SEGUNDA PARTE
LA FILOSOFÍA FUNDAMENTAL
DEL BUDDHISMO
El Buddhismo se funda en la doctrina de que la ignorancia es la causa de toda la
miseria del mundo, y de que solamente el conocimiento de si mismo y de la relación de
uno con el Gran Plan puede combatir esta ignorancia. Enseñó el Buddha que de la
ignorancia nacen el pecado y la injusticia. Si el género humano pudiese ver claro
obraría rectamente, pero su visión enturbiada destruye el impulso de actuar y pensar
rectamente que son absolutamente necesarios para una vida inteligente y una verdadera
espiritualidad. Los dioses del Buddha fueron hombres-dioses, seres humanos que se
elevaron por si mismos por arriba de la ignorancia de la raza y quienes, asentados en
elevadas cumbres, examinaron el fasto de la vida con esa plenitud que ennoblece todas
las cosas, mientras el hombre, habitando en los valles, ve tan poco que todo le parece
mal.
Las Cuatro Nobles Verdades concernientes a la sabiduría y a la ignorancia merecen la
más cuidadosa consideración. Buddha condenó la existencia a causa de todas las
miserias del mundo. Por existencia Él quería significar esa separatividad individual en
que la vida una se disocia temporariamente de la vida del Todo y deviene muchas vidas.
Éstas, no advirtiendo ya su unidad original y esencial, ocasionan, en su ciega
ignorancia, los pecados y dolores del mundo. Por eso la primera de las Nobles Verdades
es:
"El existir como una personalidad separada condena al sufrimiento y al dolor".
El primer sufrimiento podría ser caracterizado como el anhelo de las partes aisladas
por conocer el todo que ellas integran. El compuesto vehículo en que el hombre vive
consta de varios cuerpos y centros de sensación y de conciencia. El Buddha enseñó que
todos los frutos de la sensación eran pesares, y por eso llamaba Asrava a la miseria, que
quiere decir "excreciones provenientes del mundo de la sensación". A diario vemos en
torno nuestro los frutos cosechados por quienes desean lo que no deben ni pueden tener,
así como los resultados de su tendencia a eludir las responsabilidades que deberían
asumir. Sabemos que en la mayoría de los casos los deseos y apetencias del hombre son
la causa de su propia desgracia. También enseñó el Buddha que el deseo de posesión del
hombre era su mayor enemigo, porque el pensamiento y el deseo de acumular le
extravían la razón y la inteligencia. Así llegamos a la segunda de las Cuatro Nobles
Verdades:
"La causa suprema de la miseria es el deseo de poseer y conservar lo poseído".
El estar apegado a algo implica sufrir en el momento de su pérdida y el despreciar u
odiar algo traerá el disgusto de su proximidad. El deseo de poseer algo que está fuera de
nuestro alcance normal es convertirse psicológicamente en un criminal y puede llevar al
robo, la violación o el crimen. El valorizar una cosa es el punto de partida del deseo de
poseerla; por eso el Buddha enseñaba a valorizar tan sólo al recto conocimiento, que es
lo único capaz de probar la inutilidad de todo lo demás Cuando el alma comprende la
inutilidad y la transitoriedad de las posesiones se librará del deseo y habiéndose
liberado del deseo habrá escapado de la red que el rey de la muerte arroja para
esclavizar las almas humanas. Esto nos lleva a la comprensión de la tercera de las
Cuatro Nobles Verdades:
"La liberación del dolor se logra desechando todos los deseos salvo el de recto
conocimiento"'.
Al mismo tiempo comprenderemos que el apego es la causa del temor a la muerte, y que cuando el hombre no está identificado con sus cuerpos sus vaivenes lo dejarán
imperturbado, mientras que si los ama llorará su muerte y si los odia llorará con su
advenimiento. En tanto que sus ojos sean capaces de llorar, su alma no estará aún
madura para la sabiduría. Mientras sea capaz de acumular o repartir, será incapaz para
la sabiduría. En tanto aprecie algo por sobre todo será inapto para la sabiduría, porque el
perfecto control de si mismo es el Sendero Medio entre la alegría y el dolor, entre el
amor y el odio, entre la vida y la muerte. El Sendero del Medio es el Sendero del
Buddha. A fin de poder hollar ese Sendero del Medio deberemos comprender la Cuarta
Noble Verdad:
"El Sendero de la liberación y de la cesación de todos los opuestos es el Óctuple
Noble Sendero, el sendero de la inmortalidad".
Los más antiguos preceptos del Buddhismo establecen que no ha de hacerse mal a
nadie, que todo lo bueno debe ser favorecido y desarrollado y toda virtud fomentada,
que la mente, con sus múltiples y complejas funciones debe ser puesta bajo completo
dominio, y que este es el camino para llegar al Buddhado.
Hay toda una grandiosa filosofía subyacente tras estas prescripciones, basada sobre
ciertas concepciones fundamentales. La primera de ellas es que la vida, tal como la
vemos en torno nuestro no representa la totalidad de la existencia. La existencia guarda
la misma relación con la vida que el tiempo con la eternidad. El tiempo puede
establecerse en cualquier punto de la eternidad, pero la eternidad será siempre la suma
del tiempo. Del mismo modo la existencia puede establecerse en la vida pero la vida es
la suma de la existencia. La existencia es irreal, la vida es real. Lo único capaz de juzgar
la pequeñez de la existencia es la grandeza de la vida. El Buddha era evolucionista. Sus
dioses eran dioses en crecimiento. Jamás discutió acerca de la Causa Primera. Las almas
a las que sirvió eran almas que estaban creciendo. Los espíritus a los que asistió eran
espíritus en desarrollo. Enseñó que la evolución era el proceso de la existencia
reabsorbiéndose en la vida y que la más grande de todas las conquistas era alcanzar el
Nirvana, en el que el pasado, el presente y el futuro eran absorbidos en el eterno ahora.
También el Buddha enseñó que el apego a la existencia impide la unidad con la vida,
que el mal era todo cuanto obstaculizaba el retorno de las partes a su fuente primigenia.
El Buddha vio que había dos caminos, uno para el ignorante, obligado a girar ligado a
la Rueda de la Vida y de la Muerte en su sentido más estrecho; y el otro, para el sabio
que, por el conocimiento de si mismo y el autodominio podría liberarse de las brasas a
las que el ignorante se adhiere en agonía, y podría así hallar el Sendero del Medio que,
como el eterno ahora, separa el ayer muerto del mañana sin nacer.
Esta era la filosofía del Glorioso Buddha, la filosofía de desechar todo para que el
alma pudiera ganarlo todo. Enseñó que el deseo de alguna cosa exigía el sacrificar
valiosos tesoros para asegurar el objeto deseado, que probablemente era de escaso valor
y que valorizamos por el mero hecho de desearlo, y que por eso mismo el deseo destruía
el sentido de la valorización, pues el deseo coloca las conquistas mundanas sobre las de
la sabiduría y las personalidades sobre los principios. De ahí que el Buddha reuniera las
legiones de la lógica y el buen sentido y atacara la Fortaleza del deseo predicando que
el hombre era destruido por sus deseos, que su alma estaba sepultada bajo sus
acumulaciones y que su espíritu era un esclavo de las chillonas chucherías de que se
había rodeado. Enseñó Él que el rico no tiene descanso pues ha de dormir sobre las
bolsas de dinero con la espada en la mano para defenderlas, y el pobre tampoco lo tiene
porque siempre es aniquilado en su tentativa de sustraer riquezas del montón del rico.
En la disolución del universo estarán viendo el vacío sobre el cual disputaban,
comprendiendo que se habían atado a sus posesiones y que, no habiendo construido
nada en el interior, carecían con que enfrentar la eternidad.
El Buddha creía en la ley, fija e inmutable. La Naturaleza tal como Él la entendía, era
buena, creciendo libre del deseo, que era su símbolo de todo mal. De ahí que la
Naturaleza, siendo impersonal, no tolere caprichos y no preste atención si los que tritura
en el eterno rodar de Su mecanismo son santos o pecadores. El Buddha no prometió
ninguna expiación vicaria a sus seguidores, enseñando que fuese lo que fuese Dios,
amaba a todas las cosas por igual y que distaba mucho de ser indulgente con los
caprichos de la humanidad.
Comprendió que este Globo en que vivimos y esos mundos que conocemos sólo
existen un instante en el espacio, que todo lo visible cambia constantemente y que,
ciertamente, lo que hoy florece mañana decae. Simbolizaba, como los brahmanes que le
precedieron, al mundo como un agitado océano sobre el cual la humanidad se mantiene
a flote en pequeños barcos embestidos por los vientos, cada uno tratando de guiar su
barca hacia algún puerto determinado. Inútil será tratar de forjar una idea de una ola
porque antes de terminar su imagen, habrá cambiado y desaparecido. Así pasa con las
cosas vivientes. Sería inútil tratar de colocar una señal en el mar porque no hay nada
fijo sobre qué instalarla. El mar es la vida, tal como lo vemos siempre cambiante, sin
repetirse jamás. Quien trate de seguir sus modalidades habrá de tener tantas en si como
el mar. Quien en ella busque algo permanente estará tras un inalcanzable fuego fatuo.
Así como Jesús caminó sobre las aguas también el Buddha enseñó a sus discípulos a
mantenerse firmes sobre las olas, y mediante el claro desapasionamiento de sus mentes
servir a lo permanente en todo y no ser desviados por la blanca espuma y las rompientes
olas que, como toda empresa humana permanecen un instante en la cresta y luego son
tragadas al fondo del mar. Soberano sobre el incesante cambio, permanente,
inconmovido, el Buddha estaba sentado en meditación, pues la perfecta paz y
tranquilidad fueron el símbolo de su logro. Rodeado de multiplicidad de cosas él solo
permanecía consciente de una: la eternidad y la permanencia de su espíritu inmortal.
Esparcidas por todo el Oriente vense estatuas del Buddha meditando. Su faz serena,
grandiosa e inexpresiva mira hacia abajo desde elevados altares obscuramente visibles a
través de las celosías de los ventanales de los templos. Cien mil, un millón de imágenes,
grandes y pequeñas, nuevas y viejas, algunas adornadas y alhajadas, otras derrumbadas
y cubiertas de malezas, pero siempre una misma expresión, un maravilloso e impasible
semblante, y en cuya serenidad de líneas están yacentes todas las expresiones. Muchos
imperios buddhistas se han desmoronado, y millones de sus estatuas han sido abatidas
por el despiadado salvajismo del hombre. Los cataclismos sísmicos, han derrumbado las
grandiosas imágenes, dejándolas semienterradas. Sus templos han sido incendiados
sobre ellas y sus monjes desterrados, pero aún irradia paz el gran rostro, inalterado,
inconmovido, indiferente al vaivén de las cosas, y habla con más fuerza que las palabras
para el espíritu de fe.
Si los hombres de Occidente pudiesen conocer el camino de la inmortalidad del
Buddha, Si solamente la discordia, la agitación y la incesante confusión pudiesen dar
lugar a la paz y dignidad de su antiguo sendero, viviríamos mucho más y podríamos
realizar mayormente. Pero el mundo Occidental está dominado por sus deseos; vive tan
sólo para sus sentidos materiales; diviniza la ilusión; cada alma tiene su precio en oro y
plata, y los niños que vienen al mundo son educados como maquinas insensibles
destinadas a llevar a la culminación el proceso de acumulación. Nunca más que hoy
tenemos necesidad de Sus enseñanzas, que mostraban a sus discípulos la falacia de la
búsqueda mundana, y que la felicidad sólo deriva de la sabiduría y que la paz es tan sólo
un subproducto, una de las muchas virtudes resultantes del recto vivir y tan sólo de él.
Vivimos en un mundo de ciclos, y a ciertos intervalos se recapitula lo que ha sucedido
precedentemente. Algún día reconoceremos la necesidad del autocontrol y entonces recordaremos más cariñosamente que ahora al que tanto sufrió y tan sinceramente
trabajó para transmitir ese conocimiento al mundo. La del Buddha es la buena ley,
porque Él dice:
“Quien no es feliz con poco no lo será con mucho; quien no aprecia lo pequeño no
podrá ser cuidadoso de lo grande; a quien lo suficiente no basta esta al margen de la
virtud, pues el cuerpo físico vive de un día para otro y si se le proporciona lo que
realmente necesita habrá tiempo todavía para la meditación, mientras que Si se trata de
darle cuanto desea "la tarea sería inacabable".
El Buddha enseña a sus discípulos a vivir no para el día solamente sino para ese gran
día en que las vidas parecerán breves y los nacimientos y muertes como el oscilar de un
péndulo, en que sus vicios seguirán desafiando eternamente a sus almas a menos que se
los haya rectificado, a ser humildes, sencillos, modestos en todo, afectuosos para todos,
no solamente con los seres humanos sino que también con las flores y los animales, a
cuidar y servir a toda manifestación de vida, que la vida persiste sobre la vida, y que por
eso la vida tiene una deuda con la vida, que aquéllos que mueren para que otros puedan
vivir no mueren en vano sino que aquéllos que viven por sobre ellos usarán esa vida tan
libremente dada para servir a la vida una que todo lo dio.
H. G. Wells tomó al gran Buddha, le arrancó sus diademas, le quitó sus doradas
vestimentas, despojó a la Fe de sus posteriores agregados y presentó al Buddha tal como
era en realidad, el simple peregrino, el corazón cariñoso, inegoista, que paseó por la
superficie del mundo sus tres grandes interrogantes, con plena conciencia de que hasta
tanto no fuesen contestados, el género humano no podría ayudarse a si mismo ui
colaborar con el plan que le había dado el ser. Las respuestas que Él dio fueron:
¿De dónde venimos? Del pasado, de lo que hemos hecho antes, de las tareas
incumplidas, de los efectos incompletos de nuestros pasados vicios y virtudes, de los
pecados de nuestra carne, de las tinieblas de nuestra ignorancia, de la cadena de vidas
que nos alza del cieno y de la inmundicia, del comienzo de las cosas, de la fe del
Dharma, de la caída de las cosas en la separatividad, de la diversificación del Uno,
llevando de vida en vida el lastre del pasado siempre con nosotros, formando un extraño
grupo guiado por el demonio del Deseo, de nuestras faltas y caídas, danzando alrededor
de nuestras torturadas almas. Así llegamos al presente, trayendo con nosotros las
virtudes y vicios del pasado, impelidos por la perpetua ley desde la ignorancia hacia la
unidad de la sabiduría.
¿Por qué estamos aquí? A consecuencia del pasado, pues el pasado origina el presente
y de éste nace el futuro; estamos aquí para terminar o al menos proseguir las tareas que
dejamos incompletas desde el origen de las cosas; hemos sido traídos aquí por nuestras
alegrías y dolores, y la mayoría hemos sido conducidos hasta aquí por nuestros deseos,
y aquí permaneceremos hasta que haya muerto el último de ellos, hasta que la última
posesión haya sido renunciada, hasta que la última porción de personalidad que
hayamos acarreado con nosotros retorne al gran Todo de donde proviene. Si nacemos
ignorantes, acumulamos; si nacemos en sabiduría, difundimos. Para el sabio, la vida que
aquí se vive es una oportunidad para desembarazarse del lastre que ha acumulado en el
pasado, de librarse de sus opiniones y puntos de vista, de sus concepciones de la vida y
de la muerte, y de dejar todo eso atrás para comenzar a hollar el Sendero del Medio.
Ante el portal del futuro el camino se bifurca: uno conduce al Nirvana, y es el noble
sendero de la realización; el otro retrocede y se desvía más y más hasta que el espíritu
aprende su lección y decide hollar el Sendero del Medio.
¿Adónde vamos? Vamos a enfrentarnos con lo que hemos merecido, al encuentro de
los efectos de las causas que promovimos. Aquéllos cuya labor ha sido incompleta,
rodarán solamente por la periferia de la rueda para retornar y completar sus tareas. En cambio, aquéllos pocos que han hollado el sendero de equilibrio que conduce al
Nirvana, donde una vez agotadas sus acciones, los seres se reúnen con la Causa
Incausada de la que partieron, van para aguardar el nuevo destino que el Creador
considere apropiado asignarles. Se dice que el Señor Buddha ha terminado sus tareas,
que ha aprendido la única lección que el mundo puede enseñar: la lección del
discernimiento, y habiendo aprendido a elegir sabiamente entre lo permanente y lo
impermanente, desenmascaró a la gran ilusión. Desenmascarar los defectos es la tarea
del alma; conservar el equilibrio en medio de las cosas es el camino del Buddha;
contemplar la vida pero no dejarse atrapar por ella es la ley del Buddha; salir de la vida
y penetrar en nueva vida es el deseo del Buddha. Reunirse con la Causa Infinita, volver
a conocer al Radiante Uno del que todo proviene, unificarse con el Eterno Aquello que
es suma de todas las cosas, esto es liberación, esto es libertad. Reabsorberse en la
Realidad es la meta del Glorioso Buddha.
*
Manly Hall – Las Enseñanzas del Glorioso Buddha
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