmósfera está llena de luces, y el clarividente cruza a través de esferas de llama. Hay luces de miles de colores y matices irisados que sobrepasan en brillantez la luminosidad del Sol, luces mil veces más variadas que las del espectro que conocemos, colores ni siquiera soñados, luces tan brillantes que no pueden ser vistas sino sentidas como repiques sonoros en la cabeza; unas, luces que deben ser oídas, y otras, como sólidas columnas de fuego que deben ser sentidas. A dondequiera el vidente dirija la mirada, contempla fuego. Surge de la piedra; relampaguea en estrellas geométricas desde los pétalos de las flores y se irradia en ondas desde la piel de los animales. Rodea al hombre con una aureola brillante y a la tierra con el halo de un arco iris cuyas franjas se extienden por millas desde su superficie. El fuego irradia luz hacia arriba a través de la superficie de la Tierra; envía luz hacia abajo desde el inmenso espacio; irradia luz hacia afuera desde el centro de todas las cosas y hacia adentro desde la circunferencia de cada cosa. 
     ¿Es extraño que este viviente esplendor universal fuera dorado? Es el símbolo humano más perfecto de Dios, porque esta luz es la manifestación primaria del Eterno Inmanifestado.          Este fuego eterno, que arde sin combustible en el alma de todas las cosas, ha sido desde el comienzo de los tiempos el símbolo más sagrado en todo el mundo, porque si bien las imágenes de madera o piedra, los cuadros sobre lienzo y aun los cantos son más o menos expresiones de la forma, el lado físico de la Naturaleza, esta luz radiante, este esplendor flamígero, simboliza el espíritu, la vida, el germen inmortal encerrado en el corazón de la forma. Estaba consagrado a la Deidad Superior y todos lo adoraban y le hacían ofrendas. Era la causa, y los hombres adoraban la causa, intentando mediante la secreta cultura legada a través de las edades y basada en las enseñanzas de los mismos dioses, que la luz brillara más intensamente desde el interior de ellos mismos. Éste es el origen del simbolismo de la luz y el fuego. 
     La luz no sólo es sagrada porque dispersa las tinieblas en las que se esconden todos los enemigos de la vida humana. Es también sagrada porque es el vehículo de la vida. Esto lo evidencia el efecto de la luz solar sobre la vida vegetal, animal y humana. La luz es también el vehículo del color, pues el Sol es quien imparte a toda materia terrestre su color. Es igualmente el vehículo del calor, y según la antigua sabiduría, lleva consigo el esperma de todas las cosas, procedente del Sol. A través de la luz también pasan todos los impulsos del Gran Hombre. De acuerdo con los Misterios, Dios gobierna Su universo por medio de impulsos de inteligencia que Él proyecta mediante rayos de luz visibles o invisibles. Esta luz desempeña en el universo el mismo papel que el sistema nervioso en el cuerpo. 
    Pitágoras dijo que “el cuerpo de Dios está compuesto por la substancia de la luz”. Donde hay luz está Dios. El que adora a la luz, adora a Dios. El que sirve a la luz, sirve a Dios. ¿Qué símbolo más adecuado podría concebir el hombre del eterno y latente Padre Divino que el viviente, vibrante y radiante fuego? El fuego es el más sagrado de todos los elementos y el más remoto de todos los símbolos. Siendo así, los antiguos no dejaban de tener razón cuando adoptaron el fuego, o la luz, como su símbolo supremo y eligieron como emblema de la luz universal la gloria central del Sol. Al hacerlo así, se convirtieron no en adoradores del Sol, sino en adoradores de Dios tal como Él se manifiesta mediante la luz de la verdad. 
    Los filósofos del fuego adoraban tres luces - la luz del sol, de la Tierra y la del alma -, siendo esta última la luz que hay en el hombre y que ellos creían sería finalmente reabsorbida en la Divina luz, de la que se encontraba temporalmente separada por los muros de la prisión de la naturaleza inferior del hombre. Los Misterios de todas las épocas estuvieron dedicados a facilitar la reunión de esa pequeña luz con la Gran Luz, su Padre y Fuente. Para los Gnósticos, Cristo fue la incolora Luz Divina que asumió la forma de un radiante esplendor (la Verdad), atendiendo así a las necesidades de la pequeña luz que luchaba por expresarse en el alma de cada criatura humana. Esta Divina luz entraba en la luz de la Naturaleza y, fortaleciéndola, ayudaba a vitalizar todas las cosas vivientes. 
    La luz que existe en el hombre, el Dios en miniatura, era salvada - o mejor dicho, liberada - por medio de un proceso llamado regeneración. El método secreto usado para lograr esta regeneración sin tener que seguir el largo sendero en espiral del progreso evolutivo, fue el grande y supremo secreto de los Misterios, revelado únicamente a aquéllos que habían demostrado ser merecedores de poseer el poder de la vida y de la muerte. Estos Misterios han sido perpetuados hasta nuestros días por la Francmasonería. 
   La Orden Masónica está basada en las Escuelas Secretas de la antigüedad pagana, muchos de cuyos símbolos han sido preservados hasta nuestros días en los diversos grados de la Logia Azul y del Rito Escocés. Respecto al origen del termino “Francmasón”, que constituye en sí mismo una clave de las doctrinas de la Orden, Robert Hewitt Brown, Grado 32, escribe: “Mucho antes de la construcción del Templo del rey Salomón, se conocía a los masones con el nombre de Hijos de Luz. La Masonería era practicada por los antiguos bajo el nombre de Lux (luz), o su equivalente en los diversos idiomas de la antigüedad. Hemos sido informados por varios autores eminentes de que la palabra Masonería es una corrupción del termino griego Mesouraneo, que significa “yo estoy en el medio del cielo”, aludiendo al Sol, el cual, “encontrándose en el medio del cielo”, es la gran fuente de luz. Otros la derivan directamente del antiguo egipcio Phre, el Sol, y Mas, un hijo, o sea PhreMassen - Hijos del Sol o Hijos de la Luz.” 
    El verdadero secreto de la regeneración del fuego en el alma humana es revelado por el ritual del tercer grado de la Logia Azul, bajo la alegoría de la muerte de Hiram Abiff. El nombre Hiram está, como ya se ha hecho notar, estrechamente relacionado con el elemento fuego. Su descendencia directa de Tubal-Caín, el  primer gran artesano en metales mediante el uso del fuego, relaciona aún más a este diestro operario con la inmortal llama de vida en el hombre. En su obra Secreta Societies of All Ages (“Las Sociedades Secretas de todas las épocas”), Charles W. Heckthorne expone una antigua leyenda cabalística referente a la relación de la primitiva Masonería con la adoración del fuego. Según esta leyenda, Hiram Abiff no era descendiente de Adán o Jehová, como los hijos de Set, sino de más noble estirpe, porque por sus venas corría el fuego de Samael, uno de los Elohim. Además, hay dos clases de hombres en el mundo: los que tienen aspiraciones y los que no las tienen. Aquéllos sin aspiraciones son los hijos de Set, verdaderos hijos de la Tierra, que se apegan a su madre con tenacidad, siendo Terrenalidad la palabra clave de su naturaleza. 
     Hay otra raza, la de los Hijos del Fuego, descendiente de Samael, el regente del fuego. Estos hijos de la llama están siempre animados por la ambición y la aspiración. Son los constructores de ciudades, los que erigen monumentos, los conquistadores de mundos, los precursores, los que trabajan los metales, verdaderos hijos de la llama eterna. Sus almas son vehementes y tempestuosas, y la Tierra para ellos es una carga, Jehová no contesta sus súplicas, porque ellos son hijos de otra estrella. La Aspiración es la nota clave de sus naturalezas, y muchas veces ellos resurgen como nuevos Fénix, de las cenizas del fracaso. Jamás descansan, como el elemento del cual forman parte: andan errantes sobre la faz de la Tierra, con los ojos fijos en la flamígera estrella de la cual vinieron. 
    Esta diferencia fundamental es claramente visible en la vida diaria. Algunos están siempre contentos; otros, jamás llegan a la meta. Unos son los Hijos del Agua, los guardianes del rebaño; otros son los Hijos del Fuego, los constructores de ciudades. Un grupo es conservador, el otro es progresista. Uno es el rey, el otro el sacerdote. Pero dentro de la naturaleza de todas las cosas vivientes coexisten los Hijos del Fuego y los Hijos del Agua. En las Sagradas Escrituras, a los nacidos de la llama se los denomina Hijos de Dios, y los nacidos del agua son llamados Hijos de los Hombres, porque el nacido de la llama es la divinidad en el hombre y el nacido del agua es la humanidad en el hombre. Estos dos hermanos son enemigos mortales, pero en los Misterios se les enseñaba a cooperar el uno con el otro, y están simbolizados en la Francmasonería por el águila de dos cabezas del Grado 33. 
    Según la antigua sabiduría, llegará un tiempo en que el hombre tendrá dos sistemas espinales completos, ambos igualmente desarrollados, y su vida estará gobernada por dos poderes que trabajarán juntos y en armonía. Para expresar esto, los antiguos alquimistas simbolizaron esta realización con una figura bicéfala, una de cuyas cabezas era masculina y la otra femenina. El hermafrodita Ishwar, el señor planetario de los Brahmanes, tiene la mitad derecha del cuerpo masculina y la izquierda femenina, para simbolizar así que él es el arquetipo de la raza humana final. El hombre, una vez que sea positivo y negativo a la vez, no se reproducirá más como actualmente.
    Uno de los antiguos Misterios enseñaba que el fin de todas las cosas es igual a su principio más la experiencia del ciclo, y algún día la raza humana dará nacimiento a sus nuevos cuerpos por propia generación, como lo hacen todavía ciertos animales primitivos. Entonces, indudablemente, el hombre será su propio padre y su propia madre, completo en sí mismo. La iniciación hace posible este proceso en el hombre mucho antes de lo que permitiría el curso natural de la evolución humana. Tal es el verdadero misterio de Melquisedec, rey de Salem, el rey sacerdote (sacerdote, agua; rey, fuego), que fue su propio padre y su propia madre y cuyas huellas siguen todos los iniciados. 
   Sólo la más elevada de todas las órdenes ocultas que existen únicamente en el mundo interno puede ser llamada “Orden de Melquisedec”, aunque en otras naciones tenga otros nombres. Esta Orden está compuesta internamente por los graduados de otras Escuelas de Misterios que hayan alcanzado ya ese punto en que les es posible darse nacimiento a si mismos de sus propias naturalezas, al igual que la misteriosa ave Fénix, la cual, al morir, deja salir de adentro de sí misma otra ave que sale volando. El ave Fénix era considerada antes como una verdadera rareza zoológica, pero ahora se sabe que jamás existió, salvo como símbolo de un elevado estado de desarrollo del hombre. Además, construía su nido con llamas, lo que es extraordinariamente significativo. 
    La secreta Orden de Melquisedec no podrá jamás aparecer en el mundo físico mientras la humanidad esté constituida de acuerdo con su presente esquema. Es la suprema Escuela de Misterios, y sólo unos pocos han alcanzado ese punto en que se han unido sus naturalezas humana y divina tan perfectamente que han llegado a ser simbólicamente bicéfalos. Hay que conseguir el perfecto equilibrio del corazón y de la mente antes que el verdadero pensar o la verdadera espiritualidad puedan ser logrados. La función más elevada de la mente es la razón; la función más elevada del corazón es la institución. Un proceso sensitivo no necesita del trabajo normal de la mente. La razón sola es fría; el sentimiento solo carece de razón, pero ambos juntos atemperan la justicia con la misericordia y la benevolencia con la fortaleza. 
     El espíritu no es masculino ni femenino, sino ambas cosas a la vez: una entidad andrógina. La manifestación perfecta del espíritu andrógino debe ocurrir a través de un cuerpo andrógino que se genere a sí mismo. Pero muchos millones de años deberán pasar antes que la raza humana aprenda las lecciones de polarización suficientemente bien como para asumir esta nueva naturaleza con inteligencia. Ese día todo estará completo por sí mismo. El entendimiento estará maduro y será de tal profundidad y amplitud que no podría manifestarse en un organismo masculino o femenino aisladamente. Tal es el misterio del rey-sacerdote y tal fue la posición que Jesús alcanzó cuando fue llamado por siempre sacerdote según la Orden de Melquisedec. Todo esto se encuentra simbolizado en los emblemas del Grado 33 de la Francmasonería.
    Cuando se lo considera clarividentemente, el cuerpo del hombre semeja un gran ramo de flores, porque en toda su forma física se encuentran grupos como pétalos de emanantes rayos de fuerza de diferentes formas y colores. Hay uno de estos centros misteriosos en la palma de cada mano y en la planta de cada pie. Casi todos los órganos vitales tienen radiantes vórtices remolineantes de luz como bases espirituales. Estas flores girantes y vibrantes son centros ocultos extremadamente importantes. Cada uno de ellos puede, bajo ciertas condiciones ayudar al hombre a conseguir una mayor amplitud de conciencia. 
     Es posible ver con la palma de las manos o la planta de los pies. En realidad, el hombre llegará a ver finalmente con todas las partes de su cuerpo. Un símbolo de esta condición final fue preservado en los Misterios Egipcios, en la figura de Osiris, a quien suele representársele sentado en un trono y con el cuerpo enteramente formado por ojos. El dios griego Argos fue también famoso por su habilidad para ver con las diferentes partes de su cuerpo. Los buddhas orientales son simbolizados a menudo con dibujos geométricos en la palma de las manos y la planta de los pies. Las famosas huellas de Buddha, marcadas en la piedra, tienen un Sol en miniatura frente al talón de cada pie. Algunos de los artistas japoneses del jiu-jitsu dominan la ciencia secreta de estos misteriosos centros nerviosos, aunque este conocimiento ha sido ocultado por la mayoría de esos luchadores. En el Japón existen dibujos en los que se muestra la posición exacta de estos centros sagrados. La más ligera presión sobre alguno de ellos paraliza el cuerpo entero, tan grande es su dominio sobre el resto del sistema nervioso.        También se enseña a los expertos en jiu-jitsu cómo se puede resucitar a una persona que esté muerta por medio de presiones producidas en determinados puntos de las vértebras superiores de la espina dorsal. Este método da resultado en casi todos los casos, aún después que otros han fracasado. 
     Los vórtices de abigarradas luces del cuerpo constituyen los capullos de los lotos sagrados de la India y de Egipto, y las rosas de los Rosacruces. Son también las cuentas inmortales del Bhagavad Gitá, ensartadas en un solo hilo. A través de estos centros entraron los clavos de la crucifixión. La crucifixión encierra el secreto de como abrir los centros de las manos, pies, costado y cabeza. Los tres clavos que realizaron esta obra han sido preservados en la Francmasonería como los tres principales dignatarios de una Logia y como los tres asesinos de Hiram Abiff. 
    El Osiris indio-mexicano, llamado príncipe Coh, murió de tres heridas inflingidas por sus enemigos, y su corazón fue encontrado en una urna por Augustus Le Plongeon, que pasó muchos años investigando las antigüedades centroamericanas. 
   La relación entre estos centros sagrados y las joyas de la placa pectoral del Sumo Sacerdote de Israel no debe ser olvidada, porque ambos símbolos tienen un significado similar. 
     La parte más sagrada del cuerpo humano es el cerebro y el sistema espinal, reverenciado desde la antigüedad y simbolizado una y otra vez en todas las religiones del mundo. Mientras otras partes del cuerpo son de gran interés para el estudiante, la obra misteriosa de los fuegos espinales, mediante los cuales es lograda la liberación, es tan formidable, que hay que emplear muchos años aún en comprender los principios fundamentales. La espina dorsal es la vara que floreció, el Arbol Yggdrazil, la espada flamígera, el báculo de apoyo, la vara del Mago. 

del libro de Manly Palmer Hall
MELQUISEDEC Y EL MISTERIO DEL FUEGO


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